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Historia de España [1830-1930] 4ª parte

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Jul 2nd, 2020
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  1. 12. ESPAÑA Y LA “GRAN GUERRA”
  2. UNA NEUTRALIDAD FÚTIL
  3. En cuanto estalló la primera guerra mundial, en Julio de 1914, España proclamó su neutralidad. Con todo, el conflicto sometería a dura prueba a la monarquía de la Restauración. La guerra no sólo aceleró el proceso de cambio que se había impuesto en España, sino que agrandó el foso entre los partidos dinásticos, acentuó la confrontación entre reacción y reforma y potenció el conflicto de clase. Conmocionada en lo más íntimo, España padeció en 1917 una crisis múltiple que la dejó incapacitada para hacer frente a las complicaciones de la era posbélica. En suma, aunque la monarquía de la Restauración hubiera participado en la guerra, su situación no habría sido peor.
  4. EL GOBIERNO DE LOS “IDÓNEOS”.
  5. En Julio de 1914, España era gobernada por el encantador y afable Eduardo Dato. Nacido en La Coruña en 1856, se había hecho un nombre por ser el padre de las primeras medidas españolas de reforma social y estuvo desde el principio decidido a reconstruir el antiguo consenso político, lo que explica el seudónimo despectivo de “idóneo” que le endosó Maura. Por mucho que Dato quisiera remedar a Maura, no estaba en condiciones de hacerlo, pues las elecciones subsiguientes al nuevo turno dieron lugar a un éxito fuera de lo común de la oposición –dinástica y no dinástica- y eso a pesar de las frecuentes irregularidades. Este resultado, en parte fruto de la incapacidad creciente del caciquismo de controlar las grandes ciudades, se debió también al hecho de que los conservadores se presentaron a las elecciones sumidos en un cisma. Aunque Maura se había retirado refunfuñando, las expectativas que había despertado eran de tal magnitud que el nombramiento de Dato alumbró un nuevo movimiento. El maurismo tuvo sus orígenes en una movilización gigantesca organizada en Bilbao el 30 de Noviembre de 1913 por el discípulo del político mallorquín Ángel Ossorio y Gallardo, y abogaba por un programa articulado en torno a la defensa de la Iglesia, la monarquía y las fuerzas armadas: la revitalización del sistema político y la aplicación de las doctrinas del catolicismo social. Aunque el propio Maura no respaldó este movimiento hasta Junio de 1914, una combinación de propaganda intensiva, movilización de las masas, simpatía católica y afectación de dinamismo valió gran respaldo al maurismo, lo que hizo que en muchos distritos electorales se registrara un pulso entre oponentes conservadores.
  6. Pero, ¿qué fue el maurismo? En pocas palabras, podría caracterizarse como la variante española del protofascismo que empezaba a asomar la cabeza en muchos países europeos. Aunque una gran parte de las clases medias –pequeños empresarios, tenderos, funcionarios de rango inferior o miembros más modestos de las clases profesionales- estaba de hecho excluida del régimen político, había sido puesta a prueba por el crecimiento del anticlericalismo y el fantasma del desorden y la decadencia de las ciudades provinciales en las cuales habitaba la mayoría. A ellos se unían los jóvenes descontentos de extracción acomodada que tenían que abrirse camino en la vida y los caciques convencidos de que el sistema canovista ya no bastaba para erradicar la amenaza de la revolución: ambos grupos contestaban las estructuras de la monarquía de la Restauración. En la España finisecular como en tantas partes, la protesta social se codeaba con el reaccionarismo político, a lo que se sumó la influencia radical del “costismo”, que acabó por aglutinar a ambos en un movimiento ultranacionalista que prometía tanto la regeneración física y moral como un replanteamiento del Estado con un cariz más autoritario.
  7. En 1914 y durante algunos años más tarde, el maurismo realizó un alarde valiente de desafío. Pero no todo eran rosas. Por una parte, la dirección estaba profundamente dividida entre representantes del catolicismo social como Ossorio y Gallardo y halcones autoritarios como el jefe del movimiento maurista juvenil, Antonio Goicoechea; por otra, pronto quedó patente que no se lograría nada sin la aquiescencia de los datistas: el número de diputados mauristas cayó de veintiuno a quince en las elecciones de 1916, cinco de los cuales además triunfaron únicamente porque los datistas se lo permitieron. Pocas posibilidades tenía por lo tanto el maurismo de revolucionar la política española, de modo que el propio Maura dio el primer paso para una reconciliación con los datistas.
  8. Pero la rebelión siguió siendo desestabilizadora: al denigrar persistentemente el sistema canovista, el maurismo alentaba la hostilidad al conjunto del régimen parlamentario. Además, a corto plazo, suponía una amenaza directa para Dato, que optó rápidamente por reforzar su posición en las Cortes llegando a un trato con la Lliga, a consecuencia del cual la ley que contemplaba la creación de las mancomunidades fue sacada precipitadamente del estancamiento en que languidecía en las Cortes y promulgada mediante real decreto. Como demostraron las elecciones siguientes, fue una iniciativa astuta, que humilló profundamente a los adversarios de la Lliga en Cataluña. Cuando las nuevas Cortes se reunieron en Abril de 1914, Dato tenía más apoyos de los previsibles. Lo cual no quiere decir, obviamente, que el problema catalán estuviera resuelto. Aunque las cuatro diputaciones catalanas pudieron agruparse en una sola asamblea y elegir un consejo ejecutivo permanente, en la práctica los catalanistas tenían pocos motivos de satisfacción. Al margen de que el Estado tenía el derecho de disolver la mancomunidad en cualquier momento, los municipios y provincias no estaban obligados a transferir sus competencias al nuevo organismo y, de hecho, con frecuencia no lo harían. De modo que, durante varios años, la administración catalana se vio forzada a librar una batalla constante por extender su autoridad. A finales de la primera guerra mundial estaba realizando grandes progresos, pero el carácter condicional de la autonomía, las competencias restringidas de la mancomunidad, la actitud reticente del gobierno y el miserable presupuesto con el que los catalanes debían operar impedían la resolución del problema.
  9. Con todo, al menos en un principio Cataluña no cobró excesiva importancia en el horizonte del gobierno y los últimos meses de paz fueron una época de relativa tranquilidad. Aunque cundía la inquietud por la repercusión del derrocamiento de la monarquía portuguesa en 1910 y había grandes conmociones en el seno del partido conservador –Dato, fuera o no primer ministro, no era oficialmente el líder de su partido y no logró llegar a su presidencia hasta Julio de 1914- el descontento social estaba aplacado y el republicanismo parecía vivir horas bajas. Huelga precisar que al poco tiempo las perspectivas volverían a ser tan tormentosas como de costumbre.
  10. REPERCUSIÓN DE LA GUERRA
  11. En cuanto estalló la guerra, en efecto, se produjo una intensificación drástica de los debates políticos: el tema principal de disensión fue si España debía o no participar en ella. Aunque el grueso del pueblo llano no salía de su apatía, este conflicto afectó por igual a la izquierda y la derecha. Los anarquistas eran hostiles a la guerra por principio, aunque la mayoría de los progresistas veían en la intervención a favor de los aliados un medio de promover su causa. Entre las clases políticas dirigentes, el entusiasmo por una intervención a ultranza estaba menos generalizado: la gran mayoría de los liberales y conservadores convenían en la necesidad de mantener la neutralidad, pero la opinión pública estaba dividida entre quienes creían que España debía hacer cuanto estuviera en su mano para ayudar a la Entente y quienes se decantaban por una neutralidad “absoluta”, que en la práctica favorecería a las potencias centrales. En buena medida reflejo de las afinidades políticas, este debate tuvo sin duda un efecto desestabilizador notable sobre los dos partidos dinásticos.
  12. Para la mayoría de los españoles, sin embargo, la cuestión de la intervención era secundaria en comparación con la repercusión económica de la guerra, indudablemente enorme. De entrada el panorama no tenía nada de brillante –las industrias del algodón, coñac, vino y corcho estaban prácticamente paralizadas- pero al poco tiempo surgieron nuevas pautas de oferta y demanda, por lo común muy favorables. Las minas y fábricas españolas encontraron un mercado receptivo en Gran Bretaña, Francia y otros destinos, por lo que la guerra corrió parejas con un crecimiento económico sin precedentes. La industria textil, la ingeniería, los productos químicos, la construcción naval, los armamentos, la minería, el hierro y la siderurgia conocieron un auge sin parangón. El desarrollo de Vizcaya fue tan imponente que desplazó a Cataluña del puesto de primera zona industrial del país. Y, por si fuera poco, la guerra trajo también aparejado el comienzo de la modernización: el elevado precio del carbón espoleó el interés por la energía hidroeléctrica, cuyo nivel de generación de potencia se triplicó entre 1913 y 1920.
  13. Pese a sus notables dimensiones, el auge registrado durante la guerra no fue una revolución industrial –el consumo total de energía, por ejemplo, no creció al parecer más del 25 por 100- y no generó excesiva prosperidad. Un pequeño número de empresarios e industriales amasaron grandes fortunas, ciertamente, pero para el grueso del pueblo llano las cosas no eran tan risueñas. Ante los elevados impuestos aplicados a un sistema ferroviario ineficaz y el estancamiento de la producción e importación de bienes de consumo, muchas zonas del país empezaron a sufrir escaseces de todo tipo, al tiempo que la guerra generaba inevitablemente una inflación de los precios. En conjunto, los salarios también crecieron, pero hasta los segmentos más favorecidos de la mano de obra tenían dificultades para seguir el ritmo del coste de la vida, teniendo en cuenta que muchos productos básicos como el arroz, los garbanzos y el trigo aumentaban de precio a un ritmo inusitado. La inflación no era el único problema. En las zonas mineras e industriales, la expansión generó muchas aglomeraciones e incomodidades, mientras en el campo las reducciones en la importación de fertilizantes y los recortes en el consumo exterior provocaron caídas en la producción, reducciones de salarios y pérdida de empleos. La situación era catastrófica en las zonas especializadas en cultivos de exportación, pero la recesión se hizo sentir en todas las regiones, de modo que el efecto global de la guerra ano fue el enriquecimiento de España, sino su empobrecimiento.
  14. De modo que España volvió a verse sumida en un periodo de graves disturbios. Una iniciativa decidida por parte del gobierno podría haber aliviado la tensión pero, en su ausencia, tuvieron lugar numerosas huelgas, protestas y disturbios. Al mismo tiempo, cada vez más alejado de la Lliga, cuyos líderes exigían una serie de medidas encaminadas a reducir el coste del la materia prima importada, el gobierno de Dato fue forzado a dimitir en Noviembre de 1915, cuando su programa de reforma del ejército fue rechazado por las Cortes. Como el poder fue devuelto de inmediato a Romanones, pareció inicialmente que las cosas podrían mejorar: el conde, genuinamente interesado por la reforma social y la idea de “atraer” a la izquierda, nombró al relativamente radical Santiago Alba ministro de Hacienda. Con la inyección de fuerza que le dio la elección en Abril de 1916 de 230 diputados liberales frente a tan sólo 113 conservadores (incluidos los mauristas), la propuesta más sorprendente del nuevo gobierno fue una contribución directa sobre los beneficios obtenidos con ocasión de la guerra, que podía utilizarse para financiar nuevas medidas de beneficencia social. Esta nueva exacción, en el fondo bastante tímida, generó una ola de protestas encabezadas por Cambó y los representantes de la industria catalana (por si fuera poco, Alba era un enemigo declarado del catalanismo). Para empeorar la situación, el ministro de Hacienda descubrió pronto que no podía contar con el apoyo de un partido liberal que no estaba dispuesto a atacar los intereses de la propiedad. Después de una larga batalla, la medida fue arrinconada: en resumidas cuentas, la oligarquía había vuelto a bloquear una nueva posibilidad de avanzar en el sentido de una mayor justicia social.
  15. La derrota de Santiago Alba se ha calificado de punto de inflexión en la historia del Partido Liberal: privado de su última ocasión de transformarse en un verdadero partido de masas, sus divisiones internas se agrandaron. Resulta ocioso debatir si Alba podría haber logrado un verdadero respaldo popular. Él estaba más que dispuesto a llegar a un compromiso, pero los anarquistas y socialistas cada día se mostraban más beligerantes: los primeros meses de 1916 se registraron huelgas generales en Barcelona y Valencia. Pese a graves malentendidos por ambas partes, la CNT y la UGT acordaron también combinar sus fuerzas en una campaña encaminada a forzar al gobierno a aliviar las miserias del pueblo a través de una huelga general revolucionaria. Vinieron meses de agitación, que culminaron en un paro general de todas las actividades durante veinticuatro horas, el 18 de Diciembre de 1916. Sin embargo, sólo se cosecharon buenas palabras, lo que hacía presagiar un 1917 muy tenso.
  16. REVOLUCIÓN MANQUÉE
  17. En 1917, tanto los belicistas como los no belicistas veían con claridad aproximarse una guerra total. En España, las presiones no eran tan fuertes como en otros lugares, pero a pesar de todo la revolución se presentaría pronto como una posibilidad real. Aunque la crisis todavía no hubiera tocado fondo, el día de año nuevo vio al gobierno de Romanones en serios apuros. Dejando de lado los efectos desmoralizadores de la lucha por el impuesto sobre los beneficios, el primer ministro tenía que resolver la cuestión de los submarinos alemanes que asolaban las rutas comerciales atlánticas. El 31 de Enero de 1917, esta cuestión, que ya era problemática, pasó a primer plano tras la declaración alemana de una guerra submarina sin cuartel. Varios buques españoles fueron inmediatamente hundidos a sangre fría, lo que reavivó el problema de la conveniencia de unirse o no a los aliados. Romanones, simpatizante desde el principio de la causa aliada, vio en este episodio una oportunidad perfecta para, como mínimo, romper las relaciones con Alemania y Austria-Hungría. Sin embargo, ante el estallido de la revolución en Rusia, muchos liberales que hasta entonces apoyaban dicha iniciativa veían ahora con terror cualquier medida que acercara España a la guerra. El gabinete, consciente de este hecho, negó su respaldo al conde que, el 19 de Abril, desencantado, dimitió en favor de García Prieto.
  18. En cierto sentido, la caída de Romanones puede considerarse un presagio de la crisis general de 1917. Con el aliento de la Revolución rusa, las demandas de democratización de España se pusieron a la orden del día, especialmente cuando el nuevo gobierno declaró el estado de sitio y suspendió las Cortes. Convencidos, primero, de que Romanones había sido derrotado por las simpatías progermánicas de palacio y, segundo, de que la guerra conduciría a la revolución, los socialistas y republicanos lanzaron una campaña concertada a favor de la intervención. En cuanto a la UGT y la CNT, acordaron proceder a declarar la huelga general revolucionaria con la que amenazaban al gobierno desde el verano anterior.
  19. Pese a la importancia de estos acontecimientos, el detonante real de la crisis de 1917 procedió de una fuente muy distinta: el 1 de Junio, estallaba en Barcelona una rebelión militar generalizada. Para comprender este episodio, debemos volver sobre la guerra de Marruecos. De una manera resumida, podemos decir que, en el periodo que media entre 1909 y 1914, se había producido la aparición de nuevas divisiones en el cuerpo de oficiales. Uno de los múltiples factores que había provocado el espectacular superávit de oficiales en el ejército era el uso generalizado de la promoción selectiva, por lo que en 1899 se decidió que el ascenso estaría exclusivamente en función de la antigüedad, como ya ocurría con los cuerpos facultativos. Sin embargo, esta decisión había de toparse con la guerra en Marruecos, pues los oficiales enviados al Protectorado se sentían naturalmente merecedores de mayores recompensas que quienes se habían quedado en la patria, con el agravante de que los voluntarios que se presentaba para dirigir el número cada vez mayor de tropas nativas procedían de naturalmente del grupo de oficiales más temerario y ambicioso del conjunto del ejército español (entre ellos estaba un diminuto subalterno con un carácter de hierro llamado Francisco Franco Bahamonde). Sea como fuere, así surgió la facción de los “africanistas”, un grupo de presión que había de tenerse presente, especialmente porque pronto se granjearon la confianza del rey: Alfonso XIII no sólo veía en ellos la oportunidad de manipular al conjunto del ejército, sino que le agradaba sobremanera la aventura africana.
  20. De todos los efectos de la guerra de Marruecos, pocos fueron tan perniciosos como la aparición de los africanistas. Cultivaban una imagen basada en la violencia extrema, la obediencia ciega, el coraje suicida, la fuerza del terror y la supremacía del poder militar, con la que consiguieron forzar al gobierno a reintroducir el principio de la promoción selectiva. Aunque todo ello estuviera vinculado al heroísmo en el campo de batalla, era inevitable que produjeran hostilidad y descontento en el resto del ejército, especialmente porque la situación en España era deficiente y los historiales militares de los africanistas, insignificantes. Antes del estallido de la primera guerra mundial, gran parte del ejército español se iba enfureciendo y distanciando del gobierno. A medida que avanzó el conflicto, estos ánimos se encresparon por la pérdida de poder adquisitivo de los oficiales por mor de la inflación, por no mencionar la nueva batalla entre liberales y conservadores para abordar la cuestión de la reforma militar. Como el gobierno Dato cayó antes de poder tratar el tema, el testigo se le cedió por consiguiente a Romanones. El resultado fue la preparación de una nueva ley militar, cuyos puntos sobresalientes eran una reducción del número de grados superiores, una edad de retiro más temprana, una congelación parcial de los ascensos, la introducción general del principio de promoción selectiva y la supeditación de los ascensos por antigüedad a pruebas de aptitud. En principio, dichas medidas habían de generar un superávit de 11 millones de pesetas, que se utilizarían para mejorar la formación y el equipo del ejército y aumentar sus efectivos hasta 180000 hombres.
  21. Para los millares de oficiales que vegetaban en las guarniciones de la península, todo eso hacía presagiar un futuro súbitamente incierto. Hoscos y resentidos, muchos se plantearon la posibilidad de resistir, especialmente por conducto de las denominadas “juntas de defensa” que los diferentes cuerpos de servicio del ejército habían creado durante los últimos treinta años para la defensa de sus intereses. Estas juntas se estaban convirtiendo en poderosos grupos de presión con ciertos éxitos en su haber –los representantes de la artillería y de los ingenieros, por ejemplo, habían desbaratado varios intentos de imposición de la promoción selectiva- y las reformas inminentes reavivaron, como es obvio, sus actividades. Pero la infantería carecía de una junta de defensa y, en Otoño de 1916, un grupo de oficiales de dicho cuerpo de la guarnición de Barcelona se dispuso a subsanar esta carencia. Explotando la enemistad de los oficiales de provincias por los destinados a los puestos más cómodos de los alrededores de Madrid, por no mencionar la camarilla de generales cortesanos que rodeaban al rey, pronto recabaron muchos apoyos en Barcelona y otros lugares, al tiempo que elaboraban un estatuto que imponía el secreto a todos los miembros del movimiento y les vinculaba a acatar sus decisiones.
  22. El movimiento de infantería, organizado mucho mejor que sus homólogos en el resto del ejército, suponía una grave amenaza para los planes del gobierno, por lo que éste ordenó su disolución, topándose con una resistencia encarnizada. Cuando perdió por completo el control de la situación, el pánico se apoderó del gobierno de García Prieto y se detuvo a los líderes de los junteros. Sin embargo, fue un intento vano: grandes secciones del cuerpo de oficiales reaccionaron ofendidas y, el 1 de Junio, el comité interino que había sustituido a la Junta Superior encarcelada emitió un largo manifiesto en el que combinaba expresiones estridentes de tono regeneracionista con una llamada a la rebelión militar. Conmocionado, el gobierno cedió y ordenó la liberación de todos sus prisioneros. Pero no estaba dispuesto a realizar más concesiones: entre otras cosas, los junteros querían un aumento salarial inmediato, la destitución de varios generales, recortes más pequeños en los cuerpos de oficiales y el reconocimiento inmediato de las juntas de defensa. Por todo lo cual, el 9 de Junio, el gobierno de García Prieto dimitió, demostrando, una vez más, que el principio de la supremacía civil era vacuo.
  23. No puede encarecerse bastante el hecho de que, al menos en sus orígenes, la revuelta juntera fuera un acontecimiento completamente apolítico. Pese a todo, sirvió de elemento catalizador de una crisis auténticamente política y social. Así, las fuerzas de la oposición estaban convencidas de que los junteros eran tan partidarios como ellos de la democratización de España. Aunque no se tratara más que de un autoengaño, la rebelión hizo tambalearse la estructura del Estado: los funcionarios públicos de toda índole, tan mal pagados y frustrados como el cuerpo de oficiales de la Península, comenzaron a crear sus propias juntas de defensa, para oponerse a los recortes de Romanones (la nueva Ley de Ejército se insertaba en un programa a gran escala de reducción del gasto público). Mientras tanto, indignados por el hecho de que el rey hubiera nombrado a Dato en sustitución del conde, los reformistas, republicanos y socialistas formaron una gran alianza destinada a forzar la reapertura de las Cortes por el gobierno en calidad de asamblea constituyente. En minoría, los partidarios de Dato no pudieron inaugurar Cortes, por lo que éstas siguieron cerradas a cal y canto. Ante esta situación de punto muerto, los tres aliados acordaron organizar una revuelta armada. Al mismo tiempo la crisis adquiría una nueva dimensión. Aunque Cambó se había mantenido al margen de la coalición revolucionaria, estaba decidido a imponer cierto grado de cambio político. Ante la negativa del gobierno a reabrir las Cortes, el líder catalán consideró que la única salida era la constitución de una “asamblea de parlamentarios” que alejara a reformistas, republicanos y socialistas de objetivos más peligrosos y evitara así que los junteros, inquietos, abrazaran las fuerzas de la reacción. En esta asamblea, celebrada el 19 de Julio en Barcelona, todos los partidos no dinásticos convinieron en una lista de demandas entre las que figuraba la restauración de todas las libertades civiles, el nombramiento de un gobierno por encima de los partidos y la convocatoria de Cortes constituyentes.
  24. Si Cambó confiaba en que el movimiento asambleario encauzara la estridente barahúnda imperante en canales exclusivamente políticos, su desengaño fue mayúsculo. Los socialistas, asustados ante la huelga general revolucionaria que teóricamente iban a convocar, tendían a apoyar su táctica, pero corrían el peligro de ser superados por la izquierda. Así, aunque la CNT hubiera alumbrado en 1917 un grupo moderado proclive a pensar que una república democrática era un requisito previo indispensable para la consolidación del sindicalismo, y otro más radical que creí que los trabajadores podían imponer su utopía inmediatamente, costó muchísimo trabajo evitar la convocatoria inmediata de una huelga.
  25. La táctica de Cambó tenía pocas probabilidades de éxito, especialmente debido a la respuesta del gobierno. Dato, deseoso de darle la réplica al movimiento obrero, aprovechó un conflicto relativamente menor en el sector del ferrocarril para forzar a la CNT y la UGT a ponerse en acción antes de estar preparadas: la huelga general fue finalmente declarada el 13 de Agosto. Exactamente como había previsto el gobierno, sus resultados fueron desastrosos. Aunque tuvo repercusión en la mayoría de las ciudades y áreas industriales de España, los recelos mutuos, la planificación inadecuada y la represión del gobierno se combinaron para mojar la pólvora del movimiento obrero. En cuanto a la esperanza de que el ejército se uniera a los huelguistas, era totalmente infundada, como se vio por la ferocidad con la que los junteros restauraron el orden, ferocidad exacerbada por la resistencia armada de algunos pistoleros de la CNT. El 18 de Agosto, el movimiento había muerto en la mayor parte de España, con la única excepción de Asturias, donde los fuertes y bien organizados mineros aguantaron más de dos semanas.
  26. Pese a la alarma creada por estos acontecimientos, la huelga general revolucionaria tanto tiempo planificada fue un desastre. Pero seguían en pie los junteros y el movimiento asambleario. Pese a haber aplastado la huelga general, el descontento de los junteros se había vuelto a agravar, pues el retorno de Dato al gobierno hacía temer la vuelta a la idea de que todo seguía igual. Si los junteros habían ayudado a acabar con la huelga general, los mediocres ancianos que les guiaban soñaban con implantar un movimiento regeneracionista en España y erigirse en los salvadores de la patria. Los junteros, que salieron de la huelga convencidos de que eran indispensables para el país, se enfurecieron cuando el ejército fue puesto en la picota por los ochenta muertos provocados por la represión (llegó a afirmarse que la decisión de convocar la huelga había sido una maniobra perversa para desacreditar al ejército ante los ojos del pueblo). Más determinados que nunca a modificar al ejército –sus demandas se habían engrosado ahora con la purga del generalato y la abolición definitiva de la promoción selectiva- los junteros insistieron con mayor estridencia que nunca en la conveniencia de la regeneración: el 23 de Octubre, dieron setenta y dos horas a Alfonso XIII para la formación de un gobierno nacional.
  27. Afirmar que el gobierno no estaba en condiciones de replicar a estas presiones es poco. Hasta ese momento había contado con el respaldo tácito de los liberales, pero la huelga general había asustado hasta tal punto a Cambó que abandonó directamente a la izquierda y se puso a buscar un acuerdo con aquéllos, quienes, por su parte, convencidos de que no había peligro en volver al régimen político habitual, empezaron a defender la idea de un nuevo turno. Alfonso XIII, presintiendo que la crisis tenía salida –y, naturalmente, reticente a recurrir al ejército- despidió a Dato y resolvió la crisis mediante la formación de un gobierno de coalición encabezado por García Prieto y compuesto entre otros por la Lliga, los mauristas y los seguidores del conservador de inclinaciones mauristas Juan de la Cierva.
  28. Sin embargo, no se trató del cataclismo político que puede parecer a primera vista. Pese al hecho de que una nueva reunión de la asamblea de parlamentarios exigió insistentemente una nueva Constitución y el nombramiento de Melquíades Álvarez como primer ministro, los augurios de un nuevo cambio perdían fuerza. Por ejemplo, se acordó que las nuevas elecciones se celebraran en condiciones de estricta justicia y neutralidad, para lo cual el puesto de ministro de la Gobernación se cedió a un jurista destacado y carente de fidelidades políticas, que el nuevo gabinete constara de dos catalanistas (aunque no estuviera Cambó) y que el gobierno respetara la Constitución y se abstuviera de cerrar las Cortes e interferir en los gobiernos locales. Pero lo cierto es que el ministro de la Guerra era el gran reaccionario La Cierva y que las fuerzas reformistas no habían conseguido insertar la nueva Constitución en el programa de trabajo y menos aún hacerse con el control del conjunto del gabinete. Como atestigua la rabia y desesperación de los reformistas, republicanos y socialistas por igual, la crisis de 1917 había concluido de manera decepcionante.
  29. EL TRIENIO BOLCHEVIQUE
  30. El gobierno nacional, constituido el 3 de Noviembre de 1917, tuvo que hacer frente de inmediato al hecho de que, el 7 de Noviembre, Lenin y los bolcheviques se hicieron con el poder en Rusia. La repercusión de estos hechos fue instantánea. Mientras los líderes del PSOE y UGT desaprobaban el golpe –convencidos de que la revolución sólo podía venir tras un largo periodo de gobierno burgués, consideraban a los bolcheviques poco más que una banda de saqueadores- para gran parte de sus bases y, naturalmente, para los militantes de la CNT, el panorama era muy distinto. Fueran cuales fueren las intenciones de los dirigentes, las bases del PSOE, UGT y CNT se habían lanzado a la huelga general de agosto con un fervor auténticamente revolucionario. Tras la inmensa decepción de su fracaso, la revolución bolchevique parecía un nuevo amanecer, especialmente porque la situación de Rusia se malinterpretaba en buena medida (por extraño que pueda parecer, los anarquistas, por ejemplo, veían en los bolcheviques a correligionarios).
  31. En vista de la excitación general, 1918 tenía pocas posibilidades de ser un año caracterizado por la tranquilidad. Sin embargo, ni el gobierno ni los doctrinarios moderados que dominaban la UGT y el PSOE hicieron gran cosa por aliviar la crispación. Pronto quedó patente que los adelantos en la vía de la reforma política serían mínimos. Por ejemplo, era capital para el conjunto del proceso de democratización el restablecimiento del principio de la supremacía civil. En este sentido, el nombramiento de La Cierva como ministro de la Guerra resultaba alentador, ya que se trataba del primer civil que ocupaba dicho cargo en la historia de la monarquía de la Restauración. Las apariencias eran engañosas: al nombrar a un civil, con la consiguiente exclusión del poder de los generales dedicados a la política, García Prieto en realidad trataba de resolver una de las principales quejas de los junteros, mientras La Cierva tendía claramente a ver en el descontento que expresaban un trampolín para sus ambiciones políticas. Pretendiendo combatir a los junteros, dedicó gran parte de su tiempo a procurar granjearse su apoyo: el paso más importante que dio en este sentido fue el anuncio de un programa de reforma militar cuyas cláusulas suponían el acatamiento absoluto de sus exigencias. Se adoptaron por lo tanto varias medidas para subir los salarios, aumentar el número de puestos, acelerar la promoción, restaurar el principio de la antigüedad y reducir las gratificaciones a los africanistas. También se contempló la creación de una fuerza aérea y la ejecución de un programa general de rearme, pero no se especificó cómo se lograría (el fracaso en la reducción del número de componentes del cuerpo de oficiales probablemente impidió la materialización de estos proyectos). En cuanto a los junteros, el hecho de que se dejaran convencer de la necesidad de reducir proporcionalmente la jerarquía de las juntas que habían surgido en todas las ramas del ejército no resulta significativo, pues siguieron campando por sus respetos.
  32. Si la modernización se había sacrificado claramente en aras del oportunismo, peor aún fue el modo en que se introdujeron las propuestas de La Cierva, que insistió en que sus proyectos se promulgaran mediante decreto ley. Ante esta exigencia, los dos catalanistas dimitieron inmediatamente, pero el primer ministro acabó por hacer dar marcha atrás a La Cierva: la llamada Ley de Bases adquirió rango de ley el 13 de Marzo. Por entonces ya se habían celebrado nuevas elecciones. Fiel a su palabra, el gobierno no intervino en los trámites, al tiempo que amnistiaba a todos los participantes en el movimiento huelguista, algunos de os cuales pudieron presentarse a los comicios. Pero, de hecho, todo quedó en agua de borrajas. Como han ilustrado los ejemplos anteriores de reformismo, el Estado no era el único culpable de los fraudes electorales: en las zonas rurales, los caciques seguían dirigiendo las cosas más o menos a su antojo, hasta el punto de que algunas pruebas demuestran que su intervención pudo ser más decisiva que nunca. Así, aunque el PSOE y los regionalistas realizaron grandes progresos, fueron contrarrestados por las grandes pérdidas sufridas por los republicanos y los reformistas, mientras la mayoría de los escaños iba a manos de los conservadores y liberales, aunque ambos estuvieran ahora escindidos en tres facciones (los conservadores, en datistas, ciervistas y mauristas: los liberales, en garciaprietistas, romanonistas y albistas). La decisión de celebrar elecciones limpias sólo sirvió, a fin de cuentas, para que ninguno de los partidos mayoritarios gozara de la mayoría aplastante habitual y, en segundo lugar, para que las discrepancias entre unas facciones y otras se exacerbaran aún más.
  33. Los resultados de las elecciones de 1918 fueron por consiguiente poco alentadores, pues quedó patente que el gobierno no tenía respuesta para los problemas sociales y económicos del país, cada día más graves (los perjuicios de la campaña de guerra submarina alemana afloraban ahora, al tiempo que el invierno 1917-1918 fue extremadamente duro). La coalición, calificada abiertamente de administración provisional, demostró pronto mayor debilidad de la que se le atribuía: ante la aparición de diferencias irreconciliables entre La Cierva, defensor de una violenta represión, y sus colegas más moderados sobre la actitud apropiada ante una huelga que había paralizado el servicio de correos y telégrafos, el 19 de Marzo, el gabinete se disolvió sumido en el caos. Vinieron días de estancamiento, pues ninguno de los candidatos obvios para reemplazar al primer ministro estaba dispuesto a asumir el mando en un momento en que no disponía de la mayoría en la cámara y no podía contar con el apoyo del ejército. Ante ese callejón sin salida, Alfonso XIII se volvió una vez más hacia Maura y, el 22 de Marzo de 1918, España entraba en lo que parecía un nuevo periodo de regeneración.
  34. Si la reaparición de Maura aplacó a los junteros y, sin duda, a gran parte del electorado pequeño-burgués que se había unido a anteriores movimientos de protesta, la izquierda no podía sino distanciarse de él. El nuevo primer ministro desconfiaba también de La Cierva, a quien no incluyó en su gabinete: pero Maura seguía siendo tan reaccionario como siempre, al tiempo que el hecho de que nombrara a Cambó ministro de Fomento sugiere que la voz de la industria pesaría mucho en sus deliberaciones. Aunque varios ministros simpatizaban con la causa de la reforma social –el nuevo gabinete englobaba a todas las facciones en que se habían dividido los partidos dinásticos- el gobierno de Maura estaba por consiguiente mal situado para apaciguar a un movimiento obrero que atravesaba un periodo de gran agitación.
  35. Para nadie fue tan patente esa agitación como para los anarquistas. Ebrio ante las gloriosas visiones provenientes de Moscú, desde los albores de 1918, el movimiento anarquista conoció un gran renacer. Sus líderes declamaban en inacabables mítines de masas, los diarios anarquistas rebosaban de elogios al bolchevismo y llamadas a los trabajadores para que siguieran su ejemplo. Hechizados por las imágenes de las ocupaciones de tierras en Rusia (aunque, teóricamente, la CNT propugnaba la colectivización, tuvo mucho cuidado en dejar flotar cierta ambigüedad sobre la cuestión), los campesinos sin tierra afluyeron a los nuevos sindicatos que se iban creando, mientras en Cataluña la violencia y frustración subían de tono. Barcelona asistió a los primeros balbuceos del terrorismo que tanto había de desestabilizar su vida en los próximos años, mientras en Andalucía se producía una ola de huelgas que dio lugar a un aumento de los salarios, una reducción de la jornada laboral, el reconocimiento de los sindicatos anarquistas como bolsas de trabajo de facto y la abolición del trabajo a destajo. El número de afiliados cenetistas, inferior a 20000 en 1917, ascendía en Junio de 1918 a 75000.
  36. Aunque la militancia estaba en auge también en las filas de los decididamente reformistas PSOE y UGT, en los cuales se produjeron los primeros síntomas de inquietud ante la posibilidad de que una “oposición de izquierdas” quedara rezagada en el movimiento obrero, el gobierno de Maura no se movilizó para resolver la situación. Así, en su calidad de ministro de Fomento, Cambó apoyó un programa centrado en la mejora del transporte, un mayor uso de los sistemas de riego y una mayor expansión de la energía hidroeléctrica. Unas medidas radicales a su manera, pero que ofrecían poca ayuda inmediata a los trabajadores, mientras el resto del gobierno se opuso instintivamente a la gruesa carga en términos de endeudamiento que habría supuesto inevitablemente el intervencionismo de Cambó. No está claro si el líder de la Lliga habría podido alcanzar sus objetivos, pero el gobierno nacional estaba en realidad tan dividido que, en cualquier caso, no podía sobrevivir demasiado tiempo. Podían haberse planteado problemas en cualquiera de los elementos de una serie de puntos flacos, pero en este caso fue Santiago Alba quien precipitó la crisis. Enfurecido ante el trato preferente que el programa de Cambó concedía a Cataluña, se convenció de que la victoria aliada, que a la sazón ya era un fait accompli, exigía la formación de un gobierno abiertamente democrático. Tomando como pretexto un hecho menor, el 9 de Octubre dimitió de su cargo con la esperanza de precipitar la caída del gobierno y no dejar al rey más opción que formar un gabinete más progresista. Maura consiguió mantener a flote su gobierno pero, el 27 de Octubre, Dato siguió el ejemplo de Alba alegando mala salud, al tiempo que muchos conservadores expresaban su oposición a los adelantos moderados efectuados en la imposición directa por el gobierno, en aplicación de su programa de regeneración. Agotado, Maura no podía soportar más reveses por lo que, el 6 de Noviembre, presentó su dimisión.
  37. El final de la primera guerra mundial, cinco días después, no alivió la tensa situación española. Aunque no se produjo un fin abrupto del auge económico registrado en tiempos de guerra, la situación ya era de por sí mala, a lo que hay que sumar que España empezaba a sufrir los primeros estragos de la epidemia de gripe que asoló Europa al final de la guerra. Ante esta situación, el movimiento obrero se habría de reforzar inevitablemente. Los anarcosindicalistas, con unos 75000 afiliados en 1918, habían aumentado a finales de año en un tercio. Los socialistas tampoco se quedaban atrás. Así, aunque abogaran por el electoralismo, incluso los “pablistas” dominantes se entusiasmaron tanto por el fin de la guerra que adoptaron una retórica cuasi-revolucionaria, mientras las bases eran subyugadas por el ejemplo de la CNT. Una vez la guerra ganada, por otra parte, la actitud ante el bolchevismo por parte de los líderes se hizo más tolerante, de modo que, en Noviembre de 1918, el movimiento socialista era presa de un fervor genuino. Al mismo tiempo aumentaba su número de afiliados: el PSOE pasó de 32000 en 1918 a 53000 en 1920, mientras la UGT pasaba de 89000 a 211000.
  38. Este fenómeno estuvo acompañado por una nueva intensificación del descontento social. Así, en la provincia de Córdoba se asistió, a principios de Noviembre, al desencantamiento de una gran huelga general, en la que participaron no menos de cuarenta y cuatro pueblos distintos y que agrupó a braceros, artesanos, tenderos y trabajadores domésticos. Es ocioso preguntarse si el gobierno estaba en condiciones de hacer frente a esta agitación. Tras la caída de Maura, García Prieto había formado un gobierno completamente liberal, con la excusa, primero, de que los liberales tenían una ligera mayoría sobre los conservadores y, segundo, de que su imagen era mucho más aceptable a los ojos de los aliados. Sin embargo, pronto quedó patente la gran vulnerabilidad de García Prieto: las disputas sobre la respuesta precisa para acabar con la excitación general en Cataluña y el País Vasco por los famosos “catorce puntos” condujeron al derrumbamiento de su administración después de tres escasas semanas.
  39. La caída de García Prieto el 3 de Diciembre de 1918 dejó clara la urgencia del problema catalán, por lo que la reacción de rey fue encargar la formación de gobierno al conde de Romanones quien, como recordaremos, había sido el principal responsable de la creación de la Mancomunidad. Sin embargo, aquél se negaba a hacer concesiones de cualquier tipo a los catalanes y éstos, por su parte, tendían a plantear exigencias que ningún gobierno de Madrid habría tolerado, por lo que el nuevo primer ministro fue incapaz de asegurarse el apoyo de los garciaprietistas, los albistas o la Lliga. En pocas palabras, el gobierno de Romanones, incluso si no se hubiera hundido por problemas de otro tipo, tenía pocas probabilidades de supervivencia.
  40. Los dos días inmediatamente posteriores a la guerra, la situación en Barcelona era particularmente tensa. El gobernador civil, deseoso de evitar disturbios, había tratado de reforzar la posición de la sección más moderada de la dirección de la CNT (personificada en el secretario general de la sección catalana de la organización, Salvador Seguí, dichos hombres representaban una tendencia sindicalista al alza, cuyo objetivo no era derribar la sociedad capitalista, sino mejorar la situación de las clases trabajadoras). En un rasgo típico de la época, su autoridad fue puesta en entredicho por el capitán general Joaquín Milans del Bosch, mucho más rígido. Milans temía la excitación creciente del catalanismo. No sólo había aparecido una formación abiertamente separatista –la Federació Democràtica Nacionalista- constituida por un demagogo emotivo y romnántico llamado Francesc Macià, sino que los oficiales eran atacados en plena calle. Absolutamente furioso, Milans forzó a Romanones a suspender las garantías constitucionales en Barcelona, que aprovechó para apretar las clavijas no sólo a los catalanistas, sino también a la CNT, una provocación que la empujó a declarar una huelga general. Deseosos de enfrentarse a la “amenaza bolchevique” –que era exactamente lo que querían tanto Milans como los empresarios- hicieron uso de inmediato de los métodos más draconianos para acallar a los huelguistas. Pero eso sólo sirvió para galvanizar la resistencia de los obreros, y Romanones, que no había estado nunca del todo convencido de la conveniencia de reprimir a los trabajadores, llegó a la conclusión de que la única salida era la conciliación. Con una determinación encomiable, el primer ministro sustituyó al gobernador civil y al jefe de policía por hombres capaces de llegar a un acuerdo con los huelguistas, de suerte que, en tres días, se realizaron grandes concesiones a los trabajadores.
  41. Una vez aceptada esta solución de compromiso por ambas partes, cabía esperar que la ciudad volviera a la normalidad, pero de hecho el pacto fue saboteado por Milans, quien presentó su dimisión antes de cumplir su parte del trato (es decir, liberar a los cenetistas encarcelados). Sabedor de que Milans contaba con el apoyo de los junteros, Romanones no tuvo más opción que permitirle seguir en el cargo, por lo que el acuerdo con los obreros se fue al traste. Cuando esto provocó una reanudación de la huelga, además, el capitán general se puso a dar mandobles a diestro y siniestro. Protegidos por la ley marcial, millares de soldados, policías y somatenes patrullaron las calles, se encargaron de la gestión de los servicios públicos municipales, intimidaron a las clases bajas y obligaron a abrir a los numerosos pequeños comercios que habían secundado la huelga. En cuanto a los sindicatos, se cerraron los locales, se arrestó a sus líderes, se confiscaron sus archivos y se suspendieron sus actividades: a principios de Abril, los huelguistas tuvieron que volver al trabajo. El gobierno, humillado por Milans, trató de restablecer cierto equilibrio decretando la jornada laboral de ocho horas (una cláusula fundamental del trato original), pero el capitán general mostró lo que opinaba de tales iniciativas despidiendo a los enviados de Romanones con el pretexto de que comprometían sus intentos de restaurar el orden.
  42. Romanones, en una situación intolerable, dimitió el 15 de Abril de 1919. Como reconoció tácitamente, el ejército era el gobernador real de España, en cuya calidad procedió a radicalizar la situación hasta límites desconocidos. Pese a la retórica revolucionaria de la CNT, sus figuras más destacadas –Salvador Seguí y el editor de Solidaridad Obrera, Ángel Pestaña- eran en realidad reformistas encubiertos que creían que la tarea inmediata del movimiento sindicalista era aglutinar sus fuerzas y trabajar por la mejora de la situación de sus miembros. El sindicalismo que representaban gozaba de una gran implantación entre los militantes catalanes, que constituían dos tercios de los efectivos de la CNT, y hay que convenir que poco contenido revolucionario habían tenido los acontecimientos que habían conmocionado a Barcelona. Sin embargo, la CNT siempre había dado cabida a varios anarquistas puros, que seguían apegados a la idea de la huelga general revolucionaria, mientras en sus filas habían comenzado a infiltrarse jóvenes desarraigados venidos a Barcelona en busca de trabajo y que habían acabado viviendo vidas marginales bordeando el hampa. Acostumbrados a la violencia, dichos elementos tuvieron un papel central en los hechos de 1909 y se sintieron naturalmente atraídos por el concepto de terrorismo revolucionario, asociándolo con una paga regular, poco trabajo y mucha diversión. Los dirigentes como Seguí, que los temían y despreciaban, consiguieron mantenerlos más o menos bajo control hasta 1918, pero la derrota de la huelga general inevitablemente los puso en primer plano, especialmente porque en la represión posterior se incluyó en la lista negra a muchos militantes, que no tuvieron más medio de trabajo que el terrorismo.
  43. Ante la decantación progresiva de la CNT por la revolución y el terror, las autoridades militares se las ingeniaron para empeorar en lo posible la situación. Ya antes de la primera guerra mundial las fuerzas del orden habían recurrido al empleo de terroristas propios –procedentes, curiosamente, de la misma extracción que los pistoleros de la CNT- para actuar como agents provocateurs, desacreditar el movimiento obrero y asesinar a activistas obreros significados. Esta opción atraía mucho a Milans y los empresarios, de modo que los primeros meses de 1919 se asistió a la creación de una banda terrorista bajo la dirección de un oficial de policía caído en desgracia cuando la CNT reveló que había dirigido un círculo de espionaje alemán. Comenzó entonces una serie de asesinatos brutales.
  44. Pese a la terrorífica situación de Barcelona, la atención de las clases pudientes se centraba en 1919 sobre todo en Andalucía, donde los disturbios agrarios de 1918 habían tenido una intensidad desconocida hasta entonces, pues se habían llevado a cabo intentos de colectivización y de implantación de “repúblicas soviéticas”. Absolutamente aterrados, los propietarios comenzaron a abandonar sus fincas para refugiarse en las ciudades y poblaciones rurales: algunos llegaron a huir del país. Ante esta situación, el candidato obvio para sustituir al conde era el duro e intransigente Maura, teniendo en cuenta además que era el único que contaba con el respaldo de los junteros. En un primer momento, al parecer, Maura trató de reconstruir el gobierno de concentración del año anterior, pero las divisiones eran tan grandes que resultó imposible, de modo que no tuvo más remedio que formar un gabinete compuesto exclusivamente de mauristas y ciervistas. Llevó adelante una enérgica política de represión, obtuvo un decreto de disolución de las Cortes y convocó nuevas elecciones. Dichos comicios fueron desastrosos. Maura, que siempre había prohibido a sus partidarios formar una organización propia, no podía esperar que cosecharan buenos resultados, pues frente a ellos los caciques del Partido Conservador se habían mantenido en conjunto fieles a personajes más representativos de las principales corrientes de opinión. De modo que, por primera vez en la historia, un gobierno no se alzó con la mayoría en las elecciones generales (las cifras exactas son 104 mauristas y ciervistas, 93 datistas, 133 liberales, 30 socialistas, reformistas y republicanos, 23 regionalistas y 15 de otros grupos). En cuanto la asamblea se hubo constituido, Maura se vio obligado a dimitir, aunque, en vista del cisma que se estaba produciendo en el seno de los mauristas, escindidos entre un ala a grandes rasgos social-católica y otra absolutamente reaccionaria, es de suponer que una victoria electoral no habría cambiado excesivamente las cosas. Sea como fuere, era necesaria una figura de compromiso aceptable para todas las partes, por lo que el rey escogió al muy respetado datista Joaquín Sánchez de Toca.
  45. Sánchez de Toca, físicamente poco agraciado y mal orador, poseía en cambio talento y sentido común. Rechazando conceptos nebulosos como la “revolución desde arriba” y la idea de que la cuestión del orden público podía resolverse exclusivamente mediante la represión, emprendió una política de conciliación. Barcelona recibió un nuevo gobernador civil que creía en la conveniencia de la moderación y la reforma social, y al que Milans no podía poner peros, pues se trataba de un destacado juntero que había sido el editor durante mucho tiempo de un influyente periódico militar. Sánchez de Toca levantó el estado de sitio, decretó una amnistía general y creó una comisión especial compuesta por representantes del gobierno, la industria y los trabajadores para analizar la situación de Barcelona. Por un breve lapso de tiempo, estas iniciativas dieron fruto: como Milans y los empresarios se vieron forzados a replegarse, Seguí entabló jubiloso nuevas negociaciones y ordenó la vuelta al trabajo de todos los cenetistas.
  46. Pero esta tregua fue breve. Negándose a abandonar su trayectoria de violencia, los pistoleros anarquistas no estaban dispuestos a transigir, contando como contaban además con el apoyo tácito de los numerosos militantes que rechazaban el sindicalismo de Seguí (durante 1919 las alas sindicalista y anarquista de la CNT se habían hecho irreconciliables). Es discutible que los sindicalistas pudieran o no mantener el control de la situación, pues perdieron dicha posibilidad en la medida en que la economía española se sumió en la recesión que se cernía sobre ella desde 1918 (la expansión económica que trajo aparejada la guerra mundial se había cimentado a menudo sobre unos fundamentos sumamente endebles: en Asturias, por ejemplo, muchas de las minas explotadas durante la guerra dependían del carbón que producían y vendían a precios tres veces superiores a los de la época anterior a la guerra). Los empresarios, decididos a reducir los costes, impusieron repentinamente un cierre forzoso generalizado que, a finales de Noviembre, había afectado a más de 200000 trabajadores. Enfurecidos, los sindicatos renovaron sus actividades huelguistas y abandonaron la comisión especial que, de hecho, acababa de llegar a un acuerdo que habría permitido devolver una auténtica estabilidad a las relaciones laborales en Barcelona.
  47. La concatenación de estos hechos sumió a Cataluña en un purgatorio del que resultaba difícil salir. Mientras Barcelona seguía bloqueada por los cierres forzosos y las huelgas, los pistoleros de ambos bandos se lanzaban a una espiral de asesinatos que iba a costar un mínimo de 1500 vidas. La situación se agravó cuando la CNT hubo de hacer frente a un sindicato de inspiración carlista conocido como el Sindicato Libre. En poco tiempo, el aparato de terror se había descontrolado por completo. Los patronos no sólo comprendieron que frenar la actividad de los pistoleros podía hacer que éstos los mataran, sino que, en particular en la CNT, había grandes reticencias a tomar cualquier iniciativa que pudiera poner en peligro a un compañero. De modo que los pistoleros, impunes, pudieron extender sus actividades a terrenos en los cuales su legitimidad era más y más dudosa. Florecieron el fraude organizado y el chantaje, los pistoleros se financiaron cada vez más mediante el robo de bancos y la extorsión a los trabajadores, lo que sólo beneficiaba a los adalides de una dictadura.
  48. Sánchez de Toca, ante el descontrol de Barcelona, dimitió en cuanto se le ofreció un pretexto. Era el 5 de Diciembre de 1919. Forzado a buscar el cuarto gobierno en menos de un año, Alfonso XIII se vio una vez más en una situación harto delicada, especialmente ante la agitación de los anarquistas y socialistas. La CNT, con 760000 afiliados y seguí en retirada, celebró el 10 de Diciembre de 1919 un congreso en Madrid, en el que proclamó su apoyo a los principios colectivistas, rechazó las iniciativas de fusionar el movimiento con la UGT, mostró un gran entusiasmo por la revolución bolchevique y votó por adherirse a la Tercera Internacional, con sede en Rusia. En cuanto al PSOE y la UGT, aunque sus dirigentes seguían siendo tan reformistas como siempre, las bases se radicalizaban por el efecto combinado de la recesión económica, el enorme crecimiento de la CNT, la desilusión por los resultados de la primera guerra mundial y el advenimiento de la Tercera Internacional. En una conferencia que celebraron en Madrid, al mismo tiempo que los anarquistas, los pablistas lograron imponerse, pero sólo a cambio de aceptar un debate sobre la adhesión a la Tercera Internacional en un futuro próximo.
  49. En suma, de una manera u otra, estaba claro que 1920 sería aún más complejo que los años anteriores: para hacerle frente habría un gobierno más débil que nunca. Se trataba de una frágil coalición entre oportunistas liberales y conservadores, encabezada por un inepto maurista llamado Manuel Allendesalazar, cuyo único objetivo era la supervivencia, de modo que no hizo nada para resolver el problema social, al tiempo que lo hacía todo para ganar a su causa a los junteros. La represión consiguiente fue tan dura que incluso algunos de los miembros del gabinete se opusieron y, el 3 de Mayo de 1920, el gobierno acabó por venirse abajo, pasándole el testigo a un más que reticente Dato. El nuevo primer ministro, reformista por instinto en lo tocante a cuestiones sociales, volvió a una política de conciliación y, por un momento, pareció una vez más que podrían realizarse auténticos progresos: muchos militantes fueron excarcelados, por ejemplo, mientras se promulgaban varios decretos para la imposición de controles sobre el alquiler en las grandes ciudades de España, se fomentaba la oferta de viviendas baratas y se hacía más rigurosa la legislación en materia de compensación a las víctimas de accidentes laborales.
  50. Sin embargo, los intentos de conciliación de Dato serían efímeros, pues el fantasma de la revolución cada vez visitaba con mayor asiduidad al primer ministro. Empujado por el hecho de que las huelgas y los asesinatos seguían a la orden del día, sustituyó a los reformistas que había nombrado para los puestos de ministro de la Gobernación y gobernador civil de Barcelona por reaccionarios célebres: en particular, la persona escogida para el último puesto fue el general tristemente famoso por su brutalidad Severiano Martínez Anido. El general, que ya era gobernador militar de la ciudad, se granjeó prestamente el apoyo del Sindicato Libre, movilizó al somatén y se embarcó en un ataque a la CNT de una ferocidad sin precedentes. Huelga precisar que los anarquistas no permanecieron impasibles frente a las nuevas medidas, por lo que el resultado inmediato de las iniciativas de Martínez Anidio fue provocar un aumento considerable de los ataques terroristas y una huelga general casi total. Pero la lucha no podía continuar, pues, en un año, el movimiento libertario de Barcelona había sido desestructurado.
  51. Mientras Martínez Anido aplastaba la CNT en Cataluña, el trienio bolchevique decaía en el resto del país. En cuanto al otro epicentro principal de agitación anarquista, la represión nunca había menguado en el campo (hasta los ministros conservadores más progresistas eran tan contrarios como incapaces de considerar seriamente la posibilidad de una reforma agraria). Mientras tanto, la grave caída de las exportaciones agrícolas provocada por la recesión empujaba a los terratenientes, ahora mucho mejor organizados, a adoptar una línea más dura contra las huelgas, forzando la baja de los salarios y dejando en barbecho buena parte de sus tierras. Los campesinos, objeto de constantes represiones, represalias y empobrecimiento, perdieron la fe en el movimiento anarquista. En las ciudades más grandes, el anarquismo sobrevivió con mayor pujanza, mientras las regiones mineras seguían siendo muy combativas, pero el movimiento libertario no estaba desgastado sólo en Cataluña.
  52. Consciente del empeoramiento de la situación, en Diciembre de 1920, los líderes de la CNT llevaron a cabo un último esfuerzo. Como hemos visto, Martínez Anido fue recibido con una huelga general, y ahora se realizaba un intento desesperado de extender dicha huelga al resto del país, invocando los términos de una alianza que el creciente clima de represión había forzado a la CNT a firmar tres meses antes con la UGT. Sin embargo, dado que ésta sólo había respondido a esa invitación con la esperanza de ir preparando el terreno para una futura conquista de sus bases, se negó a secundar la llamada a la huelga de la CNT, que entró en una crisis muy grave.
  53. En muchos sentidos, esta huelga general fallida de Diciembre de 1920 fue el último suspiro del trienio bolchevique y explica por qué no estalló una crisis auténticamente revolucionaria en España al finalizar la primera guerra mundial. Aunque es cierto que el orden establecido no perdió nunca su capacidad de reprimir los desórdenes, la izquierda estaba sumida en la discordia. La aparición del comunismo había complicado aún más la situación, pues tanto socialistas como anarquistas eran acosados por demandas cada vez más insistentes de adhesión a la Tercera Internacional (en Abril de 1920, un grupo de disidentes del movimiento juvenil del PSOE formó un pequeño Partido Comunista de España, y el PSOE votó a favor de la adhesión a la Tercera Internacional dos meses después). El movimiento obrero no sólo estaba desunido, sino que carecía de aliados (la alianza de 1917 con los republicanos se había disuelto por completo hacía tiempo) y dependía de unos afiliados cuyo grado de compromiso era harto cuestionable. En pocas palabras, el trienio no había tenido nada de bolchevique y la revolución seguía siendo algo muy lejano.
  54. ANNUAL
  55. Aunque el fracaso de la huelga general de diciembre de 1920 marcara el fin del trienio bolchevique, no constituyó una tregua para la asediada monarquía de la Restauración. En primer lugar, la depresión posbélica había llegado a su punto culminante: los despidos abundaban en la minería, los textiles, la ingeniería, el hierro y la siderurgia. La agitación obrera seguía viva y el sistema político iba a tener muchas dificultades para convencer a un orden establecido cada vez más histérico de que podía continuar defendiendo sus intereses. Pese a todo, el sistema podría haber seguido sobreviviendo a duras penas, pero, en Julio de 1921, las tropas españolas de Marruecos sufrieron un revés de tal magnitud que puso de rodillas al gobierno constitucional.
  56. Antes de proseguir, cabe puntualizar que el peligro que pudo representar la izquierda se había diluido todavía más en el curso de 1921, pues los anarquistas y socialistas se enfrentaban ahora a las divisiones internas más graves de su historia. Así, en 1920, el PSOE, la CNT y el PCE enviaron misiones a Moscú para solicitar la admisión en la Tercera Internacional, pero tan sólo el PCE estuvo conforme con lo que vio: mientras la delegación del PSOE volvió a España profundamente escindida, la CNT regresaba aterrada y conmocionada, pues era manifiesto que el régimen comunista no sólo se basaba en el terror y la dictadura, sino que también tenía por objeto la destrucción completa del sindicalismo. Concurrían todos los ingredientes necesarios para la explosión de una serie de disputas feroces. En el PSOE, el asunto quedó zanjado en un congreso extraordinario tormentoso, celebrado en Abril de 1921, en el que una amplia mayoría votó contra la afiliación a la Tercera Internacional, aunque a expensas de una nueva escisión que condujo a la creación de un segundo grupo comunista conocido con el nombre de Partido Comunista Obrero Español. En la CNT, en cambio, un pequeño grupo de militantes liderados por Andreu Nin y Joaquín Maurín había hecho suyas las ideas leninistas y presionaba para la adhesión al Komintern. Por obra de la detención de numerosos dirigentes cenetistas, lograron adquirir un ascendente considerable en el movimiento, pudiendo arrancar el compromiso de adhesión de la CNT a la internacional sindical conocida con el nombre de Profintern, que a la sazón se estaba creando en Moscú. Sin embargo, sus esfuerzos se fueron al traste cuando se recibió el informe de la delegación enviada a Rusia: en cuanto se pudo celebrar un congreso de la CNT, se decidió romper cualquier contacto con Moscú. Nin y Maurín, que discrepaban con esta decisión, se separaron para formar un movimiento comunista-sindicalista independiente. En esta asamblea quedaron también arrinconados los elementos más puros del anarquismo dentro de la CNT, pues se votó a favor de la adopción decidida de la política de Salvador Seguí, aunque la unidad ideológica así establecida resultó poco significativa, ya que la CNT había quedado en una posición muy marginal (al propio tiempo, pequeños grupos de militantes seguían intrigando contra la dirección, con la esperanza de reconquistar al movimiento para la causa de la revolución).
  57. Por todo ello, a principios de la década de 1920 el movimiento obrero estaba en un estado de extrema confusión. Los dos partidos comunistas se fusionaron en Noviembre de 1921, pero no lograron atraer a las bases socialistas y anarquistas, con lo que su fundación sólo trajo consigo disensiones y recelos, en detrimento, como es de suponer, de los esfuerzos de la UGT y la CNT de resistir a los intentos de la patronal de imponer reducciones salariales y el cierre de las empresas no rentables. El movimiento obrero estaba en crisis y perdía afiliados. Ya en las elecciones generales que convocó Dato en Diciembre de 1920, el precio de la permanencia de los socialistas en el poder fue la considerable pérdida de votos subsiguiente. Como cabía esperar, Dato incrementó el número de escaños de sus partidarios, que pasaron de 93 a 179. Su triunfo, una vez más, fue efímero: el 8 de Marzo de 1921, un grupo de pistoleros anarquistas le tendió una emboscada cuando iba en su coche y lo asesinó a tiros. Al margen de ofrecer un pretexto para la persecución de la izquierda, su muerte no tuvo gran resonancia: aunque Dato se esforzaba por restaurar la unidad del Partido Conservador, España se iba a sumir en un abismo del que no le habrían podido sacar todos sus desvelos.
  58. Volvamos ahora a Marruecos, donde la primera guerra mundial había constituido, por varios factores, un periodo de engañosa tranquilidad. En realidad, la situación era harto inestable. El Protectorado español, sumamente pobre y aún por conquistar en buena medida, fue asolado por hambrunas repetidas que la administración colonial no se tomó grandes molestias por aliviar: la agitación subsiguiente fue potenciada por la política de la metrópoli, fiel al lema de “divide y vencerás”, que le granjeó numerosos enemigos y apenas sí le prestó algún apoyo sólido. Aunque los disturbios estaban garantizados, las fuerzas españolas apenas impresionaban, pues el grueso de la guarnición estaba constituido todavía por personas reclutadas contra su voluntad y cuyas condiciones de vida eran tan miserables como de costumbre, por mor del alto grado de corrupción de la administración militar. Resultaba capital evitar a cualquier precio un conflicto, pero varias presiones –el entusiasmo colonialista del conde de Romanones, la presión del ejército destacado en Marruecos y las demandas francesas de que España acabara con las razzias que sufría constantemente en su territorio- condujeron a la reanudación de la ofensiva en la primavera de 1919.
  59. El primer año de las operaciones, la lucha se concentró sobre todo en la parte occidental del Protectorado, en la que los españoles se alzaron con algunos triunfos. Bajo el mando del general Manuel Fernández Silvestre, recientemente nombrado gobernador de Ceuta, se abrieron comunicaciones directas entre las bases principales de Ceuta, Tetuán y Larache, al tiempo que se controlaba férreamente la península de Tánger. El éxito continuó en 1920. Silvestre, transferido a Melilla, inició la ofensiva en la zona oriental, al tiempo que en occidente se sometía la ciudad de Xauen. Con el refuerzo de las tropas españolas mediante auxiliares moros y un nuevo destacamento de tropas profesionales –la Legión Extranjera- contratadas específicamente para su servicio en el Protectorado e imbuidas de un espíritu de gran ferocidad, parecía que 1921 tenía que asistir a un avance triunfal a través del Rif, la cadena montañosa que se extiende entre Xauen y Melilla y que constituía el último reducto de la independencia tribal.
  60. El que las cosas no fueran así es en gran parte responsabilidad de Silvestre. Mientras el comandante general de Marruecos –el precavido e inteligente general Dámaso Berenguer- creía que cualquier avance español debía ir precedido de una preparación destinada a persuadir a las tribus concernidas de que aceptaran el dominio español, Silvestre era un hombre profundamente ambicioso que aspiraba a la gloria y a una carrera rápida. Por si fuera poco, era un favorito personal de Alfonso XIII, quien esperaba ansioso una conquista rápida. Ensalzado por numerosos diarios y enfrentado a una resistencia que, en el mejor de los casos, era esporádica, Silvestre se lanzó al interior, consiguiendo establecer una línea de puestos fronterizos que llegaba hasta la pequeña ciudad de Annual. Entre sus tropas, desplegadas al límite y por cuyas condiciones de vida apenas se interesaba, no tenía a ninguna de las unidades de élite de la Legión Extranjera. Si los moros del Rif hubieran permanecido inactivos, esa circunstancia no habría tenido ninguna consecuencia pero, en el invierno de 1920-1921, se habían aglutinado en torno a la figura de Mohamed Abd el-Krim, un cabecilla educado en España que aunaba un carisma personal notable a un alto grado de inteligencia. Pronto se fueron aglomerando importantes efectivos árabes en torno a Annual. Pero el general estaba soñando ya con llegar a la importante ciudad de Alhucemas. Mofándose de los cada vez más inquietos intentos de Berenguer de controlar sus operaciones, hizo que sus tropas avanzaran, en dirección a los pueblos de Sidi Dris, Abarrán e Igueriben, momento que escogió Abd el-Krim para lanzar una ofensiva general. Cogidos por sorpresa, los españoles fueron superados en todos los frentes y, el 21 de Julio, estaba claro que el Annual era completamente indefendible. Muchas plazas fuertes periféricas habían caído, los suministros escaseaban, los auxiliares moros cada vez eran menos de fiar y los reclutas españoles estaban totalmente desmoralizados. Con grandes reticencias, Silvestre dio la orden de retirarse, pero el estado de sus tropas era tal que la retirada degeneró en un tumulto presa del pánico. Animados por la perspectiva de un botín seguro, muchos miembros de las tribus que hasta entonces habían sido neutrales se unieron al ataque, con el resultado de que, a finales de Julio, las fuerzas españolas supervivientes habían quedado arrinconadas en Melilla y algunos fuertes aislados, como Monte Arruit. Cuando agotaron sus víveres, los infortunados que se habían refugiado en este fuerte tuvieron que rendirse, y la mayoría de ellos fue masacrada a sangre fría. Melilla probablemente habría sufrido la misma suerte, de no haber sido por el apresurado despacho de varios batallones de la Legión Extranjera.
  61. Annual fue un duro golpe. Silvestre había desaparecido, habían muerto al menos 10000 hombres y grandes cantidades de armamento y municiones habían caído en manos del enemigo, junto a varios centenares de prisioneros. Bajo un diluvio de críticas, el gobierno, que desde el asesinato de Dato estaba bajo el mando de Allendesalazar, en calidad de sustituto temporal, dimitió, siendo sustituido por un nuevo gabinete encabezado por el cada día más venerable Antonio Maura. Alentado por las nuevas demandas de una reforma fundamental del sistema de la Restauración, el estadista mallorquín formó un nuevo gobierno nacional, con la esperanza de implantar finalmente su soñada “revolución desde arriba”.
  62. Al principio todo fue bien: todos los miembros del gabinete secundaban el objetivo de restaurar el orden en Marruecos, las clases pudientes abrazaron enloquecidas el apoyo al esfuerzo bélico y una serie de contraataques permitió recuperar una parte sustancial de territorio en los alrededores de Melilla. Sin embargo, una vez superada la crisis inmediata, el gobierno se enredó en una maraña de contradicciones. Convencido de que la derrota se debía en parte a los considerables ingresos absorbidos por los salarios de los oficiales, Juan de la Cierva, una vez más nombrado ministro de la Guerra, lanzó una ofensiva en regla contra las juntas, arrebatándoles toda independencia. Al propio tiempo, veló porque Berenguer fuera confirmado en su puesto de Alto Comisario de Marruecos y se le mantuviera al margen de las pesquisas de la comisión creada para investigar el desastre, al mando del general Juan Picasso, al tiempo que hacía lo posible por gratificar a los africanistas. Con ello, de hecho, no sólo daba muchas armas arrojadizas a los republicanos y socialistas –eximir a Berenguer equivalía a eximir a los ministros ante los que era responsable, sin contar a Alfonso XIII- sino que ponía en peligro la unidad del gabinete, pues muchos de sus miembros se oponían a la reanudación de una política activa y pedían el nombramiento de un civil para el puesto de Alto Comisario. Cambó, en su calidad de ministro de Hacienda, trató de recortar los gastos públicos de una forma incompatible con los planes de conquista total de los africanistas. Tampoco tuvo excesivo tacto al forzar la aprobación de un nuevo arancel que incrementaba considerablemente la protección de la industria catalana a expensas de los intereses agrícolas de Castilla y Andalucía. Dicho de otro modo: tarde o temprano, el colapso resultaba inevitable.
  63. Con todo, no fueron estas incompatibilidades per se las que acabaron con la última administración de Maura. En efecto, desde su propio nombramiento se vio inmerso en el problema pernicioso de las “responsabilidades”. No es de extrañar que la derrota provocara un diluvio de críticas por parte de reformistas, republicanos y socialistas, mientras los elementos más progresistas del Partido Liberal no estaban satisfechos ante la perspectiva de tener que respaldar al gobierno tout court, en particular cuando se supo que la conducta de Berenguer no sería objeto de investigación. Para los liberales representados en el gobierno –y también para la Lliga- la posición pronto fue incómoda. En el Partido Liberal se estaba produciendo a la sazón un acercamiento entre Romanones y García Prieto, que permitía abrigar la esperanza de que el rey permitiría un nuevo turno. El 7 de Marzo de 1922, Romanones y García Prieto ordenaron a sus hombres en el gabinete que dimitieran, forzando a Maura a ceder el poder en la que sería su última vez.
  64. Si Romanones y García Prieto habían derribado a Maura esperando ser llamados a formar gobierno, se equivocaron de medio a medio, pues Alfonso XIII estaba demasiado interesado por la conquista de Marruecos para que le ilusionara la expectativa de un gobierno liberal que legislara en alianza de facto con la izquierda parlamentaria. Para gran tristeza de los liberales, puso el puesto de primer ministro en manos del sustituto de Dato a la cabeza del Partido Conservador, José Sánchez Guerra, que formó una coalición compuesta por datistas, mauristas y la Lliga. El nuevo primer ministro, un inteligente datista de Córdoba, era por encima de todo un pragmático, por lo que comprendió en seguida que seguir los pasos de su antecesor era imposible: no en vano La Cierva había sido excluido del nuevo gobierno. Haciendo caso omiso de la furia de los mauristas y la Lliga, cuyos representantes se dieron de baja del gabinete, dio por concluida la suspensión de las garantías constitucionales que se habían impuesto como primera respuesta al desastre de Annual y trató de retractarse en lo referente al compromiso adoptado en relación con Marruecos (a modo de resumen, diremos que se había convenido en que, en lugar de retroceder hacia la costa y tratar de controlar el Protectorado de manera indirecta o de seguir adelante con una política de conquista total, el ejército debái recuperar todo el territorio perdido en Annual y estudiar después la situación con mayor detenimiento). Sin embargo, en este sentido, una serie de acontecimientos fortuitos permitió al nuevo primer ministro ir mucho más lejos de lo que había pensado. En Abril de 1922, la comisión de Picasso presentó su informe al gobierno, que inmediatamente lo hizo llegar a la máxima autoridad judicial castrense, el Tribunal Militar Supremo (un órgano compuesto por generales veteranos muy celosos de Berenguer y, como en el caso de su presidente, el general Francisco Aguilera, muy ambiciosos), que aprobó la aceptación de las recomendaciones de Picasso. Entre ellas figuraba el juicio de Berenguer, ante lo que el Alto Comisario dimitió en seguida, de modo que Sánchez Guerra pudo sustituirlo por el mucho más dúctil general Ricardo Burguete, a quien se le dio instrucciones de que firmara la paz con los árabes. Al mismo tiempo, el puesto de Alto Comisario pasó a depender del Ministerio de Asuntos Exteriores y se convenció a las Cortes de que constituyeran una comisión de investigación en la que estuvieran representados todos los partidos.
  65. Podría parecer, por lo expuesto hasta aquí, que Sánchez Guerra no hacía nada más que gobernar en alianza con los junteros. Pero el primer ministro reinstauró también el principio de la promoción en función de los méritos, disolvió los últimos vestigios de las juntas y destituyó a Martínez Anido y su secuaz Miguel Arlegui de los puestos de gobernador y jefe de policía de Barcelona. Cuando la política de conciliación de Burguete en Marruecos empezó a dar fruto –en otoño, el principal adversario de los españoles en la parte occidental del Protectorado había aceptado un trato que le convertía de hecho en un agente de la administración colonial- pareció que la crisis posbélica llegaba definitivamente a su fin.
  66. Nada más lejos de la realidad. En primer lugar, Abd el-Krim se negó a firmar la paz, por lo que Burguete se fue adentrando más y más en sus incursiones en el corazón del Rif. El 1 de Noviembre, una columna despachada en dirección a Annual sufrió n revés en un lugar llamado Tizi Azza: las bajas fueron tan elevadas que Sánchez Guerra prohibió más ofensivas. Pero, con ello, el primer ministro provocó el distanciamiento de muchos de sus partidarios y creó una situación estratégicamente indefendible que, a largo plazo, afectó tanto a la política española como lo habría hecho una reanudación de una ofensiva a gran escala. Al propio tiempo, su anterior forma de abordar el problema de las “responsabilidades” le estalló en las manos cuando la comisión de investigación de las Cortes demostró ser incapaz de cumplir con el cometido asignado, que en realidad consistía en limitar la culpabilidad a Berenguer y Silvestre. Aunque ya se había juzgado ni más ni menos que a setenta y siete oficiales por su participación en los hechos, pronto quedó claro que el gobierno de Allendesalazar e incluso el rey podían quedar en entredicho. Ante la insostenible situación del gobierno (los ministros que habían ocupado alguna cartera en el verano de 1921 pedían al primer ministro que los defendiera de los ataques, mientras que los que no estaban por entonces en el gabinete creían que habría que hacer alguna concesión al respecto), el 5 de Diciembre Sánchez Guerra se vio obligado a presentar su dimisión. El rey no tuvo más remedio que llamar a los liberales al poder, pues éstos se habían hecho acreedores recientemente a formar gobierno al llegar a un acuerdo de unión de facto.
  67. UN INVIERNO SOMBRÍO
  68. Tras el colapso del gobierno de Sánchez Guerra, el sistema canovista había alcanzado el nadir del que nunca remontaría. A duras penas capaz de gobernar España durante el período 1875-1914, se había relevado completamente incapaz de hacer frente a los problemas aireados por la primera guerra mundial. Liberales y conservadores, gobernando solos o conjuntamente, habían demostrado hasta la saciedad que no podían mantener el grado mínimo de cohesión, al tiempo que los intentos de coaligarse con nuevas fuerzas habían empeorado en el mejor de los casos la situación. El que España saliera de la crisis posbélica sin atravesar una revolución en toda regla no era propiamente obra de los políticos: lo que preservó al sistema de esta convulsión fue más bien la voluntad de todas las facciones del ejército de anteponer la defensa de la ley y el orden a sus numerosas quejas, a las feroces disputas que enfrentaban a socialistas y anarquistas y al carácter notoriamente endeble del movimiento obrero.
  69. Pro triste que fuera el período 1917-1921, en el verano de 1921 debió percibirse con claridad que se había pasado página: el movimiento obrero pasaba manifiestamente por días bajos y el Partido Conservador recuperaba su coherencia (a fin de cuentas, el gobierno de Dato ya había durado diez meses cuando fue asesinado). Sin embargo, en Marruecos, años de mala gestión habían propiciado que el desastre sólo esperara una ocasión para desencadenarse, cosa que hizo en Annual. Ese fue el problema que acabó por matar al régimen canovista. No sólo la cuestión de las “responsabilidades” desencadenó una oleada furiosa de luchas intestinas en el cuerpo de oficiales, sino que espoleó el descontento militar –y, sin duda, el del monarca- ante el régimen político e hizo imposible gobernar. Tarde o temprano, el desastre había de encenagar a los liberales, como ya había hecho con los conservadores: en efecto, el “gobierno de concentración liberal” tenía todas las cartas para ser tan efímero como el de Sánchez Guerra. Incapaz de renovarse –como veremos, las expectativas generadas por la nueva administración demostraron en seguida ser vanas- el sistema canovista estaba, por decirlo con una palabra muy característica de su terminología, “agotado”.
  70. 13. LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA
  71. ¿UN PARÉNTESIS HISTÓRICO?
  72. La Dictadura que gobernó España entre 1923 y 1930 ha sido a menudo calificada de paréntesis en su desarrollo. Antes de 1923, España era una monarquía constitucional, ciertamente, pero caracterizada por unos límites muy claros no sólo de la soberanía popular, sino también de la medida, prácticamente nula, en que la política era un asunto del pueblo. Después de 1930, en cambio, España entró en una nueva era de política de masas, en la cual la ideología imperó majestuosamente. Esta imagen de transición se refuerza por la retórica del dictador, Miguel Primo de Rivera, en la medida en que presentó su régimen como un intento de modernización. En términos de cultura e instituciones políticas, muchos factores respalda esta pretensión, pues las diferencias entre la monarquía de la Restauración y la Segunda República son sumamente marcadas. Sin embargo, en otros aspectos la Dictadura parece constituir más un continuum que un paréntesis. En efecto, al tiempo que constituyó un envite de las clases acomodadas para perpetuar su dominio, asistió también a una nueva fase en la pugna entre centro y periferia. Ello no equivale a decir, sin embargo, que Primo de Rivera no lograra ni movilizar nuevas fuerzas, ni llevar a cabo cierto grado de modernización estructural, pero considerar la Dictadura como algo independiente de la Monarquía de la Restauración resulta erróneo. Por decirlo brevemente: más que un paréntesis, fue un epílogo.
  73. EL CAMINO HASTA EL 13 DE SEPTIEMBRE
  74. Se ha afirmado que el golpe de 1923 frustró la democratización del sistema canovista. Por casi todos los conceptos, esta apreciación resulta difícil de creer. El nuevo gobierno formado en Diciembre de 1922 bajo el mando de García Prieto y compuesto no sólo por todas las facciones del Partido Liberal, sino también de los reformistas, daba sin duda la impresión de constituir una fuerza decididamente reformista en la medida en que prometía cambios en la situación de la Iglesia, el Senado, el ejército y el sistema electoral, la determinación de las “responsabilidades”, la adopción de una política más pacífica en Marruecos y nuevas medidas de reforma social. Sin embargo, en la práctica todo ello careció de excesiva importancia. En primer lugar, su programa era en realidad tan vago como tímido. En segundo, la alianza sobre la que se fundamentaba se debía más a un deseo de llegar a ocupar puestos de responsabilidad política que a un compromiso de reforma. Y, en tercero, desde el comienzo la “concentración liberal” no se caracterizó por la unidad, sino por la división. De modo que se acordó el programa de medidas con mucha dificultad, mientras el nuevo gabinete se sumía en la discordia. De García Prieto, un personaje sin lustre, no cabía esperar un liderazgo firme, pro lo que el renacimiento distaba de ser inminente.
  75. Por añadidura, la concentración liberal seguía estando inextricablemente enmarañada en el turno pacífico, como quedó de manifiesto en las elecciones generales convocada en Abril de 1923. Pese a las promesas e que serían las más limpias hasta la fecha, la necesidad de satisfacer a todas y cada una de las facciones de la coalición liberal impidió que las cosas cambiaran un ápice. Una vez lograda su mayoría, por ende, el gobierno hizo gala de escasa energía. Por ejemplo, las reformas fiscales y agrarias por las que abogaban sus elementos más radicales nunca fueron llevadas a la práctica y se desvanecieron los puntos más esenciales de su programa. Antes de la celebración de las elecciones, las protestas de la Iglesia y el rey habían obligado a abandonar medidas encaminadas a restringir el derecho del clero a disponer de sus propiedades discrecionalmente y a suprimir las últimas limitaciones a la práctica de otras creencias. En relación con Annual, mientras proseguía el encausamiento de altos oficiales del ejército, la cuestión de si había que juzgar a representantes de los gobierno de Dato y Allendesalazar se sometió simplemente al dictamen de una nueva comisión de las Cortes, pues se había ofrecido a los conservadores archivar el asunto a cambio de una victoria holgada en las urnas.
  76. El gobierno también capituló en relación con Marruecos. Aunque logró la liberación pacífica de los 357 supervivientes de Annual que seguían en manos de los árabes, veló porque el ejército de África mantuviera una postura defensiva y nombró a un Alto Comisario civil en la persona de Luis Silvela, en el fondo no llegó a coger el toro por los cuernos. Si no se conquistaba el Protectorado en su integridad, la única decisión sensata era la evacuación, pues la situación militar era demasiado delicada para que pudieran permitirse una salida equidistante entre ambos polos, a la que les empujaba el miedo y egoísmo de los ministros. La suspensión de la ofensiva de Burguete había dejado puestos como el de Tizi Azza peligrosamente expuestos, dando al tiempo la ocasión a Abd el-Krim de reagrupar sus fuerzas, por lo que en la primavera de 1923 se produjeron nuevas ofensivas moras en la parte oriental y la occidental. El gobierno, ante la amenaza de un segundo Annual, se vio sumido en la más absoluta confusión. Mientras el ministro de la Guerra, Alcalá Zamora, decidía que era precisa la reanudación de una guerra de conquista, el resto del gabinete vetó dicha iniciativa alegando que podía conducir a la revolución, ante lo cual el ministro dimitió de inmediato. El gobierno, desesperado por eludir su responsabilidad ante esta cuestión, la sometió a la consideración del Estado Mayor, creyendo probablemente que los peninsulares que atestaban sus filas se opondrían sin duda a los africanistas. Sin embargo, para su horror, éste recomendó sancionar la obsesión africanista de un ambicioso desembarco en la bahía de Alhucemas, seguido de una incursión contra Axdir, la base de operaciones de Abd el-Krim. Ante el espectáculo de España convertida en un clamor y Málaga presa de un grave motín entre los reclutas que esperaban su traslado a Marruecos, el gabinete se hundió. Alfonso XIII, comprendiendo probablemente que había ganado la partida, encargó a García Prieto la formación de un nuevo ministerio, solicitud a la que, sorprendentemente, éste accedió. Pese a que el gobierno adoptó una línea conciliadora en relación con la revuelta de Málaga, los presupuestos de la política liberal en torno a Marruecos habían sido desacreditados definitivamente.
  77. Si la política “civil” con respecto a Marruecos fue ineficiente, el gobierno tuvo escaso éxito también en el frente interior. En este sentido, la pérdida de Alcalá Zamora –uno de los escasos ministros de la Guerra civiles de la Restauración- supuso un duro golpe, pero la situación empeoró considerablemente por el hecho de que García Prieto no tratara siquiera de castigar a los numerosos oficiales superiores que criticaban abiertamente al gobierno y no disimulaban su desprecio por el conjunto de la clase política civil. Lo peor de todo, sin embargo, era la situación de Barcelona, donde el capitán general, Miguel Primo de Rivera, provocaba deliberadamente una confrontación general con los obreros, en franca rebeldía ante los esfuerzos del gabinete por fomentar la conciliación. Pese al hecho de que la consecuencia fue un resurgir de la violencia terrorista y una serie de huelgas que llevaron a la ciudad al borde de la catástrofe, el general recibió el respaldo del gobierno, que, una vez más, no había logrado imponerse.
  78. Así pues, ¿cómo se fundamenta la afirmación de que García Prieto estaba transformando España de una manera u otra? Por la misma razón, ¿cómo se fundamente la hasta ahora explicación tradicional del golpe de Septiembre de 1923? Si ni el rey, ni el ejército, ni la Iglesia, ni las clases pudientes ni los grandes empresarios tenían nada que temer del gobierno de García Prieto, ¿por qué había de derrocarse el sistema constitucional? La respuesta, como es natural, es que dicho sistema ya no satisfacía las necesidades de sus progenitores. El canovismo, pensado ante todo para preservar un orden social y político caracterizado por una inmensa desigualdad, se estaba desmoronando a ojos vista, por lo que debía arrinconarse. Antes de proseguir, en aras de la justicia debemos indicar que las inquietudes del establishment no eran del todo egoístas. Desde todos los puntos de vista, España se enfrentaba a problemas sociales, políticos y económicos de primer orden, que el régimen canovista había demostrado no poder resolver, con el agravante de que el triste fracaso de la “concentración liberal” no dejaba dudas de que las esperanzas de cambio eran baladíes. Como consecuencia de ello, en 1923 la idea de que se podía lograr la cuadratura del círculo merced a un acto de fuerza se había convertido en un tema de debate apasionado; esta idea regeneracionista constituyó un factor capital en el golpe de 1923. Tomemos, en primer lugar, la figura de Alfonso XIII. No cabe duda de que defendía genuinamente muchos aspectos de la modernización, como atestigua el interés personal que demostró en proyectos como el desarrollo de una industria automovilística nacional, la construcción del metro de Madrid y la creación de unas aerolíneas españolas. También en el ejército, el creciente menosprecio por la política de partidos no fue fruto sólo de un corporativismo agraviado, sino también, al menos en ciertos casos, de la convicción de que había que hacer algo. Así, muchos antiguos junteros habían llegado a la conclusión de que era esencial un golpe de estado que permitiera aplicar un programa de reformas políticas fundamentales, idea espoleada naturalmente por la creciente exasperación incluso de personajes tan respetados como Ortega y Gasset.
  79. Sin embargo, tampoco hay que exagerar el alcance de este altruismo. Por ejemplo, aunque a Alfonso XIII le interesara la modernización, era también un hombre de negocios cuyas cuantiosas inversiones le impulsaban a la represión del descontento social. Al propio tiempo, estaba convencido de que España estaba al borde de la revolución, que el sistema constitucional era incapaz de capear dicha amenaza y que el turno pacífico perjudicaba los intereses del ejército y frustraba los deseos del “auténtico” pueblo español. En particular, con respecto a la rebelión marroquí –obra, desde su punto de vista, de judíos y bolcheviques- Alfonso presentía que todas las desventuras de España se debían a la mala gestión y estrechez de miras de los sucesivos gobiernos y, además, que el informe de la nueva comisión de las Cortes sería probablemente muy embarazoso. En suma, además de la regeneración, el rey tenía otros intereses, aunque no fueran indisociables de la conspiración.
  80. Dejando de lado al monarca, en el verano de 1923 el descontento de los militares era ilimitado. Obviamente, los africanistas estaban indignados ante el intento de recortar sus operaciones y achacarles toda la responsabilidad por el desastre de Annual. Sin embargo, mientras que sólo unos meses atrás el cuerpo de oficiales estaba escindido entre africanistas y peninsulares ahora el abismo entre ambos grupos se había colmado en parte, pues los peninsulares estaban tan irritados como los africanistas ante la dirección que había tomado el debate sobre las “responsabilidades”. Por encima de todo, los junteros estaban profundamente preocupados por las cuestiones del descontento laboral y el separatismo. Con un movimiento obrero exhausto y dividido, España no podía estar más lejos de una revolución social. Con todo, en 1923 se registró un innegable aumento de la tensión. Así, como hemos visto, Barcelona asistió al estallido de un grave conflicto, un súbito aumento en el coste de la vida provocó huelgas en todo el país, los pistoleros anarquistas asesinaron al arzobispo de Zaragoza y al gobernador de Bilbao, los candidatos socialistas obtuvieron un resultado relativamente positivo en las elecciones de Abril de 1923 (con siete diputados, era su mayor triunfo hasta el momento), se produjeron numerosas manifestaciones contra la guerra de Marruecos y, en Agosto, los comunistas realizaron un conato de levantamiento en Bilbao. También pareció intensificarse el radicalismo en lo tocante al separatismo: nuevos grupos –Partido Nacionalista Vasco, Estat Català y Acció Catalana- se enfrentaban a los partidos tradicionales y cosechaban un considerable apoyo en el proceso, al tiempo que vascos, gallegos y catalanes habían formado una alianza suprarregional conocida con el nombre de “Galeusca” y hablaban de estrechar vínculos con la “República del Rif”.
  81. Aunque el gobierno no había perdido en ningún momento el control de la situación, al menos dos grupos de oficiales –cuatro generales africanistas afincados en Madrid, llamados la “cuadrilateral” y una camarilla de junteros agrupados en la guarnición de Barcelona y bajo el mando del coronel Nouvilas- decidieron que no estaban dispuestos a tolerar nada más y emprendieron los preparativos de un golpe de estado. Sin embargo, estos oficiales, inseguros sobre su capacidad de atracción de respaldo, se agruparon en torno a un nuevo foco de revuelta dirigido por el capitán general de Cataluña Miguel Primo de Rivera. Sobrino de un general que había tenido gran protagonismo en el golpe de 1874, Primo de Rivera era un destacado africanista que había llegado a la conclusión de que la guerra de Marruecos era tan innecesaria como imposible de ganar. Expulsado en dos ocasiones de puestos de relieve por ello, sus opiniones fueron vistas con ojos más favorables tras el desastre de Annual y, en Marzo de 1922, fue nombrado capitán general de Cataluña. No podía habérsele dado peor destino. Sumamente testarudo y ambicioso, Primo de Rivera estaba imbuido de un alto grado de antiparlamentarismo, que su nuevo puesto sólo contribuyó a atizar. Además, el general no sólo estaba en contacto directo con uno de los principales focos de la insurrección del cuerpo de oficiales, sino que se convirtió en objetivo predilecto de las maquinaciones de la burguesía catalana. Este grupo, que durante veinte años había constituido el bastión del nacionalismo catalán, temía ahora la amenaza revolucionaria en la misma medida en que se había distanciado del gobierno por sus vanos intentos de adoptar una política conciliatoria, por lo que Primo de Rivera se le antojaba un aliado natural. Al mismo tiempo, no sólo corrían rumores de que se iba a suprimir el somatén, sino de que el gobierno iba a suprimir el proteccionismo del que se había beneficiado previamente la industria catalana. Por si fuera poco, la Lliga, presionada por la izquierda y excluida del gobierno, perdía influencia a ojos vista. La burguesía catalana, con el pleno respaldo de Primo de Rivera en su lucha contra los trabajadores y adoptando una línea claramente conciliatoria en las cuestiones culturales, lo aclamó como su salvador. El capitán general, de ideas cada día más mesiánicas, ya había resuelto en Junio de 1923 llevar a cabo el golpe y, en los dos meses siguientes, ganó para su causa a los junteros de Nouvilas, la mayoría de los oficiales superiores de la guarnición de Cataluña, la “cuadrilateral” –José Cavalcanti, Federico Berenguer, Leopoldo Saro y Antonio Dabán- y a algunas figuras más, como los gobernadores militares de Madrid y Zaragoza, africanistas. Tanto el ministro de la Guerra, Aizpuru, como el capitán general de Madrid prometieron que, como mínimo, no harían nada por interferir en el éxito del golpe. Dado que las Cortes habían de reunirse muy pronto y que era probable que debatieran la cuestión de Annual, parecía esencial actuar con prontitud, por lo que la fecha de la insurrección se fijó para el 14 de Septiembre.
  82. Pese a estar perfectamente al tanto de que se estaba tramando algo, García Prieto no hizo nada, creyendo que la tempestad amainaría pronto. Pero, el 12 de Septiembre, el gobierno tuvo noticias inconfundibles de que el golpe era inminente. Era el momento idóneo de tomar una iniciativa inmediata, pero el rey, que había sido informado en secreto de la intriga hacía algunos días, acabó con la última esperanza de impedir el golpe previniéndole que deshacerse de Primo de Rivera podía tener temibles consecuencias. De modo que lo único que hizo fue obligar a Aizpuru a telefonear al general para tratar de disuadirle. Huelga precisar que fue un intento vano: a primera hora del 13 de Septiembre, la guarnición de Barcelona se lanzó a la calle, mientras el capitán general emitía un manifiesto donde justificaba su rebelión y hacía una serie de promesas vagas de reforma. En pocas horas, el ejemplo de la capitanía general con sede en Barcelona se había imitado en las de Zaragoza y Valencia, mientras en Madrid la “cuadrilateral” se instalaba en el Ministerio de la Guerra. Cuando el rey se negó a acceder a los desesperados ruegos de García Prieto de destitución de todos los comandantes rebeldes, el gabinete dimitió rápidamente, tras lo cual Alfonso XIII sancionó la formación de un directorio militar bajo la presidencia de Primo de Rivera.
  83. ¿?Cómo interpretar estos acontecimientos? En relación con el gobierno antes que nada, saltaba a la vista su agotamiento y desmoralización. En cuanto al rey, está clara la falacia de los intentos de exonerarle de cualquier responsabilidad por el golpe; como mínimo, había contribuido poderosamente a su éxito. Después se crearía el mito de que así había salvado a España de la guerra civil, pero resulta difícil imaginar que esa perspectiva llegara a concretarse entonces, pues el distanciamiento del cuerpo de oficiales del régimen era tan absoluto que le había dejado sin defensores. Con todo, ello no equivale a decir que las fuerzas armadas estuvieran unidas en su respaldo a Primo de Rivera. Por el contrario, la armada, la Guardia Civil y la gran mayoría del ejército, o bien no había participado en el golpe, o bien, como ocurría con la artillería y los ingenieros, se le mostraba abiertamente hostil. El “levantamiento comunista de agosto”, la decisión del gobierno de conmutar la sentencia capital a la que se había condenado al líder de la rebelión de los reclutas en Málaga y una manifestación nacionalista particularmente violenta en Barcelona la víspera del pronunciamiento quizás complicaran la posibilidad de desbaratar el golpe de estado, pero lo cierto es que el grueso del estamento militar no había acatado el programa de Primo de Rivera, aunque el cuerpo de oficiales siguiera tan dividido como siempre. Incluso para recabar los escasos apoyos que logró concitar, el general golpista había tenido que realizar promesas contradictorias, declarando a los peninsulares que aclararía las “responsabilidades” y moderaría las operaciones en Marruecos, a la “cuadrilateral” que acabaría con la caza de brujas y ganaría la guerra, a los constitucionalistas liberales que formaría un gobierno civil e introduciría reformas políticas y a los monárquicos radicales que daría poderes dictatoriales al rey. De hecho, la mayor parte del respaldo de Primo de Rivera era de carácter negativo, e incluso sus partidarios estaban divididos. Dado que el nuevo dictador tenía unas ideas considerablemente simplistas, el futuro se aparecía sumamente problemático.
  84. CIRUGÍA DE HIERRO
  85. Pese a estos problemas, las diversas contradicciones que se cernían sobre el nuevo régimen no se hicieron en ningún modo patentes en sus primeros compases. En algún círculo se expresaron dudas o inquietudes, pero estas actitudes eran muy minoritarias. Para gran parte de la Iglesia y la burguesía, Primo de Riera era casi un salvador, como atestiguan las felices declaraciones de diarios como El Debate y ABC, las organizaciones católicas, las asociaciones de empresarios, los grandes bancos, los mauristas, la Lliga y muchos miembros del clero. Para los políticos de los partidos dinásticos, en cambio, la situación era naturalmente mucho más ambigua, pero el hecho de que fueran miembros de las clases pudientes les inclinaba a contemplar el curso de los acontecimientos con cierta complacencia. En cuanto a las fuerzas progresistas, su reacción ante el golpe fue acallada: mientras los comunistas trataban desesperadamente de organizar una huelga general, la CNT se negaba a actuar sin el concurso de los socialistas quienes, junto con los republicanos proclamaron su neutralidad.
  86. La complacencia de los políticos monárquicos se vio alentada en cierto sentido porque en un principio nada hacía prever que la Dictadura sería larga, pues Primo de Rivera mantenía que su objetivo era simplemente restaurar la ley y el orden, extirpar la corrupción del régimen político, hallar una solución honrosa al problema de Marruecos y después ceder el poder a un nuevo gobierno. De las tres metas concretas que se había fijado, la más apremiante, para él al menos, era la de restaurar el orden, por lo que de inmediato emprendió la más feroz de las represiones. Así, Martínez Anido fue nombrado en seguida para un puesto destacado del Ministerio de la Gobernación, se puso al somatén bajo el mando de los oficiales adictos del ejército y se distribuyó por toda la Península. Mientras tanto, encarcelaba a millares de izquierdistas, decretaba la ley marcial, reforzaba considerablemente el control de las armas de fuego, hostigaba a la prensa e ilegalizaba las organizaciones comunistas y la CNT. A los pocos meses, el terrorismo y la huelga habían sido prácticamente erradicados, pero para Primo de Rivera, “orden” tenía una acepción tanto política como social. El 18 de Septiembre, se promulgó un decreto que prohibía ondear más bandera que la española y se imponían duras condenas a los “crímenes contra la unidad y seguridad de la patria”. Dirigió después sus ataques a los elementos más radicales del nacionalismo catalán y vasco, restringió el uso de las lenguas que no fueran el castellano y eliminó cualquier vestigio de la cultura regionalista de las aulas. La Mancomunidad sobrevivió momentáneamente, pero su presidente, de la Lliga, fue sustituido por el líder del pequeño movimiento realista catalán conocido como Unión Monárquica Nacional, al tiempo que era despojada de muchos de sus representantes nacionalistas y atestada de españolistas de confianza. En cuanto al republicanismo, muchos de sus miembros eran sometidos a vigilancia y, en ciertos casos, fueron encarcelados o desterrados.
  87. El orden no se iba a restaurar sólo mediante la represión: Primo de Rivera se lanzó asimismo a una furiosa ofensiva ideológica. En resumen, España iba a ser reconquistada para los valores tradicionales de “Dios, Patria y Rey”. El primer impulso del dictador en este sentido fue dirigirse a la Iglesia católica. Ofreció generosas ayudas a las escuelas católicas, al tiempo que purgaba las públicas de profesores “sospechosos”, les imponía el uso de libros de texto ultracatólicos e introducía la educación religiosa y la misa regular, la gracia y la confesión. Endureció la legislación contra la blasfemia y a favor de la observancia del domingo, mientras las autoridades prestaban especial atención a cuestiones como la pornografía, la conducta de las jóvenes y de las parejas de novios. Se concedió ayuda pública a organizaciones que impartían enseñanzas del catolicismo social o fomentaba de una u otra forma los intereses católicos; se crearon “comités ciudadanos” para la defensa de la moralidad y la religión y se autorizó la fundación de numerosas comunidades religiosas nuevas. Al propio tiempo, se daba acceso privilegiado al clero y los activistas católicos a las estructuras del régimen, mientras muchos miembros de la nueva asociación de periodistas e intelectuales católicos conocida con las siglas ACNP eran ascendidos a alcaldes o gobernadores civiles por Primo de Rivera. Casi tanta importancia en el restablecimiento del tradicionalismo español tuvieron los “·delegados del gobierno” nombrados en cada municipio. El principal objetivo de estos funcionarios, todos ellos oficiales del ejército, fue erradicar el caciquismo, aspecto sobre el que volveremos más adelante. Sin embargo, huelga precisar que eso no les impidió participar activamente en la ofensiva ideológica del régimen, función similar a la que más adelante asumiría el movimiento político formado por Primo de Rivera en 1924 con el nombre de Unión Patriótica.
  88. Aunque se ha caracterizado hasta ahora el régimen de Primo de Rivera en términos de conservadurismo autoritario, esto no debe enmascarar el hecho de que, al menos en un principio, el dictador estaba dispuesto a dirigir sus armas contra la misma oligarquía que ostensiblemente protegía. En su opinión, el sistema canovista había degenerado en un juego en el que no sólo participaban un puñado de camarillas corruptas y egoístas, por lo que se hacía preciso sanearlo. De esta premisa se desprendió, al menos superficialmente, un intento de remodelar por completo la política española. A escala nacional, las Cortes y el Senado fueron disueltos rápidamente, todos los hombres con cargos públicos fueron excluidos de los consejos de administración de las empresas privadas, se suspendió la inmunidad parlamentaria para permitir el juicio de antiguos miembros de las Cortes por sus presuntos delitos, unos pocos funcionarios fueron despedidos pour encourager les autres y la burocracia en su conjunto fue sometida a presiones constantes para que trabajara más duro y se comportara con mayor probidad. Sin embargo, fue a nivel provincial y local donde el “saneamiento” se hizo más riguroso. Así, todos los gobernadores civiles fueron suplantados por sus homólogos militares, las diputaciones provinciales y los ayuntamientos fueron purgados, sometidos a inspecciones severas y, a principios de 1924, sustituidos por nuevos órganos compuestos por personas seleccionadas personalmente; se creó una Junta Inspectora nacional para investigar el comportamiento de los magistrados locales y se elaboraron nuevos estatutos para las autoridades locales y provinciales.
  89. Con la promulgación de estas medidas, Primo de Rivera podía esperar que la clase política quedara pronto purgada de los vicios que, desde su punto de vista, la habían corrompido. De sus objetivos primigenios, sólo nos queda por lo tanto el referente al problema de Marruecos. Sin embargo, durante cierto tiempo siguió siendo inabordable. Primo de Rivera estaba dispuesto a sobornar a los africanistas tantas veces como fuera necesario –la mayoría de los oficiales presos por su papel en Annual fueron excarcelados, por ejemplo, mientras el resto fueron hallados inocentes o amnistiados inmediatamente-, pero había llegado al poder con la firme intención de adoptar una postura menos beligerante en Marruecos. En lugar de dar marcha atrás a la política de García Prieto, trató de ganarse el apoyo de los dirigentes rifeños con generosas ofertas de autonomía, abandonó varios puestos en el interior, redujo en un 13 por 100 el número de reclutas de la quinta de 1924 y concedió una licencia anticipada a más de 50000 hombres. En lugar de corresponder a la rama de olivo que le tendía Primo de Rivera, Abd el-Krim intensificó sus operaciones. Como cabía esperar, el ejército de África reaccionó enfurecido. Tratando de aplacar el descontento creciente, en Julio de 1924 Primo de Rivera visitó el Protectorado, donde fue abiertamente amenazado e injuriado por oficiales de la Legión Extranjera. El dictador, aunque obligado a desistir de sus planes de retroceder en el este hasta la ciudad de Melilla, no cejó en su idea inicial. Por el contrario, los problemas de la posición española en torno a Xauen le indujeron a ordenar la evacuación de todo el interior de la zona occidental. Ante el número cada vez mayor de enemigos marroquíes en campaña, la operación fue considerablemente complicada y Primo de Rivera tuvo que apresurarse en llegar a Tetuán para recuperar el control de la situación. Como las fuerzas participantes en la operación habían quedado sitiadas en Xauen, hubo que organizar una gigantesca operación de rescate y, aunque tuvo éxito, la consiguiente retirada se convirtió en una pesadilla. La carretera entre Xauen y Tetuán era una pista tortuosa a través de montañas rocosas, el tiempo era tremendo y los españoles tuvieron que librar varias batallas desesperadas antes de poder abrirse camino y resguardarse. Primo de Rivera fue muy afortunado al evitar una catástrofe de primer orden.
  90. Si se hubiera dado libre curso a los acontecimientos, resulta difícil predecir qué habría ocurrido. Los españoles estaban ahora en una posición estratégica muy superior y pudieron repeler todos los ataques efectuados contra sus posiciones. Sin embargo, la victoria era manifiestamente una quimera, al tiempo que Abd el-Krim no daba muestras de interés en una paz negociada. Cuesta trabajo imaginar dónde podía hallar Primo de Rivera una solución a este conflicto, pues el único aspecto positivo de la situación era que la resistencia africanista estaba temporalmente en suspenso. Curiosamente, lo que le sacó del apuro fueron los hechos registrados en el bando insurgente. Cuando en el Rif empezaron a escasear los víveres, Abd el-Krim puso los ojos sobre el fértil territorio controlado por los franceses, al sur, y, en Abril de 1925, invadió la zona, causando más de 3000 bajas del lado francés.
  91. Para Primo de Rivera, fue como una liberación. Los franceses, que desde siempre habían ayudado poco a los españoles, se vieron obligados a volverse hacia el general en busca de ayuda, acordándose que atacarían a los marroquíes por el sur, mientras los españoles desembarcaban en la bahía de Alhucemas y marcharían hacia Axdir. Las operaciones comenzaron un 29 de Agosto, cuando los franceses lanzaron un ataque en el valle de Uarga. Comprendiendo la maniobra, Abd el-Krim trató de desequilibrar a los españoles atacando Tetuán, pero Primo de Rivera se zafó de esa diversión y, el 8 de Septiembre, 8000 soldados españoles ponían pie en Ixdain. Sus desventurados defensores fueron pulverizados por un intenso bombardeo naval y aéreo; pronto se estableció una cabeza de puente y, el 23 de Septiembre, comenzaron las incursiones. Los árabes, forzados a librar una batalla cerrada contra tropas mucho mejor preparadas que nunca (Primo de Rivera había dedicado el invierno a un programa intensivo de formación y rearme), estaban en situación de irremediable ventaja. En un primer momento, la resistencia fue encarnizada, pero los defensores comenzaron a desertar en bandadas y, el 2 de Octubre, los españoles tomaban Axdir. La guerra aún no había concluido –la pacificación duró un año más-, pero la cuestión marroquí había sido zanjada.
  92. LAS ESTRUCTURAS DE LA DICTADURA
  93. Tras la derrota de los marroquíes y la promulgación de numerosas medidas encaminadas a la consecución de sus objetivos internos, la retórica de Primo de Rivera le obligaba a ceder el poder. Pero no ocurrió nada semejante: hacía tiempo que no cabía duda sobre sus intenciones de perpetuarse. Él pretendía que la extirpación del caciquismo resultaba muy compleja, pero no engañaba a nadie: la decisión de institucionalizar el régimen es patente ya desde el invierno de 1923, después de la visita de estado del dictador y el rey a Italia poco después del golpe, de lo que podía inferirse que Mussolini les había infundido la visión de un Estado completamente nuevo.
  94. Al renegar de los caciques, sin embargo, Primo de Rivera no podía ser más sincero. Pese a sus órdenes de purgar las estructuras de la administración local, en la práctica los gobernadores militares y los delegados del gobierno tenían poco margen de maniobra. Para que su ataque al viejo orden tuviera éxito, el nuevo régimen tenía que poder acceder a portadores de ideas nuevas al respecto y que fueran tan hostiles al caciquismo como dispuestos a socorrer al dictador. Diseminados por la España de 1923 había un número considerable de grupos que parecían cumplir los requisitos. A escala nacional, los representantes del maurismo y el catolicismo político. A escala regional, un candidato obvio era la Lliga. A nivel exclusivamente provincial, había varios partidos locales pequeños formados recientemente como protesta por el descuido de los problemas locales y la imposición de hombres leales por parte de los líderes de los partidos de Madrid. Pero cada una de estas categorías resultaba problemática. Desde el abandono de la política activa por Maura, el maurismo caía progresivamente bajo la influencia de personajes como Antonio Goicoechea, cuyo interés por el movimiento se reducía a la utilidad que pudiera tener para defender el orden social imperante. Si el catolicismo político creía con mayor sinceridad que el caciquismo debía ser derrocado, su representante principal, el Partido Social Popular, no fue fundado hasta Diciembre de 1922, y estaba tan dividido acerca de su participación en el régimen que casi inmediatamente se sumió en un cisma. La Lliga, también genuinamente regeneracionista, había sido al tiempo desacreditada y alejada por el anticatalanismo de Primo de Rivera. En último y quizás preferente lugar, los diversos partidos locales eran en realidad poco más que trasuntos de las redes caciquiles que habían caído temporalmente en desgracia o eran demasiado endebles para alcanzar cierta influencia.
  95. Aunque con algunas excepciones, el resultado fue que los efectos prácticos de la “cirugía de hierro” fueron sumamente limitados. Dado que en muchos ámbitos no había hombres educados que no estuvieran de una manera u otra vinculados con el antiguo sistema, a menudo fue imposible excluir a sus representantes. En cambio, las autoridades militares resultaron siempre fáciles de sobornar, con el agravante de que pronto al régimen le interesó más asegurarse el respaldo de los caciques que erradicar su influencia. Así, cuando Primo de Rivera restableció el puesto de gobernador civil, en Abril de 1924, más del 29 por 100 de las personas nominadas para esos cargos procedían de los partidos de turno. Aunque la cifra final cayó al 8 por 100, los vínculos con el antiguo orden son patentes.
  96. Si el anticaciquismo de Primo de Rivera se fue evaporando, ello se debió en gran medida al carácter de las nuevas organizaciones políticas que vieron la luz bajo su dictadura. Así, los días inmediatos al golpe se asistió a la eclosión de varios movimientos locales encaminados a recabar apoyos para la dictadura. Estos movimientos, ideológicamente regeneracionistas, estuvieron compuestos desde el principio por abundantes representantes del orden antiguo, que impondrían también su presencia en el nuevo movimiento nacional conocido como Unión Patriótica, cuya fundación ordenó Primo de Rivera en Abril de 1924. En ciertos terrenos, sin duda, entre los líderes de dicha fuerza figuraban numerosos miembros procedentes de las filas del caciquismo, ya fueran representantes del catolicismo político o de la burguesía industrial, comercial y profesional. Dichos elementos incluso ejercían el liderazgo en un número considerable de provincias. Lo que no equivale a decir, por supuesto, que hubiera una renovación política de ningún tipo. En un mínimo de catorce provincias, los líderes de la UP procedían enteramente de los partidos de turno, mientras otras estaban dominadas por personajes que, aunque aparentemente distantes, defendían idénticos intereses. Además, incluso donde los líderes provinciales eran hombres nuevos, los comités municipales solían estar compuestos por las caras de siempre. Ante este panorama, la formación de la UP constituyó un mero instrumento encubierto de promoción para el cacicato, especialmente porque el nuevo partido disfrutaba de un monopolio virtual de los puestos de gobierno.
  97. De todo ello se desprendían varias consecuencias. En primer lugar, el régimen se hizo aún más indisociable del orden social establecido y, en segundo lugar, la naturaleza de la política local no varió un ápice. Algunos cacicatos cuyos jefes, por una u otra razón, habían provocado la ira de Primo de Rivera, desaparecieron o fueron desmantelados, pero surgió un nuevo cacique por cada cacique abatido. De modo que el nepotismo, la corrupción, la arbitrariedad y la incompetencia siguieron a la orden del día. Por otra parte, la movilización de la opinión que en teoría representaba la UP era una quimera. Aunque sus afiliados llegaran al millón en su época de mayor esplendor, sólo una minoría fue atraída por razones ideológicas. Millares de miembros eran funcionarios u oficiales del ejército que se habían afiliado con el único objetivo de proteger sus carreras, mientras otros tantos eran campesinos o tenderos cuyo móvil era la defensa de sus medios de subsistencia: las provincias con las tasas más elevadas de afiliación era o bastiones del latifundismo, o de aparceros en precario.
  98. Pese a todo, las consecuencias fueron notables. Ya fuera alentando la denuncia de los abusos caciquistas en los días que siguieron al golpe, orquestando campañas de apoyo popular u organizando enormes desfiles y aglomeraciones, Primo de Rivera estaba creando realmente una opinión pública que no existía en 1923. Tanta importancia tuvo en este sentido la forma en que el dictador sacó partido de su bonhomie en una serie interminable de emisiones, comunicados, artículos, entrevistas y discursos, en los que mezclaba inextricablemente arrebatos de la retórica patriótica más enardecida con un estilo llano e íntimo que le daba un aire de sencillez y accesibilidad. No satisfecho con ello, el general también buscaba el contacto directo con el pueblo llano, se paseaba regularmente por las calles y conversaba con los viandantes, alentándoles a hacerle llegar sus sugerencias y quejas. En suma, por artificial que fuera el modo en que se estaba produciendo, la era de la oligarquía estaba dejando paso a la era de masas.
  99. LA POLÍTICA DE LA DICTADURA
  100. En términos de estructuras, por lo tanto, el “primorriverismo” debilitó gravemente el orden antiguo. Otro tanto puede decirse de la política social y económica que aplicó, pues la Dictadura se embarcó en un proceso de construcción e inversión que aceleró considerablemente los cambios que ya habían estado minando los cimientos de la monarquía de la Restauración. Por muchos conceptos eso conlleva una profunda ironía. Primo de Rivera era la encarnación de una tradición profundamente religiosa, nacionalista, españolista y autoritaria, y llegó al poder con el respaldo de una monarquía desesperada por la defensa de su posición política, una Iglesia católica muy alarmada ante el progreso de la secularización y una burguesía aterrada ante la erupción del movimiento obrero, teniendo por únicos ideólogos a los representantes del tradicionalismo o el catolicismo social. En lugar de aspirar a la modernización, por lo tanto, la Dictadura la combatió, pues el punto de partida de su credo era la idea de que, desde el siglo XVIII, España había sido corrompida por varias influencias extranjeras. El racionalismo, liberalismo, radicalismo, anarquismo, socialismo, separatismo, secularismo y materialismo habían sido inyectados sucesivamente en la clase política y durante muchos años habían intoxicado al pueblo “real” de España. Ahora, sin embargo, todas esas influencias iban a ser erradicadas sin clemencia, creándose una nueva España cuyos principales pilares serían la defensa de la familia, el mantenimiento del orden, la búsqueda de la gloria, la unidad de la patria y el triunfo del catolicismo. El modelo político, social y económico adoptado a tal efecto sería el corporativismo por el que abogaban progresivamente los pensadores católicos, como única respuesta posible a la lucha de clases.
  101. Este credo impregnó de arriba abajo el régimen. Cuando en Octubre de 1925, Primo de Rivera sustituyó el Directorio Militar que teóricamente había gobernado España desde Septiembre de 1923 por un nuevo Directorio Civil, cuatro o cinco de sus miembros civiles eran mauristas o católicos sociales convertidos en ardientes defensores del Estado Corporativista y en los ideólogos punteros de la UP. Con la excepción de los ministros de la Guerra y de Marina, que eran camaradas de Primo de Rivera y tenían pocas ideas propias, la otra figura destacada fue Martínez Anido, quien aportó su concepto particularmente duro de la “misión” del ejército al puesto crucial de ministro de la Gobernación. La UP y el somatén fueron rigurosamente centralizados y la UP tuvo por mandato el control de la administración local. Al propio tiempo, se realizaron considerables esfuerzos por reformar España según los patrones corporativistas. Ya en Marzo de 1924, el nuevo Estatuto Municipal contenía una franquicia fiscal para las empresas, que se recogió en el Estatuto Provincial de 1925; en Noviembre de 1926, la industria española fue reorganizada según patrones corporativistas mediante la creación de la Organización Corporativa Nacional y, en Octubre de 1927, un plebiscito amañado condujo a la creación de una asamblea nacional de miembros nombrados a dedo que propuso una nueva Constitución, cuyos ejes eran la soberanía del Estado y unas Cortes dominadas por los candidatos nombrados por el rey y representantes de los órganos culturales y profesionales.
  102. Si Primo de Rivera se hubiera conformado con supervisar el estancamiento social y económico, esta ofensiva corporativista podría haber protegido los intereses de las clases acaudaladas de España durante mucho tiempo. Sin embargo, el dictador tenía otros planes, pues el atraso infraestructural del país era a sus ojos tanto una vergüenza como una amenaza para la seguridad nacional. De todo ello se deduce que era un adalid entusiasta de la intervención del gobierno en la economía, especialmente porque parecía constituir un medio de fomentar la armonía social. A finales de 1924, el dictador creó con este fin varios órganos –el Consejo de Trabajo, el Consejo de Economía Nacional y el Comité Regulador de Producción Nacional- cuya tarea consistía en regular casi todos los aspectos de la economía, el conjunto de cuyo edificio se dejaría bajo el control de un nuevo Ministerio de Economía Nacional.
  103. Pero para Primo de Rivera la función del Estado no se reducía a la supervisión y el control. Así, desde comienzos de 1924, se ofrecieron varias subvenciones a las empresas que cumplieran ciertos criterios relacionados con el empleo del capital, la mano de obra y las materias primas del país. Dicha generosidad se aplicó en una gran variedad de contextos, pero los beneficios más pingües de esta política fueron a parar a las grandes empresas, y especialmente a aquellas que podían financiar la consecución de las metas del dictador. En el sector del transporte, por ejemplo, Primo de Rivera estaba determinado a colmar las múltiples deficiencias de la red ferroviaria y encargarse de su modernización general. De modo que, de acuerdo con lo dispuesto en el Estatuto del Ferrocarril de 1924, se concedieron cuantiosas ayudas a las empresas en condiciones de completar itinerarios tan estratégicos como el que comunicaría Burgos con el Mediterráneo. Al propio tiempo, se firmaban contratos sumamente ventajosos con otras empresas para la construcción de nuevas carreteras nacionales, el desarrollo de la energía hidroeléctrica, la construcción de diques y presas, la creación de una red telefónica moderna, la puesta en marcha de una “economía colonial” en Marruecos y la financiación del nuevo monopolio petrolero estatal, CAMPSA. También se subvencionó la agricultura y las industrias automovilística y aérea, al tiempo que se invertía considerablemente en la promoción del turismo, entre cuyas actividades destaca la organización de una exposición iberoamericana en Sevilla en 1929. Apuntalaban el respaldo financiero del gobierno un arancel considerablemente proteccionista y la imposición de contingentes de facto al uso de materias primas importadas. Todo ello, naturalmente, tenía su cara y su cruz, como el hecho de que, vulnerando el Estatuto de Incompatibilidades promulgado en 1923, Primo de Rivera, la mayoría de sus ministros y un número muy elevado de generales influyentes obtuvieran grandes beneficios en los puestos directivos que las empresas favorecidas les ofrecían en su seno, mientras la burocracia, que crecía sin tasa por mor de la reglamentación del Estado, ofrecía ocasiones innúmeras de corrupción. No obstante, incluso teniendo en cuenta la expansión general registrada en la década de 1920, no puede negarse que los logros fueron sustanciales. A los 9500 kilómetros de carreteras nuevas y 800 de ferrocarril hay que añadir redes nuevas de tranvías en las ciudades, un gran número de diques y presas y varias mejoras significativas de los puertos, mientras que Madrid, en particular, fue testigo de la expansión del metro y la inauguración de la Ciudad Universitaria. En consonancia con estas actividades se registraron considerables aumentos de las exportaciones, la producción industrial, la generación de energía y los beneficios de las grandes empresas. En otros ámbitos, el progreso consistía en la construcción de muchas escuelas y hospitales: el número de escuelas primarias construidas fue superior a 8000.
  104. Para alcanzar sus objetivos económicos, Primo de Rivera no temía enfrentarse a los estratos sociales e institucionales que constituían el principal puntal de su poder. Para incrementar los ingresos fiscales, por ejemplo, emprendió una campaña destinada, primero, a que las clases acomodadas declararan todos sus ingresos y, después, a que pagaran más. Su éxito dista de ser absoluto –el proyecto de un impuesto progresivo sobre la renta, por ejemplo, fue hundido por una feroz oposición de las filas del propio régimen- pero sí logró elevar el rendimiento anual de la tributación en aproximadamente el 50 por 100. Con todo, los ingresos públicos seguían siendo muy insuficientes para las tareas que se les iba a asignar, de modo que el único modo de equilibrar el presupuesto era combinar la emisión de numerosos bonos del Estado con juegos de manos financieros, como la transferencia de gran parte de los gastos a un “presupuesto extraordinario” adicional, que supuestamente se iba a financiar con capital prestado. Merced a que las actividades del régimen eran en el fondo mucho más cautas de lo que se suele creer, se evitó un desastre financiero, pero es innegable que, en términos financieros, el gobierno de Primo de Rivera era muy inestable.
  105. Aunque la política fiscal de la Dictadura no tuvieran un éxito completo, al menos muestra una preocupación por intereses distintos a los de la oligarquía. En este aspecto concreto, el móvil de desarrollo no era meramente un fin en sí mismo, sino también un medio de restaurar la armonía social soñada por el dictador y sus ideólogos. Tampoco era la prosperidad el único arma de que disponía el régimen en relación con este objetivo. En Italia y Alemania, la aparición de regímenes autoritarios fue seguida por la aniquilación del movimiento obrero. En España, en cambio, Primo de Rivera trató de utilizarlo para sus fines personales, de conformidad con la opinión generalizada en el ejército, primero, de que la tremenda incapacitación de los reclutas españoles hacía necesaria una reforma social por motivos militares y, segundo, de que el moderado y disciplinado movimiento socialista no era un enemigo a ultranza, sino un aliado potencial. Animado por la actitud pasiva de los líderes socialistas, Primo de Rivero ignoró por lo tanto las exigencias de prohibición de todos los sindicatos y emprendió contactos con la UGT de manera casi inmediata (el PSOE, en cambio, era harina de otro costal, y se le hizo saber que cualquier incursión en el ámbito público sería tratada con gran rigor). Además, desde comienzos de 1924, se realizaron grandes esfuerzos para crear un sistema de “jurados mixtos”, encargados de regular las horas y condiciones de trabajo, así como los salarios. Se impuso a veintinueve sectores de la industria una estructura piramidal de arbitraje obligatorio, tal y como la concebía el régimen. Este sistema, a menudo confuso y en modo alguno completo, quizás llegara con el tiempo a abarcar aproximadamente el 50 por 100 de la mano de obra industrial. Merced a un sistema de elecciones amañadas que daba al sindicato más votado el monopolio de los puestos, la UGT se alzó con tres cuartas partes de los representantes (también participaron los diversos sindicatos católicos, entre los cuales el Sindicato Libre, en particular, había recibido un impulso notable con la entrada de antiguos cenetistas que, o bien no podían resignarse a entrar en la UGT, o bien vivían en zonas donde ésta no tenía presencia).
  106. Para los trabajadores representados en el sistema, las ventajas del corporativismo de Primo de Rivera eran considerables. Con respecto a los salarios, por ejemplo, en los sectores en los que la maquinaria del arbitraje estaba bien engrasada, no acusaron la caída moderada registrada en el conjunto del país. Pero la política social de Primo de Rivera no se limitó a la creación de las juntas d arbitraje o los tribunales mixtos, que constituían el eje central del sistema. Todos los sectores de la mano de obra se beneficiaron de la expansión de las obras públicas, por no mencionar los esfuerzos del general para controlar el precio de determinados productos alimenticios básicos. Por otra parte, la acción sindical nunca estuvo prohibida per se, como demuestra el que entre 1924 y 1928 el número de días de trabajo perdidos en concepto de huelgas ascendiera a casi 3750000. Al propio tiempo, dejando de lado la cuestión de los salarios, se mejoraron las condiciones laborales con varias medidas: se potenció la sanidad, concediendo generosos subsidios familiares, ampliando la seguridad social, velando porque los trabajadores tuvieran como mínimo un día de descanso a la semana, regulando las condiciones de trabajo, realizando proyectos de construcción de viviendas baratas y tratando, con poco éxito, de ayudar a los aparceros (en este sentido, hay que señalar que, en 1928, Primo de Rivera trató, aunque en vano, de hacer extensivos los “comités paritarios” a los agricultores sin tierra).
  107. Llegamos ahora a una de las grandes ironías de la Dictadura. Esencialmente, el paternalismo benevolente que plasmaban las políticas sociales del dictador debía proteger a las élites que su gobierno representaba en la práctica. En lugar de implantar la estabilidad, sin embargo, la política de desarrollo tenía inevitablemente que agravar los problemas a los que hacía frente el orden antiguo. Los españoles estaban ahora mejor educados que nunca, el analfabetismo había descendido en un 8 por 100; se habían agilizado las comunicaciones merced a mejores servicios ferroviarios y la introducción del autobús; la población empleada en agricultura cayó en picado, descendiendo por primera vez por debajo del 50 por 100 de los habitantes (a mediados de la década de 1920, de hecho, el régimen comenzó a inquietarse seriamente acerca de la despoblación rural); y, por encima de todo, la proporción de la población de las ciudades rurales y urbanas creció a un ritmo que carecía de precedentes (en el decenio de 1920, la población de Barcelona aumentó en un 41 por 100). Por alarmante que pudiera ser la repercusión de este crecimiento en ciertas zonas –Madrid, Barcelona y Sevilla no sólo padecían un tremendo exceso de población, sino que fueron rodeadas por un anillo de chabolas- su significado cultura fue aún mayor. Dada la expansión de la educación y el auge del sector de los servicios, por ejemplo, emergió por fin una auténtica clase media. Al propio tiempo, la nación era presa de grandes cambios: el cine expuso al país a una ética y estilo de vida tan ajenos como excitantes; el rápido crecimiento de la radio abortó los intentos caciquiles de control de la información; el fútbol se fue convirtiendo en una alternativa con mayor peso que los toros; la ropa de estilo inglés sustituyó finalmente a los calzones y sandalias tradicionales y una Iglesia cada vez más inadaptada se quejaba incesantemente de la menor asistencia a misa y de la relajación de las normas morales; no en vano la sociedad secreta católica conocida con el nombre de Opus Dei fue fundada en España en 1928. En suma, exactamente como ocurrió en la década de 1960, se fue filtrando nuevas costumbres y aspiraciones que hacían presagiar nuevas tormentas políticas.
  108. Por el momento, el régimen pudo contener la creciente marejada mediante varios medios de propaganda –la glorificación de acontecimientos como el primer vuelo sin escalas a través del Atlántico Sur, el hincapié dado a las relaciones especiales con Hispanoamérica y los esfuerzos aireados a bombo y platillo de anexión con Tánger y de lograr una representación permanente en el Consejo de Seguridad de la Liga de las Naciones- pero era sumamente difícil que Primo de Rivera dominara la situación por más de unos cuantos años, especialmente debido al descontento creciente que su dictadura estaba propiciando.
  109. CAÍDA DE LA DICTADURA
  110. Como ya se ha indicado, en un primer momento la oposición a Primo de Rivera fue mínima. La opinión católica estaba entusiasmada, la Lliga y los reformistas simpatizaban con el régimen, los republicanos y socialistas se mantenían más o menos neutrales y los partidos dinásticos estaban profundamente divididos. De modo que la única oposición franca vino de Santiago Alba, cuyas ideas relativamente avanzadas le habían valido tales oprobios que tuvo que exiliarse en Francia, desde donde formulaba sin cesar críticas al régimen. Así pues, en lugar de buscar los primeros indicios de una oposición a Primo de Rivera en el mundo político, debemos volvernos sobre la intelectualidad. A disgusto con el primitivismo del general, pronto ridiculizaría una y otra vez al nuevo régimen. Bastó con que abriera la boca para que otros intelectuales –entre los que cabe destacar a Manuel Azaña, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala- hicieran lo propio, con lo que se generó un coro cada vez más nutrido de protestas, cuyas principales plataformas fueron la revista España y el Ateneo de Madrid. Muy irritado, el 22 de Febrero de 1924, Primo de Rivera respondió con el cierre temporal del Ateneo y la expulsión de Unamuno de su puesto en la Universidad de Salamanca. Huelga precisar que tales métodos fueron ineficaces. El ataque al escritor más destacado de España provocó gran incertidumbre en la comunidad intelectual que, a mediados de 1924, se había distanciado irremisiblemente, en el mejor de los casos, del régimen. La expulsión de Unamuno causó gran revuelo también entre los escritores e intelectuales extranjeros, por lo que la oposición se convirtió en moneda corriente, especialmente cuando Unamuno huyó a Francia en medio de la aclamación popular.
  111. En el interior del país, esta semilla tuvo inicialmente escasa repercusión. En 1925, un grupo de intelectuales republicanos y reformistas encabezados por el brillante Manuel Azaña fundaron un nuevo partido político denominado Acción Republicana, mientras que 1926 asistió a la agrupación de todos los partidos republicanos en una agrupación laxa conocida con el nombre de Alianza Republicana. Entre los partidos del sistema de turno, mientras tanto, ciertos caciques afectados por la “cirugía de hierro” del general comenzaron a dar muestras de impaciencia. Buen ejemplo de ello es el caso del antiguo ministro de la Guerra Alcalá Zamora. Sin embargo, tanto republicanos como monárquicos aborrecían la perspectiva de una rebelión, mientras las masas no daban muestras de tener la intención de emprender acciones por cuenta propia: un intento de Francesc Macià, el líder de Estat Català, de provocar la insurrección del conjunto de Cataluña fue un fiasco absoluto. Como en tantas ocasiones anteriores, el factor clave era el ejército.
  112. Para los militares, la cuestión central era la reforma del ejército. Primo de Rivera, decidido a progresar en este frente tanto como en los demás, tuvo que reducir las dimensiones del cuerpo de oficiales. Sin embargo, no resultaba sencillo idear una reestructuración del ejército que no provocara una seria crisis, especialmente porque la mayoría de los oficiales sólo habían dado una aquiescencia táctica al golpe. Estaba también el problema de las diferentes concepciones abrazadas por los africanistas y los peninsulares. Mientras ambos grupos convenían en la necesidad de aplastar a los anarquistas y los catalanes, los africanistas abogaban por una victoria en Marruecos y la promoción en función de los méritos, mientras que los peninsulares defendían la retirada de Marruecos y la promoción en función de la antigüedad. Puesto que Primo de Rivera era muy dado a actuar de la manera más arbitraria y desconsiderada, no es de extrañar que pronto sembrara gran descontento entre muchos militares.
  113. Como hemos visto, el malhumor hizo mella inicialmente en el ejército de África. Sin embargo, este contingente, abocado a una lucha desesperada con los marroquíes, alejado de los centros de poder político y odiado por el grueso del ejército, era impotente. Naturalmente, los peninsulares estaban encantados con los acontecimientos, en particular porque la participación de numerosos oficiales en los municipios, ministerios y en el Estado corporativista les abrían nuevas perspectivas de empleo. De modo que la lealtad de los oficiales peninsulares de rango inferior y medio estaba asegurada por el momento, pero, entre los mandos superiores, la situación era muy otra. Dado que la mayoría de los generales más veteranos estaban estrechamente vinculados al orden político establecido, se alarmaron considerablemente ante las muestras de que Primo de Rivera tenía la intención de crear una dictadura permanente. También inquietó el hecho de su exclusión deliberada de todos los oficiales de un rango superior al de general de brigada del Directorio Militar, la abolición del consejo de generales veteranos que asesoraba al gobierno sobre temas de defensa y los intentos de bloquear el ascenso de hombres que consideraba demasiado liberales –Eduardo López de Ochoa, por ejemplo- o que de un modo u otro se habían granjeado su enemistad, como Gonzalo Queipo de Llano. Por esa razón dimitió Aguilera de la presidencia del Tribunal Militar Supremo y se alió al poco tiempo con africanistas tan decepcionados como Cavalcanti y Berenguer, con la esperanza de organizar un nuevo pronunciamiento.
  114. Una vez cortado en flor este proyecto, Primo de Rivera pudo sentirse razonablemente seguro. Sin embargo, ante el dramático cambio de la situación en Marruecos, los problemas se agravaron. Los africanistas, generosamente recompensados, estaban plenamente satisfechos, como es obvio, pero el estallido se produjo en el frente interior. Se debió en parte a los hechos registrados en el Protectorado, pero también entraron en juego otros factores. En primer lugar, tras abandonar por completo su asalto al caciquismo, el dictador comenzó a reducir el número y la influencia de los “delegados del gobierno” al tiempo que, en segundo lugar, emprendía varias reformas que inevitablemente tuvieron un efecto negativo sobre ciertos sectores del cuerpo de oficiales. En pocas palabras, Primo de Rivera tenía la intención de crear un ejército mucho menor y mucho mejor entrenado, equipado y organizado, imbuido más del espíritu belicoso mostrado en Marruecos que del peso muerto de la burocracia juntera, en el que se hubieran erradicado las rivalidades derivadas de su rígida división en cuerpos de servicio y, por encima de todo, que no contuviera más oficiales de los realmente necesarios. Para alcanzar estos objetivos aplicó una serie de medidas en el periodo 1923-1929. El servicio militar se redujo a dos años; se realizaron grandes pedidos de nuevos fusiles y ametralladoras; se restringió rigurosamente el acceso al cuerpo de oficiales; se realizaron considerables esfuerzos para alentar la jubilación anticipada; se aumentó el salario de todos los oficiales hasta el rango de general de brigada; se suprimió el Estado Mayor como cuerpo independiente; se eliminaron varios regimientos superfluos, particularmente en la caballería y la artillería; la artillería, los ingenieros y el cuerpo médico fueron despojados de su derecho, celosamente preservado, a una promoción basada exclusivamente en la antigüedad; se creó una academia militar en Zaragoza para la incorporación al ejército bajo la dirección de Francisco Franco y se dio mayor peso a la promoción en función de los méritos. Algunas de estas medidas gozaron de gran popularidad, mientras otras eran necesarias, o al menos defendibles. Tampoco puede negarse que tuvieron ciertos efectos beneficiosos: por ejemplo, aunque el presupuesto militar era ligeramente menor en 1929 que en 1924, se empleó una proporción mucho mayor en armamento. Sin embargo, estas mejoras dieron poco crédito a Primo de Rivera, pues su credibilidad de reformador quedaba seriamente en entredicho debido a su intervención constante en los mecanismos de promoción, que quería explotar en beneficio propio. De modo que el cuerpo de oficiales pronto le era desafecto, los peninsulares envidiaban el ascenso de los africanistas, los cuerpos facultativos estaban furiosos por la abolición de sus privilegios, la caballería enojada por la reducción de su poderío y una pléyade de oficiales de todo tipo agraviados por la persecución de que se sentían objeto por parte de Primo de Rivera.
  115. Ante el aumento de la oposición por parte de monárquicos y republicanos, al poco tiempo se empezó a investigar a los adversarios civiles del dictador. Fue entonces, por ejemplo, cuando la masonería acogió a figuras como López de Ochoa y Queipo de Llano, mientras varios oficiales entablaban contactos secretos con Alianza Republicana. Perfectamente al corriente de la incipiente agitación, en 1925 Primo de Rivera expulsó a Weyler de la jefatura del Estado Mayor y arrestó a algunos de sus máximos líderes, incluido López de Ochoa. Sin embargo, el trato que se les deparó fue tan benigno que no disuadió a los descontentos y, a principios de 1926, se creó un movimiento con cierto arraigo popular, encabezado por Weyler y Aguilera, cuyo cometido era restaurar el régimen parlamentario. Los conspiradores fijaron inicialmente la fecha de su revuelta para el 16 de Abril de 1926, pero se vieron forzados a abandonar las operaciones en el último minuto debido a varias indecisiones de última hora. Después de dos meses de debates que, en teoría, les habían granjeado un mayor respaldo, se acordó que el levantamiento se produjera la noche del 24 al 25 de Junio. En la práctica, fue un fiasco: todas las guarniciones implicadas esperaban una iniciativa ajena y, al final, ninguna movió un dedo.
  116. Si la revuelta de Aguilera se hubiera producido unos días después, quizás habría cosechado más éxito. El 9 de Junio se había promulgado el decreto por el cual se abolía el derecho de los cuerpos facultativos a la promoción en función de los méritos. Provocó una oleada inmediata de protestas, pero Primo de Rivera se mostró al principio conciliador, de modo que Aguilera no pudo sacar provecho de la coyuntura. Pronto, con todo, se hizo patente que aquél no iba a cumplir sus promesas y, a principios de Septiembre, los oficiales de artillería de casi todas las guarniciones de España se atrincheraron en sus cuarteles y se declararon en rebeldía. Sin embargo, dado el escaso afecto que se habían granjeado los cuerpos facultativos, no obtuvieron ningún apoyo y, a los pocos días, tuvieron que rendirse.
  117. En esta ocasión la represalia no se hizo esperar. Aunque sólo encarceló a 63 oficiales, Primo de Rivera utilizó la revuelta como una ocasión propicia para acabar con el espíritu de cuerpo de la artillería, suprimiendo seis regimientos, obligando a jubilarse a numerosos oficiales y forzando al cuerpo a aceptar las nuevas normas de promoción. Pero no fue más que una victoria pírrica. El resentimiento en la artillería siguió siendo notable, por lo que en buena medida se decantó por el republicanismo. Al mismo tiempo, Primo de Rivera se hacía nuevos enemigos personales, como en el caso del gobernador africanista de Menorca, el general Cabanellas, que fue expulsado de su puesto a finales de Julio, acusado injustamente de simpatizar con la artillería. Lo peor fue que Primo de Rivera pareció convencerse de que podía actuar con total impunidad, por lo que al poco tiempo ya se había enzarzado en agrias disputas con la armada y las fuerzas aéreas. La decisión de convocar una nueva asamblea constituyente ganó para la rebelión a nuevos candidatos, por lo que cabía esperar nuevos complots. En el curso de 1928, Aguilera y el respetadísimo conservador Sánchez Guerra fundaron un nuevo movimiento que se granjeó el respaldo de al menos veinte guarniciones, al tiempo que establecían vínculos con varios partidos dinásticos, e incluso con la CNT. Al final, el levantamiento se fijó para el 29 de Enero de 1929, pero había poco consenso sobre cuáles debían ser sus objetivos e incluso menos confianza en las posibilidades de éxito, por lo que las únicas tropas que se alzaron fueron el regimiento de artillería acuartelado en Ciudad Real, y la ayuda de las masas se ciñó a una huelga general de cuatro días en Alcoy. Una vez más, parecía que el dictador había triunfado.
  118. En 1929, sin embargo, el régimen también se vio asediado en otro frente. Como cabía esperar, la Dictadura había sido testigo de una gran expansión de la enseñanza superior, con la duplicación del número de licenciados entre 1923 y 1929. Se trataba de una espada de doble filo. La comunidad estudiantil, frecuentemente progresista, se veía confrontada a un régimen completamente reaccionario. Además, los estudiantes españoles tenían problemas como aulas abarrotadas, bibliotecas insuficientes y escasas posibilidades de alojamiento. Espoleados por la actitud desafiante de figuras como Unamuno, los estudiantes empezaron a protagonizar estallidos esporádicos de malestar y, en 1927, fundaron el nuevo sindicato conocido como Federación Universitaria Escolar. Sin embargo, la explosión no se produjo hasta 1928, cuando se comprobó que el artículo 53 de la nueva Ley Universitaria que se disponía a promulgar el gobierno permitía que las universidades católicas concedieran diplomas propios. Una propuesta sumamente delicada, que se convirtió en el eje de un enfrentamiento cada vez más temerario con el régimen, hasta el punto de que las universidades llegaron a ir conjuntamente a la huelga.
  119. Aunque el dictador tuvo que ceder en este asunto, la capacidad de la oposición para derrocar su régimen es harto dudosa. Pocos oficiales estaban dispuestos a asumir el riesgo de encabezar personalmente una revuelta. Alba, Sánchez Guerra y sus semejantes estaban desanimados, divididos y carecían de seguidores. Alianza Republicana pretendía tener 200000 afiliados organizados en 500 comités locales, pero fue conmocionada por la sospecha de que el poco escrupuloso Lerroux trataba de llegar a un trato con Primo de Rivera, lo que dio lugar a una escisión y a la aparición del nuevo Partido Socialista Radical Republicano, bajo la dirección de Marcelino Domingo y Álvaro de Albornoz. Los socialistas, que no quisieron poner en peligro los logros de los últimos años ni luchar por lo que a sus ojos era la causa de la revolución burguesa, no rompieron con el régimen hasta el verano de 1929, e incluso entonces vieron con muchos reparos una alianza con una burguesía que, en su opinión, estaba decidida a explotar al movimiento obrero. La CNT, muy debilitada, estaba tan dividida como la UGT. La Federación Anarquista Ibérica, una sociedad secreta recién creada dedicada a velar porque el anarquismo español no se deslizara por la pendiente exclusiva del sindicalismo, se oponía firmemente a cualquier forma de colaboración con la burguesía. Los comunistas a la sazón eran absolutamente intrascendentes. En último y quizás preferente lugar, el regionalismo tampoco suponía una gran amenaza, pues vascos y catalanes estaban sumidos en diversas luchas intestinas.
  120. En definitiva, se mire por donde se mire, no había ninguna amenaza creíble, en particular porque los diferentes focos de oposición estaban tan a menudo enfrentados entre sí como con respecto a Primo de Rivera. Aunque los días de éste estaban contados, más que en la fuerza de la oposición, cabe pensar en el creciente aislamiento del dictador. Ya hemos hablado de los peninsulares, de modo que nos volveremos hacia Alfonso XIII. Pese a la trascendencia de su intervención en el golpe, el rey nunca había estado del todo satisfecho con el dictador. Alfonso XIII soñaba con tener un papel protagonista en la regeneración de España y se vio apartado de la escena. Comprendiendo que los ataques a Primo de Rivera eran ataques hacia su propia persona, trató de distanciarse del dictador, reforzar sus vínculos con el ejército y presionar por una vuelta a un gobierno constitucional. A este respecto la convocatoria de una asamblea constitucional le devolvió cierta esperanza, frustrada cuando, en Septiembre de 1929, el dictador rechazó el borrador de Constitución elaborado por la asamblea, añadiendo un insulto a aquel agravio cuando afirmó haberlo hecho porque daba al monarca la parte del león en el reparto del poder.
  121. Si la estrella de Primo de Rivera se iba desvaneciendo en la Corte, las cosas no iban mejor con la burguesía. Aunque el descontento de las clases acomodadas a menudo se ha atribuido a la aparición de los problemas económicos que estudiaremos más adelante, en realidad la política del dictador inquietaba desde hacía mucho tiempo. En primer lugar, aunque Primo de Rivera favorecía los intereses de las clases pudientes, éstos eran tan heterogéneos que resultaba imposible formular una política económica que los contentara a todos por igual. Por ejemplo, aunque el proteccionismo del régimen beneficiaba a las empresas del sector primario, no ocurría lo mismo con las del sector secundario. Igualmente, aunque los acuerdos comerciales que firmó eran favorables para los exportadores españoles –principalmente de productos agrícolas- se vieron entorpecidos por el valor artificialmente hinchado de la peseta. Otra contradicción del intervencionismo de Primo de Rivera consistía en que tendía a favorecer a las grandes empresas a expensas de las demás. Añádase a todo ello su traición de los intereses culturales de la burguesía catalana, de la reforma social, los esfuerzos por incrementar la tributación y la protección de las clases obreras, y se comprenderá que, ya desde 1925-1926, la industria y el comercio dieran muestras de un descontento paulatino. Aunque menos afectados por la mayoría de estos factores, muchos sectores de la agricultura estaban inquietos, y el intento infructuoso de extender los comités paritarios al campo les irritó profundamente.
  122. Otro grupo con el que ya no podía contar era los representantes del catolicismo social del PSP y ACNP. Desilusionada al comprobar que la Dictadura no tenía en cuenta sus prescripciones, una minoría abstencionista del PSP, liderada por Ángel Ossorio, se oponía de hecho al régimen ya desde 1924. Por el momento, dicha oposición era insignificante, pues la mayoría de los representantes del catolicismo social se consagró en cuerpo y alma a la constitución de la UP, pero al poco tiempo empezaron a surgir serias dudas al respecto. Irónicamente, se referían a la creación de un Estado corporativo, al trato de favor deparado a la UGT, que quedó patente cuando se sometió a grandes presiones a los sindicatos católicos apoyados por Ossorio y sus amigos, y al efecto que tendría sobre sus homólogos campesinos la extensión de los comités paritarios al campo. La claudicación en el conflicto universitario causó nueva alarma: era evidente que el catolicismo político buscaba un nuevo adalid.
  123. En verano de 1929, como atestigua el fracaso de la exposición de Sevilla a la hora de atraer el patrocinio de las clases adineradas y la apatía que se había apoderado tanto de la UP como del somatén, las relaciones entre Primo de Rivera y su base primigenia de poder eran cada vez más tensas, de modo que ya sólo le quedaba el respaldo de sus amigos africanistas. En esta tesitura tuvo que afrontar nuevos problemas. Después de seis años de relativa prosperidad, España registró súbitamente una grave crisis económica no debida, como se supone a menudo, a la aparición de la Gran Depresión (pues, de hecho, la producción industrial y agrícola fue muy elevada durante 1929), sino más bien al valor hinchado de la peseta. Esquemáticamente, diremos que la peseta cayó en picado en los mercados extranjeros, hasta el punto de que Primo de Rivera no tuvo más remedio que cancelar el Presupuesto Extraordinario, revelando así cuán frágiles eran las finanzas del régimen.
  124. Era harto patente que la Dictadura entraba en crisis, con el agravante adicional de que los detenidos en relación con la revuelta de Enero de 1929 fueron o hallados inocentes o tratados de la manera más permisiva posible. Ante las demandas de cambio del monarca, el dictador trató de encontrar desesperadamente una salida de compromiso, presentando una serie de planes centrados, alternativamente, en la convocatoria de nuevas elecciones con arreglo a los términos del proyecto de Constitución de 1929, en la celebración de un plebiscito y el nombramiento de un nuevo gobierno. Sin embargo, ni el rey ni nadie se dejó impresionar: nadie estaba dispuesto a involucrarse en su búsqueda de una solución política. Por otra parte, la desconfianza del mundo empresarial y financiero se agudizó tras el fracaso absoluto de los bonos de tesorería en oro lanzados en Diciembre de 1929 al mercado nacional por su ministro de Hacienda, Calvo Sotelo, para sufragar un empréstito gigantesco.
  125. La esterilidad de sus esfuerzos por detener la caída del valor de la peseta forzó pronto a Calvo Sotelo a dimitir, con lo cual Primo de Rivera se vio privado del apoyo de uno de sus colaboradores civiles más leales, al tiempo que le seguían llegando malas noticias. Por una parte, recibió informes documentados sobre una nueva conspiración militar bajo el mando del gobernador de Cádiz, general Goded, con bastantes pruebas circunstanciales que apuntaban a que la intriga contaba con el respaldo del rey. Por otra, el descontento estudiantil ante los recortes del gasto público presagiados por la desaparición del Presupuesto Extraordinario hizo que las universidades volvieran a la huelga. Convencido de que estaba a punto de ser destituido, la noche del 25 al 26 de Enero, Primo de Rivera redactó una carta abierta a los comandantes supremos del ejército, la armada y las fuerzas de seguridad en las que les pedía una declaración de apoyo y prometía dimitir inmediatamente si se revelaba que había perdido su confianza. Huelga decir que las respuestas fueron palpablemente tibias: prácticamente el único oficial que dio plena confianza al dictador fue el africanista Sanjurjo. El 28 de Enero, Alfonso XIII recibía un mensaje en el que se le notificaba no sólo que era inminente un golpe, sino que incluso podía ir dirigido contra la monarquía. Ante semejante amenaza, el rey exigió la dimisión inmediata de Primo de Rivera. Deprimido y enfermo, el dictador se rindió. Al día siguiente partió exiliado a Francia, donde moriría dos meses después.
  126. LECCIONES DE LA DICTADURA
  127. En conclusión, la Dictadura de Primo de Rivera constituyó un fracaso abyecto ya desde su propio planteamiento. De los tres objetivos originales del general, sólo uno –la solución del problema marroquí- había sido cumplido, aunque de manera diametralmente opuesta a sus intenciones. En cuanto a los dos restantes, es posible que se restaurara el orden con carácter temporal, pero las tensiones básicas que habían conducido a las tormentas de 1918-1923 no se aliviaron en lo más mínimo; por su parte, el caciquismo, en lugar de erradicado, fue integrado en la estructura de la Dictadura. Si de verdad, de una manera más general, Primo de Rivera se había propuesto entorpecer el movimiento que abogaba por una democracia, la Dictadura no había hecho más que empeorar las cosas, pues la aceleración de la tasa de urbanización, el mayor grado de movilización política y la mejora de las comunicaciones y la educación que trajo consigo redujeron el margen de maniobra y manipulación de la oligarquía. En suma, el notable perfeccionamiento de la infraestructura española que constituyó el adelanto más positivo constituyó por lo tanto un arma de doble filo.
  128. El general, rumiando las razones de su caída en el breve lapso de tiempo que le quedaba antes de su muerte, decidió que en muchos aspectos se había sentado entre dos sillas. Así, al tiempo que reprimía el constitucionalismo, dejaba a sus adversarios políticos una considerable libertad de acción; en lo sucesivo, como observa, “La libertad … deberá siempre ir acompañada por la Guardia Civil”. El mensaje no cayó en saco roto: otro dictador futuro se encargaría de velar porque la intriga nunca le quitara el suelo de los pies, como le había ocurrido a Primo de Rivera. En otros aspectos, no obstante, tendría mucho que emularle: ya fuera el intento de destilar en la sociedad los valores del ejército, la formación de un movimiento patriótico nacional, el uso del lenguaje de la cruzada o la demonización del liberalismo, el anarquismo, el socialismo, el comunismo y el separatismo. En todos estos ámbitos, la Dictadura de Primo de Rivera preludio la de Francisco Franco. Al tiempo que abría la senda para el advenimiento de la Segunda República, llevaba en su seno las instrucciones para destruirla.
  129. 14. IMPLANTACIÓN DE LA REPÚBLICA
  130. DESAFÍO Y FRACASO
  131. Apenas un año antes de la caída de Primo de Rivera, España se convirtió en una República. Ante la preeminencia en el gobierno provisional de una coalición de socialistas y republicanos de izquierda, parecía que por fin se iba a hacer realidad un cambio radical. Esa era la disyuntiva. Para mantener el apoyo de la izquierda, la Segunda República necesitaba concretar sus promesas pero, al hacerlo, inevitablemente tenía que distanciarse de la derecha. Atrapado en un dilema de solución imposible, agravado por una crisis económica despiadada, el nuevo régimen iba a acabar sus días sin haber satisfecho absolutamente a nadie. En dos años, la causa de la reforma se habría derrumbado y sólo se plantearía ya la pregunta de si podía salvarse la República.
  132. “DICTABLANDA”
  133. La caída de Primo de Rivera no marcó el fin de la Dictadura per se. Sin embargo, en lo que respecta al rey, el periodo 1923-1930 había de rectificarse cuanto antes: la única solución residía en pretender que durante ese tiempo la Constitución había quedado meramente suspendida. El monarca, desesperado por restaurar el orden antiguo, escogió al moderador general Berenguer para sustituir al dictador (este antiguo Alto Comisario de Marruecos, uno de los primeros adversarios de Primo de Rivera entre la clase militar, era un fiel “romanonista”). Berenguer nombró un gabinete constituido fundamentalmente por conservadores recalcitrantes, anunció la reinstauración de la Constitución, decretó una amnistía general, devolvió la legalidad a la CNT, suavizó muchas de las medidas más draconianas de Primo de Rivera, restauró los ayuntamientos y las diputaciones de 1923, sustituyó a muchos gobernantes civiles de la Unión Popular (o “upetistas”) por representantes del orden antiguo, e hizo planes para la elección de nuevas Cortes. España, en resumen, ya no era una dictadura, sino una “dictablanda”.
  134. No obstante, por muchos conceptos estos planes adolecían de serios defectos. Berenguer, inextricablemente vinculado a Annual, inspiraba poca confianza incluso en el ejército, por no mencionar el conjunto de la opinión pública, al tiempo que carecía palpablemente de dinamismo. Además, para que hubiera tenido alguna esperanza de éxito, habría necesitado de inmediato unas Cortes. Pero no ocurrió nada semejante. Los conservadores y liberales, aunque a rasgos generales fieles a la Corona, precisaban tiempo para reconstruir sus cacicatos maltrechos. Por su incapacidad de actuar en consecuencia, la buena fe de Berenguer quedó en seguida en entredicho, pero de hecho sus opciones de éxito siempre habían sido exiguas. La Lliga, todavía liderada por Cambó, furiosa por la puñalada trapera que Primo de Rivera le había asestado por la espalda, se negó abiertamente a respaldar la monarquía, mientras los reformistas se declaraban partidarios de unas Cortes constituyentes, cuando no de una república. Ni tan siquiera los partidos dinásticos estaban del todo unidos en su apoyo a Berenguer. Algunos de sus cabecillas proclamaron abiertamente su conversión al republicanismo –entre los ejemplos más señalados, cabe destacar el del importante cacique cordobés, Niceto Alcalá Zamora, y el hijo menor de Antonio Maura, Miguel; otros –en particular, Sánchez Guerra- fundaron un nuevo movimiento reformista llamado los Constitucionalistas y otros se mantuvieron al margen. Además, incluso cuando los partidos del turno decidieron participar activamente en la restauración del orden antiguo, las divisiones de los años anteriores a 1923 siguieron entorpeciendo sus iniciativas. Al propio tiempo, la política había evolucionado: España había entrado en una era de movilizaciones de masas que restaban toda operatividad a los comités ad hoc de notables. En sendos partidos de turno se realizaron esporádicos intentos de modernización, en el mejor de los casos ineficaces y a menudo saboteados por las pugnas feroces que estallaban por doquier entre los cacicatos que habían apoyado al dictador y los que habían sido perseguidos por él.
  135. La zozobra de los partidos dinásticos no permite presuponer que la monarquía careciera de defensores. Por el contrario, si muchos miembros de la UP abandonaron el legado de Primo de Rivera pasándose a las filas de los liberales, conservadores, o incluso republicanos, otros se agruparon en torno a varios movimientos de derechas que proclamaban alto y fuerte los principios de la dictadura y el corporativismo, emprendiendo una campaña de propaganda que atrajo mucho la atención de los elementos de la burguesía inclinados a considerar la República sinónimo de agitación social. Aunque algunos de sus líderes, el más destacado de los cuales fue el carismático hijo del dictador, José Antonio, fueron en la práctica indiferentes a la monarquía (a fin de cuentas, Alfonso XIII había destituido a Primo de Rivera), el resultado final fue, sin embargo, que las clases pudientes reflexionaran sobre las posibles implicaciones de la crisis de la monarquía, algo que no se hubieran planteado en otra situación.
  136. Estos movimientos autoritarios no eran los únicos aliados de la monarquía. Los treinta últimos años, la Iglesia católica había creado un impresionante acervo de organizaciones laicas cuyo principal objetivo era la defensa de la Iglesia y la propagación de los principios del catolicismo. El ejemplo más ilustrativo a este respecto es la liga de cinco mil sindicatos y cooperativas agrícolas conocida como la Confederación Nacional Católica Agraria, pero también cabe citar la red de sindicatos obreros católicos fundados bajo la égida del marqués de Comillas, la muy elitista ACNP, agrupaciones femeninas como Acción Católica de la Mujer y grupos de presión sobre temas puntuales como Asociación Católica de Represión de la Blasfemia. Este movimiento polifacético, agrupado en torno a una organización general laxa conocida como Acción Católica y que poseía una prensa muy influyente, dio su pleno apoyo a la revitalización de la monarquía, al tiempo que el clero advertía de la inminencia de un cataclismo. También entraron en acción organizaciones seglares que aglutinaban a los miembros de las clases acomodadas: círculos femeninos, cámaras de comercio, grupos sociales y asociaciones de beneficencia.
  137. A pesar de sus denodados esfuerzos –abundaron los mítines de masas, mientras Alfonso XIII era bombardeado con numerosas peticiones de apoyo-, las dificultades que tenían que vencer los monárquicos eran de tal magnitud que el resultado nunca dejó lugar a dudas. El movimiento republicano, estimulado por las huelgas universitarias, había salido definitivamente de su estancamiento. Así, los diversos partidos que lo conformaban empezaron a dar muestra de un renovado vigor, mientras sus filas eran engrosadas por la llegada de los socialistas radicales y de Acció Catalana (el primer grupo, como hemos visto, había surgido de la escisión entre los radicales generada por la desconfianza creciente en Lerroux, mientras que el segundo era producto de una disensión de orden menor en el interior de la Lliga). El movimiento republicano seguía estando profundamente dividido –los catalanes eran detestados por muchos republicanos españolistas, por ejemplo- y era profundamente incapaz de asumir por sí solo la tarea de derrocar a Primo de Rivera, pero la restauración de un grado razonable de libertad política le dio renovados ímpetus. Con ayuda de la impresionante campaña organizada por la Alianza Republicana, se fundaron ramas de uno u otro partido en muchas ciudades rurales que carecían de tradición republicana, al tiempo que surgían nuevas organizaciones con el nombre de Acció Republicana de Catalunya, el grupo conservador conocido como Derecha Republicana y fundado por Miguel Maura y el movimiento autonomista gallego que respondía al nombre de Organización Republicana Gallega Autónoma.
  138. El movimiento republicano, además de crecer rápidamente en tamaño y presencia, llegaba también a ámbitos a los que hasta entonces había prestado poca atención. Miguel Maura, en el ala derecha de esta tendencia, proclamaba abiertamente que sólo se había hecho republicano para proteger los intereses del orden establecido, mientras Lerroux afirmaba que la República debería desarmar a la izquierda y ser conciliadora con los intereses de las clases acomodadas y de la industria. Sin embargo, muchos de sus elementos daban vivas muestras de radicalismo: en efecto, grupos como Acción Republicana y los socialistas radicales proclamaban a los cuatro vientos la necesidad de una reforma de la tierra, de mejoras en el sistema educativo, mejores servicios sociales y la garantía del derecho al trabajo. Por su parte, el republicanismo catalán, bajo la órbita de Francesc Macià, también se había desplazado considerablemente hacia la izquierda, ante el total descrédito de la Lliga por su asociación con la Dictadura.
  139. Sobre los socialistas, por el momento ligeramente al margen del movimiento republicano –hasta tal punto, que las autoridades creyeron en un primer momento que iban a seguir siendo leales- hay que señalar que sus intentos de romper los vínculos con la Dictadura no suponían de ningún modo un acercamiento a los adversarios burgueses de la monarquía. Mientras una pequeña facción encabezada por los líderes moderados Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos estaba convencida de que la tarea principal del movimiento socialista era la creación de una democracia parlamentaria, los líderes del PSOE y la UGT Julián Besteiro y Francisco Largo Caballero postulaban que no había que ayudar a la burguesía a llevar a cabo su propia revolución. Sin embargo, esta estrategia resultaría insostenible. Por una parte, Prieto y de los Ríos estrechaban progresivamente sus vínculos con el movimiento republicano; por otra, España estaba inmersa en un proceso inevitable de cambio del que el movimiento socialista no podía permitirse quedar al margen. Gracias a Primo de Rivera, de hecho, la opinión pública empezaba a hacerse oír de un modo que carecía de precedentes. Más culta y mejor informada que nunca antes en su historia, la inmensa mayoría de los españoles que no eran beneficiarios directos del antiguo orden exultaban con esta libertad reciente y sus exigencias eran cada vez más temerarias. Los socialistas, en plena expansión merced a este cambio –el número de afiliados al PSOE, por ejemplo, se había multiplicado por más de dos durante los dos últimos años- se enfrentaban a la disyuntiva de participar más activamente en el proceso político o quedar lisa y llanamente marginados del mismo.
  140. Por si fuera poco, las bases socialistas se estaban radicalizando progresivamente por la Gran Depresión. El primer sector afectado fue la agricultura. En el campo andaluz, por ejemplo, la caída de los precios y la inestabilidad de los mercados hizo que en muchas fincas de grandes dimensiones se dejara en barbecho gran parte de las tierras, mientras muchos agricultores arrendatarios se demoraban en el pago del alquiler y eran expulsados de sus parcelas. Además, durante 1930 tuvo lugar una importante sequía. Pese a que la repercusión de la depresión fue menos severa en la industria, la detención de los proyectos infraestructurales de Primo de Rivera afectó considerablemente a ciertos sectores de la economía, al tiempo que una subida radical de los precios de los productos alimenticios perjudicó por igual a las ciudades y al campo. Esta situación propició graves disturbios: los comunistas y la CNT, revitalizados por su salida de la clandestinidad, organizaron varias huelgas importantes en diversas ciudades, mientras Andalucía asistía a numerosos motines de subsistencias y otros actos de violencia. Pese a la creciente agitación, la UGT condenó en un primer momento el movimiento huelguista, pero sus líderes tenían un margen de acción limitado, especialmente cuando dicho sindicato empezaba por vez primera a acoger a grandes cantidades de afiliados procedentes del proletariado agrícola. Ante la rápida expansión de la CNT, que comenzaba a robarle afiliados a la UGT, y los modestos progresos de los comunistas en sus cabezas de puente de Bilbao y Sevilla, se planteaba el peligro real de que los socialistas quedaran relegados. De modo que la UGT empezó a participar en el movimiento huelguista e incluso a expresar su apoyo a una alianza con los republicanos. Besteiro, que todavía consideraba este último movimiento como un conglomerado de jefecillos pendencieros sin apenas militantes en su activo, se mantuvo inquebrantable pero, en verano, Largo Caballero –un oportunista cuya principal línea de conducta eran los intereses inmediatos de la UGT- se decantó finalmente por contribuir activamente al derrocamiento de la monarquía.
  141. El fortalecimiento de las fuerzas de oposición a Alfonso XIII no significa que estuvieran unidas. Pero los republicanos eran harto conscientes de la bondad de la unidad política y, poco tiempo después, convocaron una conferencia conjunta de catalanistas y españolistas en San Sebastián. Este acontecimiento, celebrado el 17 de Agosto de 1930, fue sin asomo de duda el momento decisivo en la caída de Alfonso XIII. Así, a cambio de promesas de que la República abordaría la cuestión autonómica, los catalanes acordaron tomar parte en un movimiento revolucionario general. Las fuerzas representadas en San Sebastián también eligieron un comité revolucionario responsable de organizar un golpe contra el régimen y hacerse con las riendas del gobierno. El presidente de este órgano sería Niceto Alcalá Zamora. Los socialistas, representados en la reunión de forma oficiosa por Prieto y De los Ríos, ante la oferta de tres cargos en el gobierno provisional que se crearía tras la revolución, decidieron unirse a ella el 16 de Octubre, dando por supuesto que la UGT respaldaría la rebelión con una huelga general.
  142. Por “rebelión”, naturalmente, se entendía un golpe de estado: todo el mundo coincidía en que cualquier otra iniciativa conllevaba demasiados riesgos. Dado que la Dictadura había dejado al ejército aquejado de agravios de todo tipo, la idea de un pronunciamiento no era descabellada. Berenguer, tratando denodadamente de restaurar el orden, concedía un trato favorable a los oficiales enemistados con Primo de Rivera y daba marcha atrás a muchas de sus decisiones más arbitrarias pero, en definitiva, era “demasiado poco y demasiado tarde”. Al propio tiempo, una combinación de resentimiento y ambición personal arrastraba a varios oficiales a la causa del republicanismo: citemos tan sólo a los tres ejemplos arquetípicos. El general Gonzalo Queipo de Llano era un viejo enemigo de Primo de Rivera que se consideraba agraviado por él; Ramón Franco, un antiguo héroe caído en desgracia (fue el primer hombre que atravesó volando el Atlántico Sur pero, en 1929, fue expulsado de las fuerzas aéreas después de que un intento de batir el récord mundial en vuelo de hidroaviones acabara en un escándalo de tremendas proporciones) y Fermín Galán, un africanista amargado por la lentitud de su promoción y obsesionado por nebulosos sueños de encabezar una revolución.
  143. Los planes del pronunciamiento estuvieron pronto muy avanzados pero, de hecho, varios contratiempos hicieron que el otoño llegara y se fuera sin que se hubiera producido ninguno. Franco y Galán, frustrados e irritados, decidieron que no podían esperar más. El primero se apoderó del campo de aviación militar de Cuatro Vientos, en los alrededores de Madrid, mientras, el 12 de Diciembre, Galán lanzaba a su regimiento a la insurrección y se dirigía a Zaragoza (estaba acuartelado en Jaca). Los días siguientes se produjeron disturbios aislados aquí y allá, pero la maniobra fue una débâcle: Galán fue rodeado, obligado a rendirse y fusilado, mientras Ramón Franco se hacía con un avión y huía al extranjero. El caos subsiguiente fue de tal magnitud que con justicia debería haber desacreditado por completo al comité revolucionario pero, inesperadamente, la victoria de Alfonso XIII se convirtió en pírrica: la ejecución de Galán fue un error craso que acarreó al monarca la acusación de ser un “sanguinario”, mientras los miembros del comité revolucionario detenidos eran aclamados como héroes populares. Nada podía ya enmascarar el hecho de que importantes secciones del ejército y la policía no habían movido un solo músculo, que la persecución de los conspiradores había sido más que desganada y que los rebeldes arrestados pudieron seguir maquinando desde sus celdas. El descontento generalizado tampoco amainaba: en Enero de 1931, por ejemplo, se produjo un nuevo estallido de protestas estudiantiles, mientras varios intelectuales de primera fila se agrupaban en la autodenominada Agrupación al Servicio de la República. Berenguer, progresivamente alarmado, optó por restringir las libertades civiles e iniciar una purga del cuerpo de oficiales, ante lo cual los republicanos, socialistas, reformistas y constitucionalistas anunciaron que boicotearían las elecciones generales que, según sus promesas, todavía debían celebrarse. Ante la perspectiva de celebrar unos comicios que habrían constituido una farsa incluso según los patrones españoles, el 14 de Febrero, el general presentó su dimisión.
  144. El rey, persuadido de que era la única esperanza de evitar una revolución, aceptó, primero, que las nuevas Cortes fueran una asamblea constituyente y, segundo, que su elección fuera precedida por la de los miembros de los ayuntamientos y diputaciones. Como tanto los conservadores como los liberales y la Lliga eran partidarios de esta solución, el 18 de Febrero se creó un gobierno de “unión monárquica” bajo el mando del almirante Juan Bautista Aznar. Ante la vuelta al primer plano de las fuerzas de progreso, el país se vio inmediatamente sumido en una vibrante campaña electoral. Se había acordado que los nuevos ayuntamientos fueran elegidos el domingo 12 de Abril. Conscientes de lo que se jugaban, todas las fuerzas del bando monárquico se lanzaron a la lucha con suma ferocidad, pues sus fuerzas eran desparejas con las de la oposición y luchaban en circunstancias muy desfavorables. En efecto, el 20 de Marzo comenzaba el juicio contra el “gobierno provisional”, en el cual los líderes revolucionarios lograron dejar a la monarquía en dique seco y que concluyó con sentencias nominales que fueron prestamente perdonadas en concepto de los servicios prestados. Además, la campaña se vio empañada por el empleo de una violencia excesiva contra una gran manifestación estudiantil en Madrid. En definitiva, el panorama era poco alentador.
  145. Mientras tanto, la perspectiva de una República se hacía mucho más verosímil por el extraordinario hecho de que los anarquistas hubieran decidido abandonar su apoliticismo. Así, la CNT tenía gran interés en lograr la liberación de sus numerosos militantes que languidecían en prisión. Su figura más influyente, Ángel Pestaña, era un sindicalista “puro” muy influido por el ejemplo de su fallecido amigo y colega Salvador Seguí. Pese a la oposición de la FAI, tras muchas vacilaciones, la CNT decidió participar en las elecciones. Pese a que sus bases no estaban en modo alguno preparadas para encajar semejante golpe de timón, al menos en algunas zonas parece indudable que el voto anarquista fue un factor de importancia crucial.
  146. Aunque los resultados completos de las elecciones no llegaron a publicarse jamás, el panorama se aclaró totalmente. En términos del número de concejales, los monárquicos se alzaron con una mayoría abrumadora. En todos los demás terrenos, la oposición triunfó espectacularmente. Cuarenta y cinco capitales de provincia de las cincuenta y dos existentes se inclinaron del lado de los republicanos y socialistas, que se hacían con muchas otras villas. El juego había concluido, por lo que, el 13 de Abril, Aznar dimitió. Cuando las fuerzas del orden le comunicaron que no lucharían, Alfonso XIII comprendió que también debía marcharse y al anochecer del 14 de Abril el rey se dirigía al exilio. España se había convertido por segunda vez en una República.
  147. EL GOBIERNO PROVISIONAL
  148. El nuevo gobierno creado tras el alumbramiento de la Segunda República se hallaba en una situación comprometida. Habiendo llegado al poder ante la histeria desatada de gran parte de las derechas, no le quedaba más remedio que llegar a un compromiso con las fuerzas de la reacción. Pero, por otra parte, su ascenso al poder se debió al empuje generado por una exigencia de cambio imparable, por lo que tenía que satisfacer también a las fuerzas de progreso. Ese era el cometido de un gobierno muy poco unitario. Estaba compuesto por dos representantes de Derecha Republicana (Alcalá Zaroma y Maura), dos radicales (Lerroux y Martínez Barrio), dos radical-socialistas (Albornoz y Domingo), tres socialistas (Largo Caballero, De los Ríos y Prieto) y un representante de Acción Republicana, la ORGA y Acció Catalana (Azaña, Santiago Casares Quiroga y Nicolau d’Olwer, respectivamente), por lo que su estabilidad estaba abocada al fracaso. Alcalá Zamora y Maura eran conservadores católicos que habían cambiado de bando en la creencia de que una república era el único modo de impedir la revolución; Lerroux era un republicano de la vieja guardia cuya inclinación inveterada por el españolismo, la retórica patriótica y el conservadurismo social se vio reforzada por la afluencia a su partido de numerosos refugiados del orden antiguo, y Largo Caballero era un socialista cuyo reformismo esencial nunca le había impedido acomodarse a los estallidos del radicalismo del pueblo llano. Atrapados en medio quedaban Azaña, Martínez Barrio, Albornoz, Domingo, Casares Quiroga, D’Olwer, Prieto y De los Ríos, cuyas ideas políticas eran aproximadamente centristas. Para complicar aún más la situación, Largo y Prieto se odiaban mutuamente; los socialistas estaban convencidos con razón de que los radical-socialistas habían adoptado el membrete de “socialistas” con el fin exclusivo de robarles votos; por último, Lerroux suscitaba la desconfianza de todos por su reputación de corrupto, al tiempo que estaba resentido porque no se le ofreciera el puesto de jefe del Gobierno.
  149. Ya desde sus primeras horas de vida, de hecho, los numerosos dilemas que se planteaban al régimen nuevo habían comenzado a manifestarse. En conjunto, el 14 de Abril había sido un día caracterizado por el buen humor, aunque algunos elementos dela izquierda habían dado muestras de querer una venganza inmediata. Al propio tiempo, ciertos elementos situados en el extremo del movimiento republicano, entre los que destaca Ramón Franco, defendían sus intereses mediante una campaña de una demagogia desvergonzada. Más problemático era el caso de Barcelona, donde la proclamación de la República no se había ajustado por entero a lo previsto. La fuerza dominante en Cataluña era a la sazón una amalgama de reciente creación de la mayoría de los partidos catalanistas de izquierdas, denominada Esquerra y encabezada por Francesc Macià: como cabía esperar, la Lliga se había escindido en dos el 12 de Abril, mientras Cambó se exiliaba en Francia. Macià, en lugar de limitarse a proclamar la República, declaró que Cataluña era un Estado soberano dispuesto a integrarse en una federación ibérica totalmente hipotética. Esta iniciativa, reflejo de las diferencias de interpretación del Pacto de San Sebastián, añadida al hecho de que el único ministro catalán del gobierno no procediera de Esquerra, enfureció a los miembros más españolistas del gobierno. El gabinete, decidido a devolver a Macià a la senda del orden, despachó una delegación de alto nivel a Barcelona, donde acabó por acordarse de que, a cambio de un gobierno provisional –la Generalitat- y el derecho a elaborar un estatuto de autonomía, Cataluña sometería dicho estatuto a la aprobación de las Cortes. El trato fue sellado con una visita triunfal a Barcelona por parte de Alcalá Zamora.
  150. Mientras unas fuerzas trataban de radicalizar al gobierno, otras se proponían controlar sus movimientos, cuando no derrocarlo. Así, la derecha no estaba en modo alguno dispuesta a rendirse sin luchar. Bajo la égida del diario jesuita El Debate y la ACNP, gran parte de la opinión conservadora comenzó a cavilar cómo podía manipularse la nueva situación desde dentro pero, para muchos recalcitrantes, la única opción era la confrontación. Además, fueron espoleados en este sentido por la actitud del arzobispo de Toledo, cardenal Segura. Se trataba de una persona singularmente combativa, que detestaba todos los aspectos de la modernidad y estaba convencido de que la Iglesia debía controlar la vida cívica. En su calidad de protegido de Alfonso XIII se había sumido en la desesperación ante el advenimiento de la República, en la que veía a la precursora del apocalipsis comunista. Pese a que el discurso oficial de la Iglesia predicaba la obediencia, el 1 de Mayo promulgó una pastoral en la que recordaba a los católicos que Alfonso XIII había sido un ferviente devoto y un gran amigo de la Iglesia y les instaba a rogar por la ayuda divina y mantenerse firmes en su lucha contra la revolución. Animado por esta iniciativa, el editor del periódico conservador ABC, Juan Ignacio Luca de Tena, movilizó a un grupo de descontentos bien relacionados y tramó un plan para desestabilizar a la República, recuperar el apoyo del ejército y crear un movimiento monárquico.
  151. El domingo 10 de Mayo, Madrid asistió, así, a la primera reunión del nuevo Círculo Monárquico Independiente. Varios de sus asistentes se comportaron de forma sumamente provocativa, logrando atraer la atención de una muchedumbre hostil. No es de extrañar que se produjera una confrontación desagradable y que, al poco tiempo, las masas enfurecidas atacaran la sede central de ABC e incendiaran varias iglesias. El gobierno, la mayoría de cuyos ministros se resistían a proteger a la Iglesia o un diario que había dado muestras de constituir uno de los enemigos más despiadados de la República, tardó en reaccionar pero, al amanecer del siguiente día, no tuvo más remedio que desplegar a la Guardia Civil. El orden fue restaurado de inmediato (en realidad los disturbios habían sido de orden menor), pero las implicaciones de esta actitud fueron muy profundas. La unidad del gabinete había sido sometida a grandes tensiones (Maura, en calidad de ministro de la Gobernación, había amenazado con dimitir); la República se había manchado a los ojos de la izquierda al defender a la Iglesia y la derecha disponía ahora de un cuento de terror que seguiría explotando durante los años venideros.
  152. Sugerir sin embargo que los disturbios registrados del 10 al 11 de Mayo fueron decisivos es excesivo. Mucha mayor importancia tuvieron los esfuerzos del gobierno provisional para asegurarse de que la República era algo más que una monarquía sin monarca. Así, especialmente en el terreno de la agricultura, la reforma ya estaba muy avanzada, gracias en particular a que el nuevo ministro de Trabajo era Largo Caballero. Ante el hecho de que la UGT había comenzado hacía pocos meses a implantarse progresivamente entre los braceros de Andalucía y otros lugares (su Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra, creada en 1930, había reclutado en un año a más de 90000 miembros, tan sólo en Andalucía), Largo tenía gran interés en aprovechar esta inercia. A partir del 28 de Abril, el Ministerio de Trabajo sería origen de una serie de decretos que apostaban fuerte por la transformación de la agricultura española. La Ley de Términos Municipales, por ejemplo, prohibía la contratación de mano de obra por una finca hasta que todos y cada uno de los trabajadores del municipio en que estaba situada hubieran encontrado trabajo. El 9 de Mayo, Largo Caballero hacía extensivo el sistema vigente de las juntas de arbitraje al campo, velando porque las disputas sobre salarios y condiciones de trabajo se resolvieran preferentemente a favor de los trabajadores, y no de los patronos (recordemos que cada tribunal estaba presidido por una persona nombrada directamente por el gobierno, lo cual, en ese momento, significaba un funcionario de la FNTT). Entre las demás medidas cabe destacar los decretos que mejoraban los derechos de los aparceros; autorizaban a los municipios a obligar a los terratenientes a cultivar la tierra en barbecho y a dar trabajo a los parados; hacía extensiva la jornada de ocho horas al campo y creaba una red de intercambio de mano de obra local. EN último y quizás preferente lugar, se creó una comisión especial encargada de elaborar un programa de reforma agraria que contemplara una cuota de redistribución de la tierra.
  153. En cuanto a las relaciones entre Iglesia y Estado, la tónica general quedó fijada mediante el anuncio de que el gobierno tenía la intención de secularizar la educación, la sanidad y el entierro de los muertos; legalizar el divorcio; implantar la plena libertad de cultos; interrumpir la ayuda del Estado a la Iglesia y reducir tanto el poder como el número de las órdenes religiosas. Así que, como en el caso de la agricultura, las cosas no quedaron como una mera declaración de intenciones: una serie de decretos puso pronto buena parte de este programa en práctica, al tiempo que dejaba bien claro a la Iglesia que sus maneras serían vindicativas y hostiles.
  154. En cuanto al ejército, la iniciativa correspondió a Manuel Azaña, nombrando ministro de la Guerra por su constante interés por los asuntos militares. Sus objetivos básicos eran, en primer lugar, dar mayor eficacia al ejército, y, en segundo, velar por su democratización y porque aceptara un concepto completamente nuevo de su lugar en la política y la sociedad. Como era patente que debía dedicarse una cuota mayor del presupuesto militar al entrenamiento y armamento, la prioridad absoluta era abordar el problema sempiterno de las dimensiones del cuerpo de oficiales. En efecto, en 1931 España sufragaba a 21576 oficiales, cuando, incluidos los puestos de mayor rango, las estructuras militares debían generar en realidad menos de 15000 puestos. Dado que eran muy pocos los oficiales que se habían negado a prestar juramento de obediencia a la República tras su advenimiento, Azaña no tenía más opción que aplicar un nuevo programa de jubilación anticipada, especialmente porque había decidido también reducir a la mitad el número de divisiones. Al tiempo que abría el camino para el reequipamiento del ejército, Azaña seguía adelante con su democratización. Al nivel más básico, eso suponía la “republicanización” del alto mando –Goded y Ramón Franco, por ejemplo, fueron nombrados altos cargos- pero Azaña también emprendió una serie de cambios estructurales, destinados de una manera u otra a reducir la posibilidad de un golpe militar y, en conjunto, a poner las aspiraciones del ejército en su sitio. Así, el periodo de prácticas del servicio militar se redujo de dos años a uno; se ganó a los oficiales en activo mediante mejoras en su paga y en las condiciones de trabajo; se prometió a la artillería y los ingenieros una mayor cuota de ascensos al generalato; el africanismo se desalentó por medios como la supresión de la Academia Militar General de Zaragoza, la detención del proceso de reclutamiento para la Legión Extranjera y la creación de un tribunal especial encargado de reexaminar todos los ascensos concedidos en función de los méritos; se abolieron los grados de teniente general y capitán general; se privó al ejército de cualquier influencia en el gobierno local y la administración de justicia (entre las bajas más destacables, cabe reseñar la figura del gobernador militar, los capitanes generales y la Ley de Jurisdicciones). También son dignos de mención los esfuerzos realizados para evitar que el ejército volviera a escapar al control del Estado en Marruecos, al frente de cuyo Protectorado se volvió a nombrar a un Alto Comisario civil.
  155. Así pues, pese a su moderación, no cabe duda de que el gobierno provisional era un órgano genuinamente reformista. Tanto en el terreno del ejército como en el de la Iglesia o la tierra, se adoptó rápidamente una serie de medidas para abordar las cuestiones controvertidas más urgentes, al tiempo que se abría la vía para que Cataluña y otras regiones negociaran una nueva relación con Madrid. Por el momento, sin embargo, la República no había sido consagrada por medio de la elaboración de una Constitución. En suma, quedaban muchos problemas en el aire.
  156. LAS CORTES CONSTITUYENTES
  157. Ante los problemas que habían puesto de manifiesto las elecciones municipales, quedaba claro que la formulación de un nuevo orden político no era tarea fácil. Por si fuera poco, el campo seguía cautivo del régimen antiguo. Pese al nombramiento de nuevos gobernadores civiles y diputaciones provinciales por el gobierno, éste no tuvo más opción que convocar nuevas elecciones en gran número de municipios en los cuales las manipulaciones caciquiles habían sido especialmente descaradas. Pese al triunfo espectacular de republicanos y socialistas, el problema fundamental seguía vivo. Muchos caciques, decididos a proteger sus intereses, habían encontrado acogida en las filas de grupos como los radicales o la Derecha Liberal, a lo que contribuyó el hecho de que los republicanos de derechas sabían perfectamente que eran incapaces de atraerse el apoyo de las masas y, por lo tanto, aceptaban encantados la ayuda de las clases acaudaladas.
  158. A medida que fueron afluyendo los caciques al republicanismo disminuyeron las perspectivas de una reforma integral. Pero la necesidad de un avance real era cada vez más intensa. Así, aunque la dirección de la CNT, que seguía la línea de Salvador Seguí, se oponía a cualquier iniciativa que pusiera en peligro el nuevo régimen, desde el principio el anarquismo se fue decantando por una postura de hostilidad abierta, bajo la égida de militantes de la FAI como Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso. Se trataba de personajes carismáticos que se habían labrado la reputación de cruzados revolucionarios durante los años de la Dictadura y que, ahora, denunciaban mitin tras mitin al gobierno provisional, ridiculizaban los decretos laborales de la República y alentaban a las bases a abrigar esperanzas de carácter fantásticamente utópico. Con el creciente potencial de la UGT, la hostilidad abierta de los socialistas y el deterioro imparable de la situación, esta retórica inflamaba a las masas. Desde comienzos de Marzo proliferaron las huelgas por doquier, mientras la FAI, originalmente muy pequeña, comenzó a acoger a millares de afiliados y llegó a plantearse apoderarse del control total de la CNT. Pestaña y sus compañeros, más moderados, tuvieron muchas dificultades para imponer su criterio.
  159. Naturalmente, la CNT no era la única representante de la izquierda revolucionaria. En efecto, aunque con un máximo de 1000 afiliados en 1931, los comunistas habían reaccionado ante el advenimiento de la República con tanta energía que, en Marzo de 1932, ya habían multiplicado sus efectivos por doce y creado un movimiento sindical de dimensiones considerables denominado Confederación General del Trabajo Unitaria. En Cataluña, un grupo de disidentes comunistas encabezados por el destacado teórico marxista Joaquín Maurín había fundado un movimiento opositor llamado Bloc Obrer i Camperol. Pese a que estos grupos parecían insignificantes en comparación con los anarquistas y socialistas, su mera existencia constituía un acicate a la radicalización.
  160. Cuando España fue a las urnas a elegir las Cortes constituyentes, lo hizo sobre un trasfondo de militancia obrera creciente. Para que la República conservara algo de credibilidad, era vital que la asamblea electa pudiera llevar a la práctica un programa de trabajo radical. Sin embargo, no fue eso lo que ocurrió, pese a que la derecha estaba absolutamente postrada. Aunque su única esperanza residía en la unidad, ésta concurrió a las elecciones con un mensaje común (la idea de que una República “comunista” era el heraldo del asesinato en masa, la esclavitud universal y el amor libre) proclamado a bombo y platillo por distintos partidos. Es cierto que, a escala nacional, sólo contaba con un movimiento de cierta envergadura, la alianza fundada por el editor de El Debate, Ángel Herrera, que abogaba por la defensa de “la religión, la nación, el orden, la familia y la propiedad”, denominado Acción Nacional. Sin embargo, pese a concitar el apoyo de gran parte de los monárquicos, el hecho de que Acción Nacional no defendiera explícitamente le principio de la monarquía facilitó la aparición de otros grupos monárquicos recalcitrantes o de independientes. También debió luchar contra varios grupos radicales de derechas proclives bien a defender los intereses de las clases pudientes mediante la creación de un Estado autoritario, bien a fundar un orden nuevo basado en las doctrinas del nacionalsindicalismo, la Lliga, los carlistas y los nacionalistas vascos: estos dos últimos habían logrado resolver sus inveteradas discrepancias y forjaron una alianza mutua (pese a su deseo de autonomía, los nacionalistas vascos seguían siendo una fuerza profundamente católica dominada en gran medida por el clero local y, por si fuera poco, una de las agrupaciones tratadas con la mayor hostilidad por las autoridades republicanas).
  161. La derecha no sólo estaba profundamente escindida –en muchas zonas, los candidatos de Acción Nacional tenían que combatir con carlistas, neo-fascistas, independientes o regionalistas- sino que operaba en condiciones más desfavorables que en Abril de 1931. Dejando de lado el hecho de que muchos notables locales apoyaban ahora a los radicales o a Derecha Republicana, los acontecimientos del 10 y 11 de Mayo habían conducido a la prohibición de muchas de sus grandes publicaciones y a la detención de varios militantes activistas. Tampoco contribuyeron a mejorar la situación los cambios en el sistema electoral: el gobierno dividió todo el país en grandes distritos electorales y decretó que a las listas que obtuvieran más del 40 por 100 de los votos les correspondiera el 80 por 100 de los escaños, una medida destinada a perjudicar a los caciques y a sacar partido de la relativa unidad que imperaba en las filas de sus partidarios.
  162. Ante el hostigamiento y la intimidación de que fue objeto la derecha por parte de las autoridades locales, lo sorprendente no es que triunfara la coalición republicano-socialista en las elecciones del 28 de Junio de 1931, sino que la derecha lograra alzarse con tantos escaños como obtuvo. Así, frente a los 385 diputados del gobierno -113 socialistas, 89 radicales, 50 radical-socialistas, 43 esquerristas, 24 azañistas, 23 representantes de Derecha Republicana, 16 regionalistas gallegos y 27 republicanos de diversas tendencias más- la derecha estaba representada por 24 “agrarios”, la vasta mayoría de los cuales eran partidarios de Acción Nacional, siete nacionalistas vascos, cinco carlistas, tres lliguistas, dos reformistas y varios independientes. Sólo habían cosechado triunfos relativos en Vizcaya, Guipúzcoa y Navarra, donde los carlistas, el PNV y un puñado de independientes católicos se habían presentado unidos con el nombre de Coalición Vasco-Navarrista y habían atraído a una clara mayoría del voto popular.
  163. Aunque el 28 de Junio había vencido el republicanismo, la situación propiciada se caracterizaba por una gran inestabilidad. Así, las elecciones habían servido para exacerbar las tensiones ya existentes en la coalición de San Sebastián –los socialistas y los radical-socialistas, por ejemplo, habían quedado consternados ante el alarde de fuerza de Lerroux. Pero, contra viento y marea, había que confirmar, faute de mieux, al gobierno provisional en sus funciones. Sus probabilidades de supervivencia parecían mínimas: el debate sobre la nueva Constitución pronto puso de relieve la fragilidad de su posición. Incluso sobre los temas seculares –las competencias del presidente, la relación entre Estado y regiones, la organización de las Cortes, la cuestión del voto femenino, la figura jurídica de la propiedad privada, los derechos obreros- la coalición gobernante discrepaba considerablemente y se había ahondado el foso entre los radicales y Derecha Liberal, por una parte, y los socialistas y radical-socialistas, por otra. Sin embargo, aunque la mayoría de estos asuntos lograron resolverse mediante pactos, ello dejó de ser posible en cuanto le llegó el turno a la Iglesia católica. Por su ardiente catolicismo, ni Alcalá Zamora ni Maura podían tolerar el artículo 26 del proyecto de Constitución presentado a las Cortes, que suponía el abandono de la subvención pagada hasta entonces por el Estado a la Iglesia, la supresión de su inmunidad fiscal, la sujeción de las órdenes religiosas a un grado mucho mayor de regulación, la disolución de los jesuitas y el veto del comercio, la industria y la educación a la Iglesia. No bien se hubo aprobado, los dos ministros dimitieron. La República se enfrentaba a su primera crisis ministerial.
  164. La salida de Derecha Liberal reforzó las fuerzas de progreso. Manuel Azaña, que se había labrado rápidamente una gran reputación, fue nombrado jefe del Gobierno, al tiempo que la Constitución se forjaba con un molde más progresista que si Derecha Liberal hubiera seguido en el gobierno. Aprobada finalmente el 9 de Diciembre de 1931, declaraba que España era “una República democrática de trabajadores de toda clase … compatible con la autonomía de los Municipios y las Regiones”. El poder legislativo –unas Cortes unicamerales elegidas por sufragio universal- era supremo, aunque el presidente tenía multitud de competencias que le permitían cumplir algunas de las funciones que habrían correspondido a una segunda cámara. Se garantizaban todas ls libertades civiles, al tiempo que se creaba un tribunal de garantías constitucionales encargado de velar por la observancia de la Constitución y dirimir las diferencias entre el presidente y las Cortes, así como entre las Cortes y las regiones. En determinadas circunstancias, se estipulaba que la tierra estaba sujeta a expropiación con fines de utilidad social. Por último, la Iglesia y el Estado quedaban formalmente separados y se despojaba de gran parte de su poder al ejército, confirmándose la supresión de las capitanías generales y de la Ley de Jurisdicciones. En resumen, España –al menos en teoría- había sido democratizada por fin.
  165. EL BIENIO REFORMISTA
  166. El talante reformista de la República quedó consagrado en los acontecimientos subsiguientes a la aprobación de la Constitución. Es cierto que la causa del republicanismo conservador había recibido un estímulo en forma de la elección de Alcalá Zamora al puesto de presidente, pero la tarea de gobernar fue monopolizada por los elementos más progresistas de la coalición de San Sebastián. Las discrepancias entre Lerroux y el resto del gabinete se habían ido agudizando: objeto de la desconfianza ajena debido a su corrupción y oportunismo, el líder radical estaba enfurecido por el hecho, primero, de que Azaña hubiera sustituido a Alcalá Zamora en la jefatura del Gobierno y, segundo, de que las Cortes hubieran decidido cumplir un mandato completo de cuatro años en lugar de someterse a nuevas elecciones. Si Azaña consideraba esencial una alianza con los socialistas, Lerroux quería echarlos del gobierno. En cuanto Alcalá Zamora fue elegido presidente estalló el conflicto, a raíz del cual Lerroux y los radicales fueron apartados del poder. De momento, sus diputados siguieron apoyando ocasionalmente al gobierno en las Cortes, pero indudablemente el gabinete era ahora de centro-izquierda.
  167. La figura de Manuel Azaña es tan importante para la comprensión de los dos años siguientes que debemos detenernos en su carácter y antecedentes. Nacido en Alcalá de Henares en 1880 en el seno de una próspera familia liberal, quedó huérfano a edad temprana y, como muchos niños de su clase social, recibió una estricta educación católica. Sumamente brillante, a los veinte años obtuvo el título de doctor en Derecho, tras lo cual se dispuso a labrarse una reputación de escritor. Cuando su familia empezó a pasar apuros financieros, se vio obligado a trabajar de funcionario del gobierno, pese a lo cual se mantendría siempre en contacto con el mundo intelectual y, en 1913, fue elegido secretario del Ateneo de Madrid. Por esa época sus ideas políticas cristalizaron en torno al anticlericalismo y la determinación de modernizar España. Sus mordaces invectivas encontraron dianas idóneas en las inclinaciones pro-germánicas del orden establecido durante la primera guerra mundial y, después, en la contienda de Marruecos, de modo que en 1923 ya se había convertido en un personaje de cierto relieve. Si hasta entonces había sido reformista, se radicalizó ante el espectáculo de la Dictadura, acabando por convertirse al republicanismo.
  168. Nombrado jefe del Gobierno en Diciembre de 1931, Azaña se dispuso a hacer frente a los principales problemas pendientes de la República que, en su opinión, eran la Iglesia, las regiones y la tierra. Abordó en primer lugar la cuestión de la Iglesia, que reguló con una serie de medidas que dieron concreción al artículo 26 y otros pasajes pertinentes en la Constitución. Así, el 23 de Enero de 1932, se dio escuetamente diez días a los jesuitas para que abandonaran sus comunidades, mientras las propiedades de la orden se nacionalizaban de inmediato y se cerraban sus diferentes establecimientos docentes. En este periodo se legalizaba también el divorcio y se secularizaban los cementerios. La subvención devengada a la Iglesia en 1932 se redujo a más de la mitad y, en 1933, se suspendería. Por último, en Octubre se produjo el inicio de un debate sobre una nueva Ley de Congregaciones que limitaba rigurosamente las actividades de las escasas órdenes religiosas que todavía seguían existiendo y, en particular, se les prohibía cualquier tipo de participación en la educación (también se nacionalizaría la propiedad no sólo de los jesuitas, sino del conjunto de la Iglesia). Estas medidas estuvieron aparejadas por un intento cabal de paliar las numerosas deficiencias del sector público debidas a décadas de delegación exclusiva de estas tareas a la Iglesia. Así, se abrieron unas 7000 escuelas primarias nuevas, cuyos profesores pudieron contratarse mediante un aumento de la partida presupuestaria correspondiente, al tiempo que se incrementaba el salario de los docentes y se potenciaba intensamente la formación de profesores.
  169. Considerablemente más delicada que la cuestión de la Iglesia era la de las regiones. Comenzando ante todo por Cataluña, a principios del verano de 1931 se elaboró un proyecto de estatuto de autonomía que le habría dado competencias en prácticamente todos los ámbitos salvo la defensa, el comercio internacional y la política exterior. Este documento, conocido como “Estatuto de Nuria” se presentó primero para su aprobación a los 1063 ayuntamientos de Cataluña y, después, se sometió a un plebiscito popular. Tras pasar estas dos pruebas sin el más mínimo revés, el 13 de Agosto se presentó el Estatuto a las Cortes. Pero los catalanes tenían pocos aliados en el gobierno, por lo que no se sometió a debate hasta Mayo de 1932. Las maniobras obstruccionistas de los agraristas tanto como de los republicanos más derechistas hicieron que se avanzara con suma lentitud.
  170. Resulta difícil predecir qué habría ocurrido si las cosas hubieran seguido su curso natural pero, en Agosto de 1932, la República se tambaleó ante un conato de golpe de estado. Un pequeño grupo de generales monárquicos tramaban una insurrección desde el verano anterior y, en invierno de 1932, se les unieron nuevos elementos, entre los que destaca sobre todo el último director de la Guardia Civil de la monarquía, el general Sanjurjo. Sanjurjo, un célebre africanista, había aceptado inicialmente la República, pero pronto se alarmó, en particular cuando, en Febrero de 1932, fue sustituido por el republicano Miguel Cabanellas. No era el único desafecto: varios generales, “hombres de orden”, que se habían opuesto a Primo de Rivera y aceptado la República con ecuanimidad –el ejemplo más ilustrativo era el nuevo jefe de Estado Mayor, general Goded- ahora se alarmaban paulatinamente. Estimulados en su desafección por varios representantes del orden antiguo, entre los cuales despunta Melquíades Álvarez, e indignados cuando Goded y dos de sus íntimos fueron destituidos tras un altercado públco en un desfile en Madrid, GOded y su círculo se lanzaron a la conspiración. Sanjurjo, alentado por el hecho de que pudo granjearse el respaldo de los carlistas, Lerroux y los italianos, logró pronto hacer converger las tendencias conspiradoras bajo su dirección y el 10 de Agosto se hizo con el control de Sevilla. Como cabía esperar, la maniobra fue un fracaso: el gobierno estaba al corriente de la trama con mucha antelación; la inmensa mayoría del ejército y la policía siguieron siendo leales y los conspiradores estaban tan divididos que a algunos no se les llegó a comunicar la fecha del alzamiento. Con la excepción de Madrid, donde se trató de tomar al asalto el Ministerio de la Guerra, nadie respondió a la llamada de Sanjurjo, quien fue arrestado al tratar de huir a Portugal.
  171. A pesar de su fracaso, la “sanjurjada” constituyó un elemento clave para la resolución del conflicto catalán. Así, los numerosos diputados republicanos y socialistas que no habían reaccionado ante la aparición de importantes disensiones o que se habían abstenido de tomar partido ante los sabotajes agraristas se persuadieron de que necesitaban la ayuda de Esquerra, por lo que el Estatuto fue finalmente aprobado por una amplia mayoría. Pero ahí no acabaron los problemas. Tras las enmiendas efectuadas por las Cortes, el Estatuto era mucho menos generoso que la versión original. Además, las competencias conferidas a la Generalitat no se le transferían inmediatamente, sino que se preveía su traspaso en un momento indefinido del futuro. Para ser justos, hay que reconocer que el proceso comenzó con relativa rapidez, a pesar de lo cual un año después sólo habían pasado a control catalán la sanidad pública, la beneficencia y la administración local. Por su parte, la Generalitat seguía privada de ingresos, por lo que sus relaciones con Madrid siguieron preñadas de tensión.
  172. En las demás regiones afectadas por el problema regionalista, los avances habían sido aún más lentos. Comenzando por Galicia, el movimiento regionalista local no era poderoso ni estaba unido –la ORGA, compuesta como estaba de republicanos sólo accesoriamente gallegos, tenía muchos adversarios galleguistas- mientras Galicia se había convertido a la sazón en un bastión de los radicales. En Junio de 1931 se celebró en La Coruña una conferencia regionalista que llegó a redactar un proyecto de Estatuto con grandes dificultades y no se presentó a los ayuntamientos de Galicia hasta Diciembre de 1932. Pese a la clara victoria de los autonomistas, se produjeron nuevos retrasos en su examen por las Cortes –fruto, una vez más, de lsa tendencias “españolistas” latentes en el gabinete- con el resultado de que el gobierno de Azaña concluyó sin que se hubiera producido ningún cambio en la situación jurídica de Galicia.
  173. Las cosas eran muy parecidas en el País Vasco. La vida política de Bilbao llevaba mucho tiempo presidida por una rivalidad a ultranza entre los socialistas y el PNV nacionalista, que las fuerzas del progreso en general eran proclives a considerar enemigo acérrimo de la República y todo cuanto representaba. Con todo, en la medida en que las instituciones creadas no estuvieran monopolizadas por fuerzas hostiles a sus ideales, el gobierno de la República no se oponía en modo alguno al principio de la autonomía: de hecho, se encargó a las nuevas diputaciones nombradas en el País Vasco y Navarra la redacción del pertinente estatuto. Si con ello pretendían suplantar al PNV, la maniobra fue un fracaso: en cuanto se proclamó la República, los nacionalistas elaboraron un estatuto y lo presentaron en una conferencia general de los municipios de la región, que se celebró en la ciudad navarra de Estella el 14 de Junio. El proyecto empezó a zozobrar en ese mismo momento, pues tanto Álava como Navarra estaban dominadas por los carlistas, a quienes no complacía en modo alguno la idea de una patria vasca única ni la perspectiva de un gobierno bilbaíno que se derivaba necesariamente de ella: ellos concebían la descentralización únicamente en términos de los viejos fueros de cada provincia. Sólo en un aspecto era aceptable el programa del PNV: cuando establecía que el nuevo gobierno vasco debería ejercer el control sobre las relaciones entre Iglesia y Estado. Gracias a ello, la conferencia de Estella acordó aceptar el Estatuto.
  174. Sin embargo, todo esto no tuvo ninguna incidencia. El proceso que culminó en Estella fue desbaratado por la nueva Constitución, que reservó el control sobre las relaciones Iglesia-Estado al gobierno central. En efecto, los republicanos y los socialistas nunca habían dejado de abrigar recelos sobre el estatuto, pues el proyecto se centraba en torno a los municipios, una unidad cuya credibilidad electoral era harto sospechosa. Pero ahí no acabó todo: el 28 de Junio, las diputaciones provinciales aceptaron el Estatuto de Estella –con exclusión, naturalmente, de las cláusulas problemáticas sobre las relaciones Iglesia-Estado- como punto de partida del proceso autonomista. Los nacionalistas, comprendiendo por fin que aún podían alzarse con un relativo éxito, abandonaron su maximalismo anterior y se unieron a las diputaciones en sus deliberaciones. En Junio de 1932 ya estaba ultimado y pendiente de aprobación el nuevo estatuto, pero entonces el proceso volvió a toparse con problemas. Los carlistas, cuyas intenciones con respecto a la Iglesia habían sido saboteadas, decidieron inhibirse de este proceso, es decir, que Navarra quedara al margen del mismo. Dado que el estatuto abarcaba a las cuatro provincias concernidas, había que enmendarlo. Una tarea teóricamente sencilla, pero complicada por el hecho de que los socialistas y republicanos habían decidido erradicar al PNV como fuerza política. De modo que se retrasaron las negociaciones, mientras las autoridades ponían en marcha una campaña de hostigamiento destinada a desacreditar al PNV y a forzarle a pasar a la oposición, a consecuencia de lo cual el plebiscito necesario no se celebró hasta Noviembre de 1933.
  175. Si los adelantos en la cuestión nacionalista fueron mínimos, los relacionados con la reforma agraria serían decepcionantes. Empujado por las pruebas inequívocas de que muchos gobernadores civiles y ayuntamientos se aliaban con los terratenientes para sabotear los decretos laborales de Largo Caballero, el gobierno provisional nombró una comisión especial para examinar el tema en Mayo de 1931 pero, en cuanto hubo presentado su correspondiente informe, quedó claro que se trataba de una cuestión muy espinosa. En efecto, aunque todos los líderes de la coalición republicana defendían de boquilla la necesidad de reforma, muchos de ellos se mostraban claramente tibios al respecto. Alcalá Zamora, Maura y Lerroux se oponían a la redistribución de la tierra, mientras los radical-socialistas no estaban en su mayoría interesados por la reforma, de no ser porque constituía un medio de derribar los detestados símbolos del pasado. De modo que fue extremadamente laborioso llegar a un consenso sobre el cariz general de la reforma y hasta Mayo de 1932 no comenzaron las Cortes a deliberar sobre este tema. Debido a una combinación de obstruccionismo agrarista, falta de interés entre buena parte de los partidarios del gobierno y el hecho de que muchas de las cláusulas de la Ley entraran en conflicto con la situación sobre el terreno, tampoco entonces se aceleró el proceso: una vez más, fue la rebelión del general Sanjurjo la que rompió el nudo gordiano.
  176. ¿Constituyó la Ley de Reforma Agraria la medida necesaria para doblegar el poder de la antigua élite? Sobre el papel, sin duda lo fue, pues sus disposiciones parecían suficientemente radicales. A modo de resumen, diremos que se declararon expropiables un mínimo de trece categorías de tierras, que representaban en conjunto una superficie nada desdeñable. Pero no hay que fiarse de las apariencias. En primer lugar, la tierra no cultivable y la tierra cultivada directamente por sus propietarios no podía expropiarse bajo ningún concepto. En segundo lugar, sólo unas pocas categorías de tierras –fincas sobre las cuales la familia hubiera ejercido un señorío o estuvieran continuamente arrendadas o mal cultivadas- podían expropiarse en su integridad. En tercer lugar, las nueve categorías restantes de tierras sólo estaban sujetas a expropiación hasta un límite máximo, fijado no en función de términos absolutos sino en relación con la cuantía de tierra poseída en cada municipio. Y, en cuarto lugar, no se tenía en cuenta el problema que planteaba el que diversos miembros de la misma familia poseyeran tierras en el mismo distrito. Como puede imaginarse, todo ello dio lugar a un jeroglífico burocrático que dejaba infinitos resquicios a os terratenientes para reducir al mínimo sus pérdidas. Por si fuera poco, el proceso fue sumamente oneroso y laborioso, pues el que la gran mayoría de las tierras expropiables tuvieran derecho a indemnización hinchó aún más el presupuesto necesario para la reforma. Consciente de este problema, el gobierno promulgó una ley que imponía por primera vez un impuesto general sobre la renta, pero el problema era tan delicado que los tipos aplicados –teóricamente muy bajos- entraron en vigor a un nivel tan alto que la nueva medida no recaudó apenas ingresos, lo que puso a la administración de Azaña en una posición casi insostenible.
  177. Entre sus numerosas deficiencias la Ley de Reforma Agraria sólo hacía frente a los problemas de los braceros. Para los millares de pequeños aparceros que caracterizaban a gran parte del país, el problema central no era el acceso a la tierra, sino las condiciones de su cultivo. Dado que muchos pegujaleros eran partidarios de la República, habría cabido esperar que el gobierno se apresurara a ayudarlos, pero de hecho no fue hasta Julio de 1933 cuando se promulgó una ley destinada a resolver el problema de los arrendamientos, aunque se desperdició la ocasión. Los agraristas, escudándose en el agotamiento, la indiferencia y, en el caso de los radicales, la complicidad más absoluta, sometieron una vez más la medida a un diluvio de enmiendas: el gobierno cayó antes de poder aprobar la ley. Quedaban pendientes la recuperación de gran parte de los comunes usurpados ilegalmente durante el siglo XIX, la creación de una red de crédito rural que abaratara los préstamos y la mejora de los problemas específicos de los aparceros de Galicia y Cataluña. Sin entrar en la cuestión de cómo se aplicaron las diversas medidas promulgadas por el gobierno de Azaña, los logros del bienio reformista en el terreno capital de la agricultura fueron sumamente magros.
  178. SE CIERNE LA TEMPESTAD
  179. Aunque la versión de la reforma política y social que abrazó la República fue sumamente moderada, dejando aparte el hecho de que sus medidas fueron por lo general adulterados en mayor o menor grado, ésta estuvo desde sus orígenes sometida a una campaña de odio y difamación, por otra parte inevitable. La primera diana fueron, como cabía esperar, las medidas adoptadas para implantarse y defenderse, con respecto a las cuales hay que señalar que tuvo una habilidad especial para hacerse acreedora a todo tipo de acusaciones en el sentido de que traicionaba sus principios. Tanto en el nombramiento de nuevas diputaciones como en el recuento de los resultados de las elecciones municipales, o la avalancha de decretos legislativos que caracterizaron los primeros meses de la vida de la República, o en la presión administrativa que echó a perder las elecciones a Cortes constituyentes, es innegable que, pese a la hipocresía de la derecha al señalarlo, la situación de España distaba de corresponderse con la de una democracia genuina. También fue catastrófico el esclarecimiento de las “responsabilidades”. Si eran pocos los ministros que quisieran llevar la investigación hasta sus últimas consecuencias, las bases de los socialistas y radical-socialistas estaban determinadas a obtener satisfacción y hacer honor a su apelativo de revolucionarias: los diputados de ambos partidos forzaron por lo tanto la creación de una comisión parlamentaria cuya tarea consistía en desenmascarar y perseguir a los involucrados en los crímenes de la dictadura y la monarquía. La nueva comisión, dotada de gran poder, procedió al arresto de dieciséis de los ministros de Primo de Rivera y recomendó despojar al rey de todos sus bienes inmuebles y títulos y declararlo proscrito a perpetuidad. Ante el espectáculo de los militantes republicanos y socialistas entregados a pequeños actos de persecución y acoso, la República se presentaba a la vez como vindicativa e hipócrita (como la derecha se apresuró a señalar, nada se decía de la colaboración de los socialistas con Primo de Rivera).
  180. Amenazando a la República, la derecha logró alzarse con varias victorias propagandísticas notables. Tomemos, por ejemplo, el caso del cardenal Segura. Segura, que había abandonado temporalmente España para realizar consultas en Roma en vísperas de los hechos de principios de Mayo, reiteró su desconfianza en una nota privada al gobierno, al tiempo que urdía una conjura con el fin de evitar la expropiación de la Iglesia. Al regresar a España el 13 de Junio, el cardenal fue detenido y expulsado. Pese a que al Vaticano le resultaba cada vez más molesto (ansioso de preservar algún tipo de modus vivendi con el nuevo régimen, había presionado en Septiembre a Segura para que presentara su dimisión), el cardenal podía aparecer como un mártir y, además, la imagen de persecución que daba, se vio reforzada por los incidentes con el obispo de Vitoria, recientemente destituido por el gobierno. La misma impresión daban las medidas que el gobierno provisional tomó contra la derecha en vísperas de los disturbios del 10 y 11 de Mayo. La ausencia de reacción habría sido fatal, particularmente porque el gobierno se encontraba entre el fuego cruzado de la derecha y de los comunistas y la FAI. El 20 de Octubre de 1931 comenzó el debate sobre la nueva Ley de Defensa de la República, que facultaba al gobierno a reprimir cualquier acción que pudiera poner en peligro la seguridad del régimen. Aproximadamente por esas fechas fue creada la Guardia de Asalto, una nueva fuerza policial paramilitar aún más armada que la Guardia Civil y, en teoría, absolutamente leal a la República.
  181. En respuesta a estas medidas, la derecha proclamó que la República se había convertido en una dictadura, una distorsión de los hechos que habría de constituir una de las armas capitales en su campaña de desestabilización. Por injustos que fueran sus alegatos, el hecho es que la República había dejado tantos flancos al descubierto que la derecha contaba con infinidad de dianas. Por ejemplo, por celebrada que fuera la reforma del ejército llevada a cabo por Azaña, a corto plazo no puede decirse que aportara ningún beneficio militar. Los oficiales podían jubilarse cobrando la integridad de su sueldo, por lo que a finales de 1931, 8200 escogieron esta opción pero, pese a su bondad, con esta medida no se reduciría el desembolso salarial durante mucho tiempo. De modo que, mientras los gastos militares aumentaron considerablemente en el periodo 1931-1933, el ejército no recibió el nuevo armamento que se le había prometido. Es cierto que se adquirieron algunos aviones nuevos para las fuerzas aéreas, pero, en resumidas cuentas, los críticos del gobierno pudieron calificar la política de Azaña en su conjunto como un intento deliberado de acabar con el poderío militar del país.
  182. Más significativos aún fueron los reveses en la política agraria. Por ejemplo, además de su lentitud en ayudar al pequeño propietario y aparcero, el nuevo régimen los presionaba más en ciertos aspectos. Así, los diferentes decretos promulgados por Largo Caballero incrementaron sustancialmente el coste del trabajo de los temporeros en la época de la cosecha, al tiempo que cundía la impresión de que hasta las explotaciones más humildes tendrían que dar trabajo a grandes cantidades de parados. Al mismo tiempo, aunque la Ley de Reforma Agraria se dirigía manifiestamente a los grandes terratenientes, las torpezas de su redacción junto con las arteras enmiendas incluidas hizo que se aplicara a muchos propietarios medianos y pequeños, muchos de los cuales no vivían en zonas caracterizadas por el latifundismo. En las regiones de España en que convivían la agricultura a pequeña escala con los monocultivos latifundistas, comenzó a cundir la misma inquietud entre los campesinos con la que atenazaba a sus ricos vecinos. Sin duda, en muchos sentidos eran mucho más vulnerables que ellos: los braceros hambrientos podían intimidarlos más fácilmente, obligándoles a darles trabajo, algo que no estaban en condiciones de hacer con las grandes fincas. El resultado era previsible: los caciques, hasta entonces aislados y despreciados, pudieron crear una falsa comunidad de intereses entre los propietarios grandes y pequeños, y entre los terratenientes y los arrendatarios.
  183. Las acusaciones de que el gobierno se había propuesto arruinar la agricultura española adquirieron consistencia por una combinación de mala gestión e infortunio. En Diciembre de 1931 se concedió la cartera de agricultura a Marcelino Domingo. Era palmariamente incompetente y, como la derecha indicó en seguida, un perfecto ignorante en temas de agricultura. Sin embargo, su orgullo le impedía asumir su fracaso, por lo que se opuso a cualquier cambio de puesto. Pero, aunque Domingo hubiera sido el mejor agrónomo de España, no habría podido superar barreras infranqueables como el hecho de que la política agraria republicana subrayara la necesidad de cultivar la mayor superficie de tierra posible cuando la situación económica aconsejaba un recorte en la producción. No contribuyeron precisamente a mejorar la situación las artimañas de los intereses agrarios, que a veces se volvían en su contra, como fue el caso del episodio en que sus deshonestos manejos para conseguir un incremento en el precio mínimo del trigo decidieron a Domingo a autorizar la importación de mayores contingentes de dicho producto.
  184. Del gobierno se decía no sólo que estaba arruinando la agricultura española, sino también que se había propuesto acabar con la religión. Que estas acusaciones fueran ciertas o no es lo de menos. “España –había proclamado Azaña, en una frase célebre-, ha dejado de ser católica”: se negó la ayuda pública a la Iglesia, se la erradicó de la educación y fue amenazada con la pérdida de sus propiedades, se pusieron numerosas trabas para la catequesis, se arrestó y forzó al exilio a algunos obispos de primera fila, se incendiaron iglesias, los festivales populares de cariz religioso fueron prohibidos o saboteados, se cerraron periódicos católicos y se amenazó o incordió a los sacerdotes y los fieles. ¿Qué más podían pedir los enemigos del gobierno, en particular porque las afirmaciones de Azaña se habían, cuando menos, exagerado mucho?
  185. A falta de mejores pretextos, siempre podía recurrirse al improperio. En este sentido, el personaje de Azaña era como una bendición. Se trataba de un hombre tímido que se parapetaba tras una fachada de arrogancia y desdén y tendían a ser mordaz como pocos en su retórica. Tenía una tez cetrina y con verrugas, ojos saltones, una cara regordeta y una calva pronunciada: su aspecto general era como el de una rana. El hecho de que se hubiera visto obligado a trabajar como funcionario de tercera fila era un medio útil de pasar por alto su sólida reputación de ensayista y traductor. Como la malevolencia, según dijo uno de sus amigos, no había dejado de ser católica, fue objeto de innumerables mofas y caricaturas: la crítica lo pintaba como una mezcla de incompetente, tirano y homosexual.
  186. Merced a este diluvio de manipulación, pullas y odio, la causa de la derecha se revitalizó considerablemente y adquirió un carácter popular del que carecía hasta el momento. A finales de 1931, sin embargo, los enemigos de la República se habían comenzado a dividir entre quienes querían alcanzar sus objetivos por medios legales y aquellos proclives a derrocar a la República por la fuerza. Comenzando por los carlistas, el fracaso de sus planes de crear un “Gibraltar vaticanista” en el País Vasco y Navarra sólo sirvió para reforzar su opción por una política conspiradora. Llegaron a una entente con los alfonsistas; el movimiento se estructuró con mayor solidez y fue purgado de los vestigios de las escisiones que habían lastrado sus actividades desde la década de 1880; y muchos conservadores se unieron además a una causa en la que veían la salvación política, por lo que la organización carlista llegó a zonas del país que nunca antes había hollado. Esta expansión fue en ocasiones meramente nominal, pero no cabe duda del buen estado de salud del carlismo: el número de militantes en sus patrias septentrional y oriental de origen se multiplicó sustancialmente, se fundaron muchas secciones juveniles y femeninas y se realizó un conato de formación de una milicia conocida como los “requetés”. Ante los progresos de los carlistas, los alfonsistas crearon un nuevo movimiento político en forma de frente para la organización de la rebelión. Acción Española, según su nombre original, fue liderada en n principio por el ex maurista Antonio Goicoechea, un antiguo afiliado de Acción Nacional que a pesar de ello había apoyado con entusiasmo la sanjurjada. Goicoechea, decepcionado por la línea posterior de Acción Nacional, decidió abandonarla a finales de 1932, y fundó un partido conocido como Renovación Española. Pese a su insignificancia en cuanto a número de afiliados y organización, RE suponía una grave amenaza, pues los estrechos vínculos que tejió con la aristocracia le dieron no sólo acceso a considerables fondos, sino también la posibilidad de realizar sabotajes financieros: la evasión de capitales que comenzó en 1931 prosiguió sin tasa.
  187. La derecha “catastrofista” no se acababa en los carlistas y un puñado de alfonsistas recalcitrantes. Como hemos visto, la “dictablanda” había asistido a la aparición de varios grupos que abogaban no ya por una monarquía obsoleta disfrazada de estado corporativo, sino por un modelo de organización radicalmente nuevo. Nos referimos al fascismo español, aunque en un primer momento los únicos grupos acreedores a este calificativo no fueran más que unos cuantos entusiastas que se pusieron a las órdenes de las oscuras figuras de Ramiro Ledesma Ramos y Onésimo Redondo. El primero era un supuesto intelectual que pasaba su tiempo libre en los bares estudiantiles madrileños; el segundo, un funcionario de un sindicato de la remolacha afincado en Valladolid. Ambos, que partían de posturas muy alejadas –Ledesma era apasionadamente anticlerical y se oponían al orden antiguo; Redondo, un católico ferviente muy estrechamente vinculado a la oligarquía terrateniente –cayeron bajo la influencia de Ernesto Giménez Caballero, un escritor inconformista que se había convertido en gran admirador de Mussolini. En Marzo de 1931, Ledesma, después de reclutar a un puñado de secuaces, fundó un periódico denominado La Conquista del Estado, en el que condenaba al caciquismo y la Iglesia católica y tocaba a rebato por la creación de un estado según los principios de lo que él llamaba “nacionalsindicalismo”. Un concepto también caro para Onésimo Redondo, quien fundó en Junio de 1931 un grupo conocido como las Juntas Castellanas de Actuación Hispánica. Ni Ledesma ni Redondo tuvieron excesivo éxito –sólo contaban con el respaldo de un puñado de estudiantes de derechas- lo que les hizo converger aún más y, en Octubre de 1931, unieron sus fuerzas en la creación del primer partido fascista español, con el nombre de Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista.
  188. Si las JONS hubieran sido el único adalid del fascismo en España es probable que dicha doctrina hubiera perecido sin dejar huella. Las Juntas, opuestas a recabar el patrocinio de la oligarquía (pues Ledesma se aferraba a su acendrado anticlericalismo, negaba cualquier relación con la sanjurjada y centraba su propaganda en un intento de granjearse el apoyo de los anarquistas), no tenían futuro. Sólo en 1933 dio un giro la situación en su favor. Miguel Primo de Rivera tenía un hijo llamado José Antonio, un joven encantador y modesto, que no había participado en la Dictadura y sólo se dedicó a la política cuando fue invitado a ocupar el puesto de secretario general de una de las diferentes ligas autoritarias fundadas para defender la monarquía en 1930. Su bautismo de fuego fue el de un conservador reaccionario, pero pronto empezó a distanciarse de sus correligionarios. Con la desconfianza que le infundía l amanera en que su padre había sido traicionado por la monarquía, el ejército y la oligarquía, decidió también que lo único que podía sanar a España de sus males era una auténtica revolución. De modo que en 1933 ingresó en las filas del fascismo. José Antonio Primo de Rivera era un personaje mucho más creíble que Ledesma y Redondo, por lo que pronto se le brindó apoyo financiero de diversas fuentes y, el 29 de Octubre de 1933, en un congreso al que asistieron 2000 personas, se creó Falange Española en Madrid.
  189. Pese al carisma de José Antonio, el fascismo no tuvo gran repercusión, lo que se debió en gran medida a José María Gil Robles. Nacido en 1898, Gil Robles era un ferviente católico hijo de un destacado intelectual carlista. EN su calidad de lumbrera del PSP y la ACNP y de su estrecha amistad con Ángel Herrera, no tuvo problemas en ser elegido diputado y ascender a la presidencia de Acción Nacional. El movimiento, pronto rebautizado como Acción Popular, cambió rápidamente. SI en un principio se trataba de una organización laxa, que daba cabida a varios grupos –sus adherentes podían tener criterio propio sobre la forma de gobierno deseable para España y pertenecer a otras organizaciones políticas- pronto se convirtió en un partido por derecho propio, constituido por alas obreras, femeninas y juveniles denominadas Acción Obrerista, Asociación Femenina de Acción Popular y Juventud de Acción Popular. Dado que carecía de programa formal, entre sus filas figuraban muchos aspirantes a rebeldes pero, como Gil Robles defendía ardientemente la conquista del poder por medios legales, veía con desagrado la heterogeneidad de su movimiento. En Agosto de 1932, además, sus temores resultaron justificados: muchos miembros destacados de AP participaron en la sanjurjada, por lo que fue objeto de un duro periodo de represión, durante el cual asistió contra su voluntad a la aprobación de la Ley d Reforma Agraria y el Estatuto catalán. En una reunión borrascosa, se forzó a los militantes a aceptar el principio de la legalidad. Meses después, Acción Popular pasaría a llamarse Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA).
  190. Por muy legalista que fuera, Gil Robles no tenía nada de demócrata. Es posible que una restauración no fuera su ideal (aunque tampoco para muchos otros “cedistas” a los que tan sólo es els pedía que renunciaran a la violencia), pero no aceptaba el concepto del pluralismo político. Muy influido por Hitler y Mussolini, abogaba básicamente por un estado corporativo. De haber llegado al poder, la República habría podido sobrevivir, pero habría acabado con la democracia, prohibido los sindicatos, dado marcha atrás a la reforma social y abolido la autonomía regional. Tratando de granjearse el apoyo de las clases bajas y de enmascarar el patente sectarismo que defendía la CEDA, recalcó la importancia de la educación social católica, pero, como veremos, se trataba de una mera cortina de humo. Para la vasta mayoría de sus miembros, de hecho, la consigna era la vuelta a 1931 (de ahí que no pueda considerarse a la CEDA como una organización auténticamente fascista).
  191. FIN DEL BIENIO
  192. La formación de la CEDA no supuso en modo alguno el cese de las actividades conspiratorias. En el ejército, por ejemplo, las reformas de Azaña resultaron sumamente contraproducentes. Por razones técnicas que no hace al caso comentar ahora, la promoción era más lenta que nunca, mientras muchos africanistas eran rebajados de rango y entre el grueso de los oficiales que se jubilaban figuraban precisamente los más sólidos puntales de la República (en cambio, la mayoría de los africanistas siguieron en sus puestos). A la inquietud profesional hay que añadir la aprobación del Estatuto catalán, el descontento generalizado de los trabajadores y la creciente hostilidad que despertaba la Guardia Civil. De modo que el fracaso de la sanjurjada apenas si desalentó la actividad conspiratoria: sólo sirvió para convencer a sus líderes de la necesidad de organizarse mejor, para lo cual fundaron una nueva sociedad secreta conocida con el nombre de Unión Militar Española. Conscientes de sus opiniones reaccionarias y de su gran prestigio entre los africanistas, los conspiradores no escatimaron esfuerzos para atraerse al antiguo héroe de la guerra de Marruecos y director de la Academia Militar de Zaragoza, Francisco Franco (aunque disgustado por la caída de la monarquía y la dictadura, éste se había mantenido al margen de los acontecimientos). Temiendo una fuerte oposición, los abanderados de la revuelta también estrecharon los vínculos con los carlistas y los alfonsistas y entablaron contactos con Mussolini. Visitaron a su vez Roma emisarios de los carlistas y de RE, pues ambas fuerzas seguían decididas a rebelarse. Dicho esto, sin embargo, hay que puntualizar que el grueso de los adversarios de la República estaba dispuesto por el momento a conceder a Gil Robles el beneficio de la duda. De hecho, la ocasión propicia que precisaba para demostrar lo correcto de su estrategia estaba ya muy cercana.
  193. La ocasión que se le brindó a Gil Robles vino aparejada de muchos inconvenientes. Comencemos por la repercusión de la Gran Depresión. Como se ha señalado en numerosas ocasiones, este hecho afectó a España con menor rigor que a otros países. Así, la caída de la producción per capita fue tan sólo del 16 por 100, mientras la renta nacional bruta registraba incluso un ligero aumento. En cuanto al paro, la tasa máxima del 12,8 por ciento era muy inferior a la de muchos otros lugares. En algunos sectores, en particular los que abastecían al mercado nacional, las empresas se beneficiaron del cataclismo: en Cataluña, por ejemplo, la caída del precio del algodón en rama redujo los costes de producción y el precio de venta minorista, espoleando un crecimiento de la demanda. Pero, pese a su fortuna, España no salió indemne de la crisis. Las exportaciones cayeron en picado y no se colmó el vacío dejado por la detención de los proyectos infraestructurales de Primo de Rivera. Eso hizo que en 1933 numerosos sectores de la economía pasaran serios apuros. La ralentización de las actividades no fue el único efecto de la depresión. Cuando los países latinoamericanos tropezaron con dificultades frenaron la inmigración española, al tiempo que adoptaba una gama de medidas que persuadieron a muchos inmigrantes de la conveniencia de regresar a casa. En la antigua metrópoli, la disminución de la oferta de trabajo en las ciudades impuso una desaceleración en la tasa de urbanización, que agravó la recesión de la industria de la construcción. Muchos trabajadores que ya habían abandonado el campo llegaron a la conclusión de que lo mejor que podían hacer era volver a él, con lo que se acentuó palpablemente el problema de la sobrepoblación rural.
  194. Pese a la gravedad de sus consecuencias, la Gran Depresión no fue la única fuente de problemas. Algunos pueden atribuirse a causas estructurales –la tasa de mortalidad había disminuido constantemente, por ejemplo- mientras que otros guardan relación con la situación política, como el que muchos latifundistas dejaran deliberadamente en barbecho muchos campos para impedir su expropiación o reafirmar su dominio. La llegada de la República estuvo acompañada de una evasión generalizada de capitales, que redujo considerablemente la inversión interna y provocó la devaluación de la peseta. Cualquier análisis de los problemas económicos de la República debe dar cuenta también de los errores de gestión por parte del gobierno. Ya hemos comentado las equivocaciones de Marcelino Domingo pero, en ciertos aspectos, el primer ministro de Hacienda republicano, Indalecio Prieto, cometió errores igualmente graves. Prieto, consciente y preocupado con razón por la ineficacia crónica del ferrocarril nacional, pensó que la solución residía en las carreteras nacionales y en los camiones: la consiguiente y exagerada reducción en las actividades de construcción de líneas férreas supuso una recesión de la demanda a la que la industria siderúrgica no podía hacer frente. Puede encontrarse otro ejemplo del trastorno provocado por medidas de reforma más o menos bienintencionadas en el caso de la Ley de Términos Municipales. Esta ley, que tenía por finalidad proteger a los braceros del recurso a esquiroles, perjudicó notablemente a ciertas regiones –Galicia y las zonas más montañosas de Andalucía- en las cuales la migración estacional tenía una importancia capital.
  195. Sea cual fuere la razón precisa, el bienio reformista se caracterizó por una miseria generalizada. Al margen de las diversas iniciativas estructurales acometidas en concepto de reforma agraria, se recibió cierta ayuda pública en forma de programas de obras públicas y afines pero, por varios factores, la reacción de la República ante la crisis fue extremadamente ineficiente. En efecto, el gobierno estaba atado de pies y manos al no querer gravar con demasiado rigor a los ricos, por temor a atizar la rebelión, y al seguir a pies juntillas la ortodoxia financiera imperante por aquel entonces, que desaconsejaba el control de la moneda, los precios, las inversiones, exportaciones e importaciones, la financiación del déficit o lo que pronto daría en llamarse keynesianismo. Prieto, que no era en modo alguno experto en finanzas, estaba obsesionado por la conveniencia de rectificar los errores de la Dictadura y devolver la confianza en la economía. Realizó por ello grandes esfuerzos por restaurar el patrón oro, aumentó los tipos de interés para fomentar la inversión, obligó al Banco de España a sostener la peseta y redujo el gasto público al nivel más bajo posible. Aunque Prieto pasó al puesto de ministro de Obras Públicas en 1931, su política económica apenas si fue modificada por su su sucesor, Jaime Carner, lo que hizo que se dispusiera de pocos fondos para paliar la crisis. En 1933, por ejemplo, el fondo creado para sufragar el subsidio de desempleo recibió menos del 1 por 100 del presupuesto nacional, mientras el órgano fundado para administrar la Ley de Reforma Agraria –el Instituto de Reforma Agraria- recibía tan sólo 50 millones de pesetas anuales.
  196. Para comprender la repercusión que estas medidas tuvieron sobre las posibilidades de llevar a cabo las reformas fundamentales con las que soñaban las clases bajas en 1931, bastará con contemplar la agricultura. Con la excepción de los asentamientos de emergencia –en otoño de 1932, Azaña estableció temporalmente a unos 40000 campesinos sin tierra en diversas fincas de Extremadura, Andalucía y Castilla la Nueva- a finales del bienio reformista menos de un millar de familias habían recibido ayuda del Instituto de Reforma Agraria. Era necesaria una ingente cantidad de trabajo preparatorio antes de poder redistribuir una sola parcela de cuarenta hectáreas; además, el Instituto no disponía de suficientes fondos. Incluso las familias que fueron ayudadas a asentarse se toparon con numerosos problemas, como la ausencia de créditos baratos y el hecho de que a muchas les hubieran correspondido parcelas de monte bajo poco o nada fértiles. En pocas palabras, las medidas en ese sector fueron poco menos que catastróficas.
  197. Decir que todo ello constituyó una gran decepción sería un eufemismo. La situación se agravó por el hecho de que el nuevo régimen era casi tan poco sensible como el anterior en materia de ley y orden. Así, en Julio de 1931, en Sevilla llegó a desplegarse la artillería contra los huelguistas anarquistas, mientras el gobierno no trató de reformar la odiada Guardia Civil y siguió recurriendo con frecuencia a las autoridades militares. Sorprendentemente, un sector considerable de la CNT permaneció fiel al “sindicalismo puro”, relativamente moderado, personificado en la figura de Ángel Pestaña. En verano de 1931 se produjo un violento debate en el seno del movimiento anarquista acerca de la conveniencia o no de aceptar a la República. En esencia, las diferencias versaban sobre la naturaleza de la CNT: Pestaña y sus seguidores opinaban que debía transformarse en un movimiento sindical reformista, mientras sus rivales faístas defendían que siguiera comprometida con la causa de la revolución a través de la huelga general. En aquella coyuntura sólo cabía un vencedor, en particular porque cada vez era más evidente que los socialistas explotaban claramente su control del Ministerio de Trabajo para ganarle terreno a la CNT. La facción de Pestaña, conocida con el nombre de “treintistas” por el manifiesto que treinta de sus líderes firmaron en Agosto de 1931, fue desalojada de todas las parcelas de poder, lo que provocó una escisión, tras la cual Pestaña fundaría un movimiento sindical rival denominado Sindicatos de Oposición. La confusión siguió imperando cierto tiempo pero es un hecho que, en Otoño de 1931, el movimiento anarquista estaba en guerra con la República.
  198. Con el transcurso del otoño fue creciendo la tensión. El gobierno utilizó con liberalidad la Ley de Defensa de la República para prohibir los diarios y sindicatos anarquistas, suspender mítines y manifestaciones, cerrar centros sindicales y arrestar a los militantes más significados. Por si fuera poco, la policía no dio muestras en ningún momento de una actitud más tolerante, abriendo fuego en numerosas ocasiones contra muchedumbres desarmadas. Los faístas, convencidos de que se había emprendido una intentona de acabar para siempre con ellos, replicaron organizando nuevas series de huelgas y manifestaciones, que a su vez atizaron un mayor clima de violencia. De los diversos incidentes registrados el más famoso es el del pueblo de Castilblanco donde, el 1 de Enero de 1932, fueron asesinados cuatro guardias civiles, pero podrían citarse muchos otros, la mayoría de los cuales fueron obra de las fuerzas del orden. En todos ellos distaban de estar limpias las manos de los revolucionarios, pero el hecho es que la brutalidad de la policía era peor que nunca.
  199. Las circunstancias que rodearon los hechos d Castilblanco desataron un tremendo vendaval político. A la derecha, la muerte de los guardias civiles –o, más exactamente, el panorama general de disturbios laborales- le dio más pretextos en su campaña de difamación, aprovechando la represión para tratar de abrir un foso entre los republicanos y los socialistas. Con menos cinismo, muchos liberales burgueses hicieron gala de un genuino descorazonamiento ante la incapacidad de la República de controlar a la policía, especialmente porque el general Sanjurjo, a la sazón todavía director de la Guardia Civil, adoptó una postura completamente intransigente. Sin embargo, la mayor indignación se registró entre las filas de los socialistas. Los trabajadores poco refinados que constituían el grueso de los afiliados a la FNTT –la sección agraria de la UGT- se habían hecho inevitablemente eco del descontento imperante en otoño e invierno, pues Castilblanco no era un bastión anarquista, sino socialista. Para conservar algo de credibilidad, el PSOE no podía sino protestar sonoramente. De momento, su desconfianza en los anarquistas y su propio acendrado reformismo empujaban a los líderes socialistas a seguir firmemente anclados en su convicción de participar en el gobierno, pero la coalición empezaba manifiestamente a ser objeto de tensiones internas.
  200. Por mucho que los socialistas estuvieran inquietos, la situación no era aún lo bastante crítica para producir ningún cambio de política. Por el contrario, cuando la FAI trató de capitalizar el creciente descontento organizando una insurrección revolucionaria en el centro de Cataluña, a finales de enero, la UGT se negó en redondo a secundar la iniciativa, por lo que los rebeldes fueron acallados fácilmente. La represión fue más suave de lo que era práctica habitual –era patente que las autoridades habían tomado buena nota de las protestas registradas el mes anterior- pese a lo cual 110 cenetistas fueron deportados a las aisladas posesiones españolas de la costa occidental del África. A pesar de la gravedad del revés –entre los deportados figuraba la práctica totalidad de los dirigentes de la FAI- el descontento siguió imperando: por ejemplo, la llegada de la primavera estuvo marcada por varias huelgas y ataques terroristas en la provincia de Cádiz, mientras Cáceres y Ciudad Real asistían a la agresión de los alcaldes locales por airados militantes de la FNTT, que les acusaban de no escuchar las demandas laborales. En Extremadura, en especial, grupos de trabajadores realizaron repetidos intentos de ocupación de las tierras de las grandes fincas (el problema fue particularmente acusado en esta región debido a la prevalencia del grupo conocido como los “yunteros”, campesinos sin tierra pero con bueyes y arados, por lo que estaban en inmejorables condiciones de sacar partido de los planes de redistribución de tierras). Por añadidura, los comunistas también intervinieron, logrando entre otras acciones provocar una efímera insurrección en Villa de Don Fadrique.
  201. Aunque en Otoño de 1932 se produjo una leve mejora en la actitud de las autoridades republicanas, merced al programa de asentamiento temporal de Azaña de gran cantidad de colonos en algunas fincas privadas, el comienzo de 1933 estuvo marcado por una nueva catástrofe en el ámbito del orden público. Gracias en parte al regreso de la mayoría de los militantes de la CNT deportados al África, una nueva revuelta anarquista estalló en numerosas zonas de Cataluña, Levante y Andalucía. En la mayoría de los casos, la policía logró restablecer el orden prontamente, pero, en el pueblo de Casas Viejas, un pequeño grupo de militantes se atrincheró en una casa privada. Después de una feroz batalla, la mayoría de sus ocupantes fueron quemados vivos o abatidos cuando trataban de huir. La fuerza pública –compuesta en parte por guardias civiles y en parte por guardias de asalto- tras acabar con el principal foco de resistencia, llevó a cabo un registro aleatorio del pueblo y arrestó a una docena de hombres que fueran ejecutados a sangre fría en circunstancias que sugerían un intento deliberado de implicarlos en el tiroteo.
  202. Las veintidós víctimas de Casas Viejas no fueron las únicas bajas de la masacre: este asunto provocó una crisis de una magnitud sin precedentes. La derecha volvió a explotar la ocasión mientras, esta vez, a los socialistas no les quedó más remedio que replantearse su participación ininterrumpida en el gobierno. Hasta ese momento, habían tenido numerosas dificultades a la hora de contener la creciente ira de sus bases. Pese a su modestia, los adelantos logrados por la República en el campo fueron cortados de raíz en otoño de 1932 por una ofensiva de los patronos que en muchos lugares equivalió a un lock-out virtual, al tiempo que se iba perdiendo cualquier esperanza en las bondades de la Ley de Reforma Agraria. En sus congresos de Octubre de 1932, el PSOE y la UGT ratificaron la estrategia de participación en el gobierno, pero el descontento prosiguió: además de actos aislados de violencia, se produjeron importantes huelgas entre los mineros de Asturias y los peones agrícolas de Salamanca. Costó grandes esfuerzos evitar una iniciativa similar en los ferrocarriles, controlados por la UGT. En esta coyuntura, el episodio de Casas Viejas fuer como una auténtica bomba. Al mismo tiempo, Hitler subía al poder el 30 de Enero de 1933, de forma que el reformismo adquirió visos de complicidad con la ascensión del fascismo. Confortado por el hecho de que la comisión de investigación nombrada para aclarar los hechos de Casas Viejas exoneró a Azaña de las acusaciones de complicidad, el PSOE no abandonó aún la coalición, pero su única justificación no era ya más que la de mantener a los radicales alejados del poder.
  203. Si, en primavera de 1933, la lealtad del PSOE era cada vez menos firme, tampoco cabía contar excesivamente con la de los demás aliados principales de Azaña. En efecto, los radical-socialistas nunca habían sido un grupo excesivamente homogéneo, pues entre sus filas se hallaban reformistas sociales convencidos, demagogos que intentaba restar votos a los socialistas y republicanos conservadores que sólo se habían unido al partido a raíz de disputas personales con Lerroux. Pero el movimiento estaba ahora en un estado de descomposición avanzada. Una facción de la derecha había comenzado a esgrimir la posibilidad de una alianza contra el PSOE, a raíz de lo cual los radical-socialistas se escindieron no en dos, sino tres facciones, lo que dejó aún más desamparado al gobierno. Con todo, la puntilla de Azaña vino de las actividades del presente. Alcalá Zamora, un personaje fatuo e irresponsable muy resentido con Azaña, deseaba a la vez dar con un primer ministro más manejable y poner freno al anticlericalismo y la reforma social. Aprovechando el pretexto de los resultados inevitablemente malos de las elecciones municipales parciales celebradas el 26 de Abril de 1933 para sustituir a los 29804 concejales elegidos sin oposición en los comicios de Abril de 1931, a principios de Junio declaró que el país había perdido la confianza en el gobierno. Como el presidente había previsto, Azaña dimitió de inmediato, a raíz de lo cual Lerroux, el aliado natural de Alcalá Zamora, fue llamado a formar un nuevo gabinete. Cuando el líder radical se mostró incapaz de aglutinar a un nuevo equipo, se devolvió al poder a la vieja administración pero, empujado por una nueva oleada de descontento, Largo Caballero se dispuso abiertamente a romper con el gobierno, mientras el 3 de Septiembre Azaña recibía un nuevo mazazo. Como establecía la Constitución, en dicha fecha el conjunto de los 50000 concejals municipales de España eligieron a los quince miembros del Tribunal de Garantías Constitucionales que teóricamente habían de representar a las diferentes regiones del país. Merced en parte a las disensiones entre los diversos componentes de la coalición, el gobierno sólo se alzó con cinco de los escaños en liza. Por un momento, el jefe del Gobierno trató de resistir contra viento y marea, pero en vano: el 8 de Septiembre de 1933, Azaña no tuvo más remedio que rendirse.
  204. CRÓNICA DEL FRACASO
  205. Pese a todas las esperanzas que había concitado su advenimiento, la República no estuvo a la altura de las expectativas. La reforma social y económica resultó dubitativa e ineficaz; el problema regional sólo se resolvió parcialmente; los derechos civiles fueron frecuentemente vulnerados; la modernización del ejército y las fuerzas de seguridad fue abortada y tanto el militarismo como el caciquismo continuaron prosperando. Hasta la Iglesia logró capear la ofensiva republicano-socialista con notable eficacia: los jesuitas y otras órdenes religiosas lograron con frecuencia eludir su legislación. De haber podido seguir Azaña al mando, la situación habría mejorado probablemente: en verano de 1933 comprendió finalmente que la única esperanza de la República residía en la satisfacción de las expectativas que había despertado. Pese a todo, cuesta creer que Azaña hubiera resistido mucho tiempo, pues la República estaba desgarrada entre el demonio de la revolución y las procelosas aguas de la reacción.
  206. Pero, ¿por qué fue tan decepcionante el bienio reformista? La desventura, incompetencia, irresponsabilidad, cortedad de miras y malevolencia pura y lisa pueden explicarlo en parte. Uno piensa en este sentido en el revolucionarismo infantil de la FAI, el modo en que se plasmó la reforma agraria, el fracaso a la hora de anticipar el keynesianismo, las circunstancias económicas desfavorables en las cuales nació la República y la violenta enemiga de la derecha. En la raíz del problema, sin embargo, reside un factor de mayor calado. Esencialmente, Abril de 1931 marcó el triunfo del liberalismo español, pero su doctrina contenía credos –en particular, la libertad de la propiedad- que obraban en contra de la justicia social. De modo que la reforma social no llegó a prosperar en España no porque la burguesía fuera débil, sino sobre todo porque estaba dividida. En 1931, como en 1810, 1854 y 1868, los círculos cultos e incluso los acaudalados eran fervientes partidarios de la reforma. Sin embargo, no existía un consenso sobre la forma que debía adoptar dicha reforma. Entre un reducido puñado de abogados e intelectuales imperó desde el principio la convicción de que era necesario abandonar los principios fundamentales del liberalismo y abrazar la socialdemocracia, pero entre los políticos burgueses las posturas eran muy dispares. Aunque solían defender de boquilla la conveniencia de la reforma social, muchos componentes de la coalición republicana lo hacían por pura demagogia. Para otros, la justicia social era un asunto de orden menor, postergado por los problemas mucho más graves asociados a la Iglesia y el ejército. Cuando los socialistas persistieron en seguir adelante con la reforma, la coalición revolucionaria se desmoronó. El apoyo a la reforma social aumentó gradualmente, pero la mayoría de los republicanos optaron por un conservadurismo que hizo físicamente inviable la supervivencia de una administración reformista. No obstante, sin dicho régimen no cabía ninguna esperanza.
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