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- Pero fue algo terrorífico superar la última cuesta por la
- carretera de Orense y ver a lo lejos, tras la vía del tren y la
- pequeña estación, surgir las dos torres gemelas rodeadas de lo que
- parecía un carnaval de otras torres grises y doradas alzándose en
- el cielo gris como una serie de gigantes discutiendo. Según más se
- acercaban a la ciudad en lo alto de la colina más intimidado se
- sentía Santiago por lo que le parecía un improbable despilfarro,
- un gigantesco prodigio para gigantes que le repugnaba en parte
- precisamente por ser un prodigio. ¿Habían trabajado ahí sus
- abuelos y bisabuelos? Siempre había oído que la Catedral era la
- gran maravilla de Galicia, que el Maestro Mateo había dado vida a
- la piedra en los muchos santos y profetas de su Pórtico, que la
- tumba del Apóstol había, en su día atraido a peregrinos de los
- países más improbables de la cristiandad sólo para poder verla. No
- era hasta que llegó ahí que descubrió la repulsa que le causaba
- todo aquello.
- La única iglesia que había conocido Santiago era la de la aldea:
- apenas menos humilde que las casas, medio excavada en la ladera de
- granito, de un estilo tan funcional como indefinible. La única
- decoración eran sendas pilastras cilíndricas junto a la puerta y
- un arco de medio punto -en el vano del arco había habido muchos
- años una virgen tallada hasta un día que el vano amaneció vacío, y
- todo el mundo supo que la Virgen estaba ahora bien guardada en un
- museo de Boston, y el párroco Don Manuel se habría sacado un
- dinero necesario- y unos frescos tal vez medievales tal vez
- barrocos medio podridos por la humedad detrás del altar. En
- aquella iglesia cabía exactamente la aldea, tal vez con unos
- hombres en el atrio el día de la fiesta, y aquello bastaba. A un
- lado, en las tumbas excavadas en la colina, cabía también Mai.
- Pero a Santiago le mareó la inmensidad cavernosa de la catedral
- al entrar, el tufo a siglos de incienso supurando de la piedra, y
- por encima de todo la cancerosa tarta de bodas del altar mayor,
- una excrecencia de oro y diamantes que parecía pulsar bajo la luz
- de invierno en el centro de la iglesia y que amenazaba en
- cualquier momento en ponerse en marcha como dorado panzer, o como
- un calamar surgido de las simas que hubiese en el océano más allá
- de Finisterre, un tumor anterior a todo dios pagano comiendose
- vivo al Santo enterrado bajo él. Pai le explicó que las
- misteriosas marcas en cada piedra de cada columna las habían
- colocado los canteros que habían hecho la catedral hacía mil años
- para así poder cobrar el trabajo, y añadió sardónico que era una
- lástima no poder hacer lo mismo con vigas y barriles. A Santiago
- aquellos signos extraños como alfabetos de moros o rusos le
- parecían vagamente obscenos y como de asociación turbia y secreta
- -cosa que posiblemente fuesen.
- Ni siquiera pudieron visitar la tumba, cerrada como estaba por
- trabajos arqueológicos, para visitar lo que según pai era otra
- maravilla de los romanos. Fue con alivio de Santiago, pues habrían
- tenido que acercarse demasiado y dejarse ser tragados por aquella
- monstruosidad dorada.
- Después de la misa -que a Santiago no le pareció especialmente más
- interesante, elaborada o espectacular que la de la iglesia:
- siempre había supuesto que la magnificencia de la ceremonia
- tendría que ir acorde con la magnificencia del sitio- salieron
- hacia el Obradoiro para reunirse con un amigo de Pai. En aquella
- mañana de invierno luminosa, el Palacio de Raxoi al otro lado de
- la plaza le recordó a Santiago un portaaviones británico o japonés
- anclado en un puerto que no existía, esperando ser bombardeado por
- alguna fuerza aérea igualmente pétrea y barroca (pues parecía que
- la victoria del Japón en las Hawaii no había sido cosa de la
- sorpresa, y que los chinitos, como les llamaba Pai
- enigmáticamente, sabían tan bien como ingleses y americanos hacer
- barcos y aviones).
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