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Untitled

a guest
Dec 22nd, 2016
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  1. -Escape-
  2. El artista no es pretencioso ni se jacta de su condición; el artista simplemente, por su propia naturaleza, es. Al estar sumido totalmente en su arte, el sujeto debe hacer precisamente como éste le indique. Esto es, usualmente, de una manera instintiva, improvisada, pero esencialmente, natural. El artista no debe tomar en cuenta siquiera lo que piensen los demás ni las repercusiones que sus acciones puedan tener. El artista simplemente actúa; expresa lo que siente y reacciona a ello. Un verdadero artista, sin embargo, no pretende ser instintivo ni improvisado ni nada parecido a propósito. El verdadero artista no está consciente de esto, la pura espontaneidad de sus acciones es algo parecido a un código instalado por defecto en el ADN del artista. Puede que tenga conocimiento pleno de su condición de arte, pero no tiene control en absoluto de las acciones motivadas por el mismo. Es, de hecho, una incógnita. Puede ser el artista muy sabio y conocedor, lo cual normalmente es el caso, pero para él, el arte siempre será una incógnita. Y es esta combinación, el misterio del arte con la inteligencia del sujeto, que nos da como resultado las más grandes obras literarias, musicales y visuales de la historia de la humanidad. La incógnita y el misterio, alimentados por las experiencias, recuerdos y deseos (carnales) del sujeto, generan todas las características que compondrán la obra, mientras la mitad sabia y conocedora es la que se encarga de estructurarlas y unirlas efectivamente a cada una de ellas.
  3.  
  4. Es por todo esto, que en aquella húmeda oscuridad de octubre, a eso de las dos de la madrugada, las calles del Centro de la Ciudad de Guatemala eran despertadas por un pobre artista que corría a grandes zancadas entre los charcos y la lluvia. Ignacio venía corriendo desde La Aurora hasta el Centro, al único lugar que él podía considerar seguro en ese momento. En su carrera hasta la casa de su tío, Ignacio había conseguido despertar a tres indigentes que dormían en las aceras, y se había ganado un par de insultos de parte de algún borracho de cantina. Naturalmente, esto a Ignacio no le importaba en absoluto en ese momento. Estaba embriagado en su pensamiento, escandalizado por lo que acababa de ocurrir, por cómo lo iba a explicar y qué iba a hacer ahora que ya había ocurrido. Tenía que preocuparse, al menos por ahora, de llegar a salvo a la casa de su tío, apenas quedaban unas siete cuadras más: estaba cerca del Parque Central. Tenía su billetera, con dos mil quetzales en efectivo en su bolsillo izquierdo, junto a unos chicles, y su teléfono en el derecho. Siguió corriendo al tiempo que la lluvia lo empapaba más y más. Mientras se deslizaba por las calles del Centro, esquivando uno que otro carro que pasaba cerca de él de vez en cuando, Ignacio sentía su pelo, empapado, chocando contra su frente y los lados de su cabeza. Pese a que era un tanto molesto, Ignacio lo disfrutaba, pues consideraba que el estar completamente empapado le daba un toque dramático a la escena. Disfrutaba, además, que su cabello se moviera de una manera tan sutil, pues siempre le había gustado que el cabello se moviera libremente en su cabeza. El personaje que ahora corría en las calles que, debido a los drenajes atascados de basura, parecían más bien ríos, era, a los ojos de sus compañeros del colegio, atractivo, pero no necesariamente guapo. Su piel era blanca, aunque de un blanco un poco oscuro, era alto y aparentemente delgado, su pelo era castaño, corto pero lo suficiente largo para que algunos mechones le cayeran sobre la frente. Sus ojos eran dos grandes lagunas cafés y sus labios gruesos y rosados. Su cuerpo era atlético, mas no musculoso. Nada fuera de lo común para alguien que apenas pasaba de los dieciocho años.
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