Qué la había traído aquí. Al principio pensaba que un magnetismo, que una necesidad de saber algo, cualquier cosa: el desasosiego de la incertidumbre frente a lo subterráneo. La había traído un monodiálogo dominical, la trsiteansiedad, pero aquí, perdida entre dunas y revolcada por vientos que hacían que microexplosiones de arena golpearan su cara, se había dado cuenta que los pasos en la arena jamás habían sido tan pesados y que la soledad, tan filosa como siempre, jamás tan palpable.

Siguió caminando por horas, encorvada, sus brazos entrelazados en el único tipo de abrazo que conocía. Entre ellos cargaba unas pesadas botas militares que le hubiera gustado botar hace ratos. Ya no pensaba; iba andando, dormida o despierta. Vio a la red de arriba e inconscientemente la comprendió.

Eran un millón de estrellas, un billón de estrellas; eran líneas curvas y perpendiculares, casi transparentes, que atravesaban al cielo nocturno, que lo desbordaban de ida y venida, dando vuelta aquí, vuelta allá, siempre partiendo de un punto cero y siempre regresando a él. Una red infinita de líneas, trazandose de forma autónoma en una gigante circunferencia atope del desierto chileno.