Not a member of Pastebin yet?
Sign Up,
it unlocks many cool features!
- EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
- Miguel de Cervantes Saavedra
- Capítulo primero
- Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D.
- Quijote de la
- Mancha
- En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
- acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de
- lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo
- corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las
- más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los
- viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las
- tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de
- velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de
- lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de
- lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los
- cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo
- de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la
- podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta
- años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro;
- gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
- sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna
- diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por
- conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana;
- pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la
- narración dél no se salga un punto de la verdad.
- Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos
- que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer
- libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi
- de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración
- de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en
- esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para
- comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa
- todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían
- tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva:
- porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones
- suyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer
- aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas partes
- hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace,
- de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la
- vuestra fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que
- de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se
- fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la
- vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perdía el pobre
- caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y
- desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las
- entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello.
- No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y
- recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le
- hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo
- lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor
- aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable
- aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y
- darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda
- alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y
- continuos pensamientos no se lo estorbaran.
- Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que
- era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido
- mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas
- maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno
- llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía
- comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque
- tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero
- melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la
- valentía no le iba en zaga. En resolución, él se enfrascó tanto
- en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en
- claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y
- del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a
- perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía
- en los libros, así de encantamientos, como de pendencias,
- batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y
- disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la
- imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas
- soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia
- más cierta en el mundo.
- Decía él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen
- caballero; pero que no tenía que ver con el caballero de la
- ardiente espada, que de sólo un revés había partido por medio
- dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo
- del Carpio, porque en Roncesvalle había muerto a Roldán el
- encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó
- a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho
- bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella generación
- gigantesca, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era
- afable y bien criado; pero sobre todos estaba bien con Reinaldos
- de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar
- cuantos topaba, y cuando en Allende robó aquel ídolo de Mahoma,
- que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar
- una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y aun
- a su sobrina de añadidura.
- En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más
- extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le
- pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra,
- como para el servicio de su república, hacerse caballero
- andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a
- buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él
- había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban,
- deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y
- peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.
- Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo
- por lo menos del imperio de Trapisonda: y así con estos tan
- agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos
- sentía, se dió priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo
- primero que hizo, fue limpiar unas armas, que habían sido de sus
- bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos
- siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón.
- Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vió que tenían
- una gran falta, y era que no tenía celada de encaje, sino
- morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de
- cartones hizo un modo de media celada, que encajada con el
- morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que
- para probar si era fuerte, y podía estar al riesgo de una
- cuchillada, sacó su espada, y le dió dos golpes, y con el
- primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana:
- y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho
- pedazos, y por asegurarse de este peligro, lo tornó a hacer de
- nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro de tal
- manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer
- hacer nueva experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada
- finísima de encaje. Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía
- más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de Gonela,
- que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo
- de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro
- días se le pasaron en imaginar qué nombre le podría: porque,
- según se decía él a sí mismo, no era razón que caballo de
- caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin
- nombre conocido; y así procuraba acomodársele, de manera que
- declarase quien había sido, antes que fuese de caballero
- andante, y lo que era entones: pues estaba muy puesto en razón,
- que mudando su señor estado, mudase él también el nombre; y le
- cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y
- al nuevo ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos
- nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a
- hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar
- ROCINANTE, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de
- lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era,
- que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto
- nombre y tan a su gusto a su caballo, quiso ponérsele a sí
- mismo, y en este pensamiento, duró otros ocho días, y al cabo se
- vino a llamar DON QUIJOTE, de donde como queda dicho, tomaron
- ocasión los autores de esta tan verdadera historia, que sin duda
- se debía llamar Quijada, y no Quesada como otros quisieron
- decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís, no sólo se había
- contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el
- nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó
- Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo
- el nombre de la suya, y llamarse DON QUIJOTE DE LA MANCHA, con
- que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la
- honraba con tomar el sobrenombre della.
- Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto
- nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo, se dió a entender
- que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien
- enamorarse, porque el caballero andante sin amores, era árbol
- sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: si yo por
- malos de mis pecados, por por mi buena suerte, me encuentro por
- ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los
- caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto
- por mitad del cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no
- será bien tener a quién enviarle presentado, y que entre y se
- hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde
- y rendida: yo señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la
- ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás
- como se debe alabado caballero D. Quijote de la Mancha, el cual
- me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la
- vuestra grandeza disponga de mí a su talante? ¡Oh, cómo se holgó
- nuestro buen caballero, cuando hubo hecho este discurso, y más
- cuando halló a quién dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se
- cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de
- muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque
- según se entiende, ella jamás lo supo ni se dió cata de ello.
- Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle
- título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no
- desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de
- princesa y gran señora, vino a llamarla DULCINEA DEL TOBOSO,
- porque era natural del Toboso, nombre a su parecer músico y
- peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus
- cosas había puesto.
- Capítulo segundo
- Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el
- ingenioso D. Quijote
- Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más
- tiempo a poner en efecto su pensamiento, apretándole a ello la
- falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según
- eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar,
- sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que
- satisfacer; y así, sin dar parte a persona alguna de su
- intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día
- (que era uno de los calurosos del mes de Julio), se armó de
- todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
- celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta falsa
- de un corral, salió al campo con grandísimo contento y alborozo
- de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen
- deseo. Mas apenas se vió en el campo, cuando le asaltó un
- pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la
- comenzada empresa: y fue que le vino a la memoria que no era
- armado caballero, y que, conforme a la ley de caballería, ni
- podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y puesto qeu lo
- fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero, sin
- empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase.
- Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito;
- mas pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de
- hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de
- otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en los
- libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas pensaba
- limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que
- un armiño: y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin
- llevar otro que el que su caballo quería, creyendo que en
- aquello consistía la fuerza de las aventuras. Yendo, pues,
- caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo
- mismo, y diciendo: ¿Quién duda sino que en los venideros
- tiempos, ciando salga a luz la verdadera historia de mis famosos
- hechos, que el sabio que los escribiere, no ponga, cuando llegue
- a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera?
- "Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha
- y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos,
- y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas
- lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida
- de la rosada aurora que dejando la blanda cama del celoso
- marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los
- mortales se mostraba, cuando el famoso caballero D. Quijote de
- la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso
- caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido
- campo de Montiel." (Y era la verdad que por él caminaba) y
- añadió diciendo: "dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde
- saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en
- bronce, esculpirse en mármoles y esculpirse en mármoles y
- pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio
- encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser
- coronista de esta peregrina historia! Ruégote que no te olvides
- de mi buen Rocinante compañero eterno mío en todos mis caminos y
- carreras." Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera
- enamorado: "¡Oh, princesa Dulcinea, señora de este cautivo
- corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y
- reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer
- ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros de este
- vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor
- padece."
- Con estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de
- los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía
- su lenguaje; y con esto caminaba tan despaico, y el sol entraba
- tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle
- los sesos, si algunos tuviera. Casi todo aquel día caminó sin
- acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba,
- poerque quisiera topar luego, con quien hacer experiencia del
- valor de su fuerte brazo.
- Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino
- fue la de Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de
- viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo
- que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él
- anduvo todo aquel día, y al anochecer, su rocín y él se hallaron
- cansados y muertos de hambre; y que mirando a todas partes, por
- ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores
- donde recogerse, y adonde pudiese remediar su mucha necesidad,
- vió no lejos del camino por donde iba una venta, que fue como si
- viera una estrella, que a los portales, si no a los alcázares de
- su redención, le encaminaba. Dióse priesa a caminar, y llegó a
- ella a tiempo que anochecía. Estaban acaso a la puerta dos
- mujeres mozas, de estas que llaman del partido, las cuales iban
- a Sevilla con unos arrieros, que en la venta aquella noche
- acertaron a hacer jornada; y como a nuestro aventurero todo
- cuanto pensaba, veía o imaginaba, le parecía ser hecho y pasar
- al modo de lo que había leído, luego que vió la venta se le
- representó que era un castillo con sus cuatro torres y
- chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadizo y
- honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes
- castillos se pintan.
- Fuese llegando a la venta (que a él le parecía castillo), y
- a poco trecho de ella detuvo las riendas a Rocinante, esperando
- que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con
- alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo; pero como
- vió que se tardaban, y que Rocinante se daba priesa por llegar a
- la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y vió a las
- dos distraídas mozas que allí estaban, que a él le parecieron
- dos hermosas doncellas, o dos graciosas damas, que delante de la
- puerta del castillo se estaban solazando. En esto sucedió acaso
- que un porquero, que andaba recogiendo de unos rastrojos una
- manada de puercos (que sin perdón así se llaman), tocó un
- cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante se le
- representó a D. Quijote lo que deseaba, que era que algún enano
- hacía señal de su venida, y así con extraño contento llegó a la
- venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un hombre de
- aquella suerte armado, y con lanza y adarga, llenas de miedo se
- iban a entrar en la venta; pero Don Quijote, coligiendo por su
- huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su
- seco y polvoso rostro, con gentil talante y voz reposada les
- dijo: non fuyan las vuestras mercedes, nin teman desaguisado
- alguno, ca a la órden de caballería que profeso non toca ni
- atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas, como
- vuestras presencias demuestran.
- Mirábanle las mozas y andaban con los ojos buscándole el
- rostro que la mala visera le encubría; mas como se oyeron llamar
- doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la
- risa, y fue de manera, que Don Quijote vino a correrse y a
- decirles: Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha
- sandez además la risa que de leve causa procede; pero non vos lo
- digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante, que el mío
- non es de al que de serviros.
- El lenguaje no entendido de las señoras, y el mal talle de
- nuestro caballero, acrecentaba en ellas la risa y en él el
- enojo; y pasara muy adelante, si a aquel punto no saliera el
- ventero, hombre que por ser muy gordo era muy pacífico, el cual,
- viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan
- desiguales, como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no
- estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de
- su contento; mas, en efecto, temiendo la máquina de tantos
- pertrechos, determinó de hablarle comedidamente, y así le dijo:
- si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho
- (porque en esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará
- en ella en mucha abundancia. Viendo Don Quijote la humildad del
- alcaide de la fortaleza (que tal le pareció a él el ventero y la
- venta), respondió: para mí, señor castellano, cualquiera cosa
- basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso el pelear,
- etc.
- Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había
- sido por haberle parecido de los senos de Castilla, aunque él
- era andaluz y de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón
- que Caco, ni menos maleante que estudiante o paje. Y así le
- respondió: según eso, las camas de vuestra merced serán duras
- peñas, y su dormir siempre velar; y siendo así, bien se puede
- apear con seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones
- para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche. Y
- diciendo esto, fue a tener del estribo a D. Quijote, el cual se
- apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo
- aquel día no se había desayunado. Dijo luego al huésped que le
- tuviese mucho cuidad de su caballo, porque era la mejor pieza
- que comía pan en el mundo.
- Miróle el ventero, y no le pareció tan bueno como Don
- Quijote decía, ni aun la mitad; y acomodándole en la
- caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba; al cual
- estaban desarmando las doncellas (que ya se habían reconciliado
- con él), las cuales, aunque le habían quitado el peto y el
- espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni
- quitarle la contrahecha celada, que traía atada con unas cintas
- verdes, y era menester cortarlas, por no poderse queitar los
- nudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera; y así se
- quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la más
- graciosa y extraña figura que se pudiera pensar; y al desarmarle
- (como él se imaginaba que aquellas traídas y llevadas que le
- desarmaban, eran algunas principales señoras y damas de aquel
- castillo), les dijo con mucho donaire:
- Nunca fuera caballero
- de damas tan bien servido,
- como fuera D. Quijote
- cuando de su aldea vino;
- doncellas curaban dél,
- princesas de su Rocino.
- O Rocinante, que este es el nombre, señoras mías, de mi
- caballo, y Don Quijote de la Mancha el mío; que puesto que no
- quisiera descubrirme fasta que las fazañas fechas en vuestro
- servicio y pro me descubrieran, la fuerza de acomodar al
- propósito presente este romance viejo de Lanzarote, ha sido
- causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero tiempo
- vendrá en que las vuestras señorías me manden, y yo obedezca, y
- el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros.
- Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no
- respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna
- cosa. Cualquiera yantaría yo, respondió D. Quijote, porque a lo
- que entiendo me haría mucho al caso. A dicha acertó a ser
- viernes aquél día, y no había en toda la venta sino unas
- raciones de un pescado, que en Castilla llaman abadejo, y en
- Andalucía bacalao, y en otras partes curadillo, y en otras
- truchuela.
- Preguntáronle si por ventura comería su merced truchuela,
- que no había otro pescado que darle a comer. Como haya muchas
- truchuelas, respondió D. Quijote, podrán servir de una trueba;
- porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos, que una
- pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas
- truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el
- cabrito que el cabrón. Pero sea lo que fuere, venga luego, que
- el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el
- gobierno de las tripas. Pusiéronle la mesa a la puerta de la
- venta por el fresco, y trájole el huésped una porción de mal
- remojado, y peor cocido bacalao, y un pan tan negro y mugriento
- como sus armas. Pero era materia de grande risa verle comer,
- porque como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía
- poner nada en la boca con sus manos, si otro no se lo daba y
- ponía; y así una de aquellas señoras sería de este menester; mas
- el darle de beber no fue posible, ni lo fuera si el ventero no
- horadara una caña, y puesto el un cabo en la boca, por el otro,
- le iba echando el vino. Y todo esto lo recibía en paciencia, a
- trueco de no romper las cintas de la celada.
- Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de
- puercos, y así como llegó sonó su silbato de cañas cuatro o
- cinco veces, con lo cual acabó de confirmar Don Quijote que
- estaba en algún famoso castillo, y que le servían con música, y
- que el abadejo eran truchas, el pan candeal, y las rameras
- damas, y el ventero castellano del castillo; y con esto daba por
- bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le
- fatigaba era el no verse armado caballero, por parecerle que no
- se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recibir la
- órden de caballería.
- Capítulo tercero
- Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo D. Quijote en
- armarse
- caballero.
- Y así, fatigado de este pensamiento, abrevió su venteril y
- limitada cena, la cual acabada llamó al ventero, y encerrándose
- con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él,
- diciéndole, no me levantaré jamás de donde estoy, valeroso
- caballero, fasta que la vuestra cortesía, me otorgue un don que
- pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro
- del género humano. El ventero que vió a su huésped a sus pies, y
- oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué
- hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase; y jamás
- quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que
- le pedía. No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra,
- señor mío, respondió D. Quijote; y así os digo que el don que os
- he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que
- mañana, en aquel día, me habéis de armar caballero, y esta noche
- en la capilla de este vuestro castillo velaré las armas; y
- mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para
- poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo
- buscando las aventuras en pro de los menesterosos, como está a
- cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como yo
- soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado. El ventero,
- que como está dicho, era un poco socarrón, y ya tenía algunos
- barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo
- cuando acabó de oír semejantes razones, y por tener que reír
- aquella noche, determinó seguirle el humor; así le dijo que
- andaba muy acertado en lo qeu deseaba y pedía, y que tal
- prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan
- principales como él parecía, y como su gallarda presencia
- mostraba, y que él ansimesmo, en los años de su mocedad se había
- dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del
- mundo buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los
- percheles de Málaga, islas de Riarán, compás de Sevilla,
- azoguejo de Segovia, la olivera de Valencia, rondilla de
- Granada, playa de Sanlúcar, potro de Córdoba, y las ventillas de
- Toledo, y otras diversas partes donde había ejercitado la
- ligereza de sus pies y sutileza de sus manos, haciendo muchos
- tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas
- doncellas, y engañando a muchos pupilos, y finalmente, dándose a
- conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda
- España; y que a lo último se había venido a recoger a aquel su
- castillo, donde vivía con toda su hacienda y con las ajenas,
- recogiendo en él a todos los caballeros andantes de cualquiera
- calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que
- les tenía, y porque partiesen con él de su shaberes en pago de
- su buen deseo. Díjole también que en aquel su castillo no había
- capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba
- derribada para hacerla de nuevo; pero en caso de necesidad él
- sabía que se podían velar donde quiera, y que aquella noche las
- podría velar en un patio del castillo; que a la mañana, siendo
- Dios servido, se harían las debidas ceremonias de manera que él
- quedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese ser más
- en el mundo. Preguntóle si traía dineros: respondió Don Quijote
- que no traía blanca, porque él nunca había leído en las
- historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese
- traído. A esto dijo el ventero que se engañaba: que puesto caso
- que en las historias no se escribía, por haberles parecido a los
- autores de ellas que no era menester escribir una cosa tan clara
- y tan necesaria de traerse, como eran dineros y camisas limpias,
- no por eso se había de creer que no los trajeron; y así tuviese
- por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes (de
- que tantos libros están llenos y atestados) llevaban bien
- erradas las bolsas por lo que pudiese sucederles, y que asimismo
- llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para
- curar las heridas que recibían, porque no todas veces en los
- campos y desiertos, donde se combatían y salían heridos, había
- quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador
- por amigo que luego los socorría, trayendo por el aire, en
- alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua
- de tal virtud, que en gustando alguna gota de ella, luego al
- punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno
- no hubiesen tenido; mas que en tanto que esto no hubiese,
- tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus
- escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras cosas
- necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse; y cuando
- sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos (que eran
- pocas y raras veces), ellos mismos lo llevaban todo en unas
- alforjas muy sutiles, que casi no se parecían a las ancas del
- caballo, como que era otra cosa de más importancia; porque no
- siendo por ocasión semejante, esto de llevar alforjas no fue muy
- admitido entre los caballeros andantes; y por esto le daba por
- consejo (pues aún se lo podía mandar como a su ahijado, que tan
- presto lo había de ser), que no caminase de allí adelante sn
- dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán bien
- se hallaba con ellas cuando menos se pensase. Prometióle don
- Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda puntualidad; y
- así se dió luego orden como velase las armas en un corral
- grande, que a un lado de la venta estaba, y recogiéndolas Don
- Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo
- estaba, y embrazando su adarga, asió de su lanza, y con gentil
- continente se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando
- comenzó el paseo, comenzaba a cerrar la noche.
- Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la
- locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón de
- caballería que esperaba. Admirándose de tan extraño género de
- locura, fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron que, con
- sosegado ademán, unas veces se paseaba, otras arrimado a su
- lanza ponía los ojos en las armas sin quitarlos por un buen
- espacio de ellas. Acabó de cerrar la noche; pero con tanta
- claridad de la luna, que podía competir con el que se le
- prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien
- visto de todos.
- Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la
- venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas
- de Don Quijote, que estaban sobre la pila, el cual, viéndole
- llegar, en voz alta le dijo: ¡Oh tú, quienquiera que seas,
- atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más
- valeroso andante que jamás se ciñó espada, mira lo que haces, y
- no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu
- atrevimiento! No se curó el arriero de estas razones (y fuera
- mejor que se curara, porque fuera curarse en salud); antes,
- trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí, lo cual
- visto por Don Quijote, alzó los ojos al cielo, y puesto el
- pensamiento (a lo que pareció) en su señora Dulcinea, dijo:
- acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este
- vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este
- primero trance vuestro favor y amparo: y diciendo estas y otras
- semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos
- manos y dió con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que
- le derribó en el suelo tan maltrecho, que, si secundara con
- otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto,
- recogió sus armas, y tornó a pasearse con el mismo reposo que
- primero. Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado
- (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó otro con la misma
- intención de dar agua a sus mulos; y llegando a quitar las armas
- para desembarazar la pila, sin hablar Don Quijote palabra, y sin
- pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga, y alzó otra vez
- la lanza, y sin hacerla pedazos hizo más de tres la cabeza del
- segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió
- toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto
- Don Quijote, embrazó su adarga, y puesta mano a su espada, dijo:
- ¡Oh, señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado
- corazón mío, ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza
- a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está
- atendiendo! Con esto cobró a su parecer tanto ánimo, que si le
- acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie
- atrás. Los compañeros de los heridos que tales los vieron,
- comenzaron desde lejos a llover piedras sobre Don Quijote, el
- cual lo mejor que podía se reparaba con su adarga y no se osaba
- apartar de la pila por no desamparar las armas. El ventero daba
- voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y
- que por loco se libraría, aunque los matase a todos. También Don
- Quijote las daba mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y
- que el señor del castillo era un follón y mal nacido caballero,
- pues de tal manera consentía que se tratasen los andantes
- caballeros, y que si él hubiera recibido la orden de caballería,
- que él le diera a entender su alevosía; pero de vosotros, soez y
- baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y
- ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que
- lleváis de vuestra sandez y demasía. Decía esto con tanto brío y
- denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían;
- y así por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron
- de tirar, y él dejó retirar a los heridos, y tornó a la vela de
- sus armas con la misma quietud y sosiego que primero.
- No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped,
- y determinó abreviar y darle la negra orden de caballería luego,
- antes que otra desgracia sucediese; y así, llegándose a él se
- disculpó de la insolencia que aquella gente baja con él había
- usado, sin que él supiese cosa alguna; pero que bien castigado
- quedaban de su atrevimiento. Díjole, como ya le había dicho, que
- en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de
- hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado
- caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según
- él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en
- mitad de un campo se podía hacer; y que ya había cumplido con lo
- que tocaba al elar de las armas, que con solas dos horas de vela
- se cumplía, cuanto más que él había estado más de cuatro.
- Todo se lo creyó Don Quijote, y dijo que él estaba allí
- pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad
- que pudiese; porque si fuese otra vez acometido, y se viese
- armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo,
- excepto aquellas que él le mandase, a quien por su respeto
- dejaría. Advertido y medroso de esto el castellano, trajo luego
- un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los
- arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con
- las dos ya dichas doncellas, se vino a donde Don Quijote estaba,
- al cual mandó hincar de rodillas, y leyendo en su manual como
- que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la
- mano, y dióle sobre el cuello un buen golpe, y tras él con su
- misma espada un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre
- dientes como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas
- damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha
- desenvoltura y discreción, porque no fue menester poca para no
- reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las
- proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la
- risa a raya. Al ceñirle la espada dijo la buena señora: Dios
- haga a vuestra merced muy venturoso caballero, y le dé ventura
- en lides. Don Quijote le preguntó como se llamaba, porque él
- supiese de allí adelante a quién quedaba obligado por la merced
- recibida, porque pensaba darle alguna parte de la honra que
- alcanzase por el valor de su brazo. Ella respondió con mucha
- humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un
- remendón, natural de Toledo, que vivía a las tendillas de Sancho
- Bienaya, y que donde quiera que ella estuviese le serviría y le
- tendría por señor. Don Quijote le replicó que por su amor le
- hiciese merced, que de allí en adelante se pusiese don, y se
- llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió; y la otra le calzó la
- espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la
- de la espada. Preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba la
- Molinera, y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a
- la cual también rogó Don Quijote que se pusiese don, y se
- llamase doña Molinera, ofreciéndole nuevos servicios y mercedes.
- Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca
- vistas ceremonias, no vió la hora Don Quijote de verse a caballo
- y salir buscando las aventuras; y ensillando luego a Rocinante,
- subió en él, y abrazando a su huésped, le dijo cosas tan
- extrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado caballero,
- que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya
- fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves
- palabras, respondió a las suyas, y sin pedirle la costa de la
- posada, le dejó ir a la buena hora.
- Capítulo cuarto
- De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la
- venta
- La del alba sería cuando Don Quijote salió de la venta, tan
- contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado
- caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo.
- Mas viniéndole a la memoria los consejos de su huésped acerca de
- las prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, en
- especial la de los dineros y camisas, determinó volver a su casa
- y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de
- recibir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos,
- pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería.
- Con este pensamiento guió a Rocinante hacia su aldea, el cual
- casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó a caminar,
- que parecía que no ponía los pies en el suelo. No había andado
- mucho, cuando le pareció que a su diestra mano, de la espesura
- de un bosque que allí estaba, salían unas voces delicadas, como
- de persona que se quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo:
- gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto
- me pone ocasiones delante, donde yo pueda cumplir con lo que
- debo a mi profesión, y donde pueda coger el fruto de mis buenos
- deseos: estas voces sin duda son de algún menesteroso o
- menesterosa, que ha menester mi favor y ayuda: y volviendo las
- riendas encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que las
- voces salían; y a pocos pasos que entró por el bosque, vió atada
- una yegua a una encina, y atado en otra un muchacho desnudo de
- medio cuerpo arriba, de edad de quince años, que era el que las
- voces daba y no sin causa, porque le estaba dando con una
- pretina muchos azotes un labrador de buen talle, y cada azote le
- acompañaba con una reprensión y consejo, porque decía: la lengua
- queda y los ojos listos. Y el muchacho respondía: no lo haré
- otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra
- vez, y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el
- hato. Y viendo Don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:
- descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se
- puede; subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza, (que
- también tenía una lanza arrimada a la encina, adonde estaba
- arrendada la yegua) que yo os haré conocer ser de cobardes lo
- que estáis haciendo.
- El labrador, que vió sobre sí aquella figura llena de
- armas, blandiendo la lanza sobre su rostro, túvose por muerto, y
- con buenas palabras respondió: señor caballero, este muchacho
- que estoy castigando es un mi criado, que me sirve de guardar
- una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el cual es
- tan descuidado que cada día me falta una, y porque castigo su
- descuido o bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no
- pagarle la soldada que le debo, y en Dios y en mi ánima que
- miente. ¿Miente, delante de mí, ruin villano? dijo Don Quijote.
- Por el sol que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a
- parte con esta lanza: pagadle luego sin más réplica; si no, por
- el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto:
- desatadlo luego. El labrador bajó la cabeza, y sin responder
- palabra desató a su criado, al cual preguntó Don Quijote que
- cuánto le debía su amo. El dijo que nueve meses, a siete reales
- cada mes. Hizo la cuenta Don Quijote, y halló que montaban
- sesenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los
- desembolsase, si no quería morir por ello. Respondió el medroso
- villano, que por el paso en que estaba y juramento que había
- hecho (y aún no había jurado nada), que no eran tantos, porque
- se le había de descontar y recibir en cuenta tres pares de
- zapatos que le había dado, y un real de dos sangrías que le
- habían hecho estando enfermo. Bien está todo eso, replicó Don
- Quijote; pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotes
- que sin culpa le habéis dado, que si él rompió el cuero de los
- zapatos que vos pagásteis, vos le habéis rompido el de su
- cuerpo, y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en
- sanidad se la habéis sacado; así que por esta parte no os debe
- nada. El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí
- dineros: véngase Andrés conmigo a mi casa, que yo se los pagaré
- un real sobre otro.
- ¿Irme yo con él, dijo el muchacho, más? ¡Mal año! No,
- señor, ni por pienso, porque en viéndose solo me desollará como
- a un San Bartolomé. No hará tal, replicó Don Quijote; basta que
- yo se lo mande para que me tenga respeto, y con que él me lo
- jure por la ley de caballería que ha recibido, le dejaré ir
- libre y aseguraré la paga. Mire vuestra merced, señor, lo que
- dice, dijo el muchacho, que este mi amo no es caballero, ni ha
- recibido orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo el
- rico, vecino del Quintanar. Importa poco eso, respondió Don
- Quijote, que Haldudos puede haber caballeros, cuanto más que
- cada uno es hijo de sus obras. Así es verdad, dijo Andrés; pero
- este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y
- mi sudor y trabajo? No niego, hermano Andrés, respondió el
- labrador, y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro, por
- todas las órdenes de caballerías hay en el mundo, de pagaros,
- como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados. Del
- sahumerio os hago gracia, dijo Don Quijote, dádselos en reales,
- que con esto me contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis
- jurado; si no, por el mismojuramento os juro de volver a
- buscaros y a castigaros, y que os tengo de hallar aunque os
- escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quién os
- manda esto, para quedar con más veras obligado a cumplirlo,
- sabed que yo soy el valeroso Don Quijote de la Mancha, el
- desfacedor de agravios y sinrazones; y a Dios quedad, y no se os
- parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena
- pronunciada.
- Y en diciendo esto picó a su Rocinante, y en breve espacio
- se apartó de ellos. Siguióle el labrador con los ojos, y cuando
- vió que había traspuesto el bosque y que ya no parecía, volvióse
- a su criado Andrés y díjole: Venid acá, hijo mío, que os quiero
- pagar lo que os debo, como aquel desfacedor de agravios me dejó
- mandado. Eso juro yo, dijo Andrés, y como que andará vuestra
- merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen
- caballero, que mil años viva, que según es de valeroso y de buen
- jue, vive Roque, que si no me paga, que vuelva y ejecute lo que
- dijo. También lo juro yo, dijo el labrador; pero por lo mucho
- que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la
- paga. Y asiéndolo del brazo, le tornó a atar a la encina, donde
- le dió tantos azotes, que le dejó por muerto. Llamad, señor
- Andrés, ahora, decía el labrador, al desfacedor de agravios,
- veréis cómo no desface aqueste, aunque creo que no está acabado
- de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo, como vos
- temíades.
- Pero al fin le desató, y le dió licencia que fuese a buscar
- a su juez para que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés se
- partió algo mohino, jurando de ir a buscar al valeroso Don
- Quijote de la Mancha, y contarle punto por punto lo que había
- pasado, y que se lo había de pagar con setenas, pero con todo
- esto, él se partió llorando y su amo se quedó riendo.
- Y de esta manera deshizo el agravio el valeroso Don
- Quijote, el cual, contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que
- había dado felicísimo y alto principio a sus caballerías, con
- gran satisfacción de sí mismo iba caminando hacia su aldea,
- diciendo a media voz: Bien te puedes llamar dichosas sobre
- cuantas hoy viven en la tierra, oh sobre las bellas, bella
- Dulcinea del Toboso, pues te cupo en suerte tener sujeto y
- rendido a toda tu voluntad y talante a un tan valiente y tan
- nombrado caballero, como lo es y será Don Quijote de la Mancha,
- el cual, como todo el mundo sabe, ayer recibió la orden de
- caballería, y hoy ha desfecho el mayor tuerto y agravio que
- formó la sinrazón y cometió la crueldad; hoy quitó el látigo de
- la mano a aquel despiadado enemigo que tan sin ocasión
- valpuleaba a aquel delicado infante. En esto llegó a un camino
- que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la imaginación
- las encrucijadas donde los caballeros andantes se ponían a
- pensar cuál camino de aquellos tomarían; y por imitarlos, estuvo
- un rato quedo, y al cabo de haberlo muy bien pensado soltó la
- rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el
- cual siguió su primer intento, que fue el irse camino de su
- caballeriza, y habiendo andado como dos millas, descubrió Don
- Quijote un gran tropel de gente que, como después se supo, eran
- unos mercaderes toledanos, que iban a comprar a Murcia. Eran
- seis, y venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados a
- caballo y tres mozos de mulas a pie.
- Apenas les divisó Don Quijote, cuando se imaginó ser cosa
- de nueva aventura, y por imitar en todo, cuanto a él le parecía
- posible, los pasos que había leído en su s libros, le pareció
- venir allí de molde uno que pensaba hacer; y así con gentil
- continente y denuedo se afirmó bien en los estribos, apretó la
- lanza, llegó la adarga al pecho, y puesto en la mitad del camino
- estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen (que
- ya él por tales los tenía y juzgaba); y cuando llegaron a trecho
- que se pudieron ver y oír, levantó Don Quijote la voz, y con
- ademán arrogante dijo: todo el mundo se tenga, si todo el mundo
- no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que
- la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.
- Paráronse los mercaderes al son de estas razones, y al ver
- la estraña figura del que las decía, y por la figura y por ellas
- luego echaron de ver la locura de su dueño, mas quisieron ver
- despacio en qué paraba aquella confesión que se les pedía; y uno
- de ellos, que era un poco burlón y muy mucho discreto, le dijo:
- señor caballero, nosotros no conocemos quién es esa buena señora
- que decís; mostrádnosla, que si ella fuere de tanta hermosura
- como significáis, de buena gana y sin apremio alguno
- confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida. Si
- os la mostrara, replicó Don Quijote, ¿qué hiciérades vosotros en
- confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin
- verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender;
- donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia:
- que ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería,
- ora todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de
- vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón
- que de mi parte tengo. Señor caballero, replicó el mercader,
- suplico a vuestra merced en nombre de todos estos príncipes que
- aquí estamos, que, porque no carguemos nuestras conciencias,
- confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más
- siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del
- Alcarria y Extremadura, que vuestra merced sea servido de
- mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque sea tamaño como
- un grano de trigo, que por el hilo se sacará el ovillo, y
- quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merce
- quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su
- parte, que aunque su retrato nos muestre que es turerta de un
- ojo, y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo
- eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo
- que quisiere. No le mana, canalla infame, respondió Don Quijote
- encendido en cólera, no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar
- y algalia entre algodones, y no es tuerta ni corcobada, sino más
- derecha que un huso de Guadarrama; pero vosotros pagaréis la
- grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad, como es
- la de mi señora. Y en diciendo esto, arremetió con la lanza baja
- contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo, que si la
- buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara
- Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y
- fue rodando su amo una buena pieza por el campo, y queriéndose
- levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaba la lanza, espuelas
- y celada, con el peso de las antiguas armas. Y entre tanto que
- pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo: non fuyáis,
- gente cobarde, gente cautiva, atended que no por culpa mía, sino
- de mi caballo, estoy aquí tendido. Un mozo de mulas de los que
- allí venían, que no debía de ser muy bien intencionado, oyendo
- decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin
- darle la respuesta en las costillas. Y llegándose a él, tomó la
- lanza, y después de haberla hecho pedazos, con uno de ellos
- comenzó a dar a nuestro Don Quijote tantos palos, que a despecho
- y pesar de sus armas le molió como cibera. Dábanle voces sus
- amos que no le diese tanto, y que le dejase; pero estaba ya el
- mozo picado, y no quiso dejar el juego hasta envidar todo el
- resto de su cólera; y acudiendo por los demás trozos de la
- lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que con
- toda aquella tempestad de palos que sobre él lovía, no cerraba
- laboca, amenazando al cielo y a la tierra y a los malandrines,
- que tal le parecían. Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron
- su camino, llevando que contar en todo él del pobre apaleado, el
- cual, después que se vió solo, tornó a probar si podía
- levantarse; pero, si no lo pudo hacer cuando sano y bueno, ¿cómo
- lo haría molido y casi deshecho? Y aún se tenía por dichoso,
- pareciéndole que aquella era propia desgracia de caballeros
- andantes, y toda la atribuía a la falta de su caballo; y no era
- posible levantarse, según tenía abrumado todo el cuerpo.
- Capítulo quinto
- Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro
- caballero
- Viendo, pues, que en efecto no podía menearse, acordó de
- acogerse a su ordinario remedio, que era pensar en algún paso de
- sus libros, y trájole su cólera a la memoria aquel de Baldovinos
- y del marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la
- montaña... historia sabida de los niños, no ignorada de los
- mozos, celebrada y aun creída de viejos, y con todo esto no más
- verdadera que los milagros de Mahoma. Esta, pues, le pareció a
- él que le venía de molde para el paso en que se hallaba, y así
- con muestras de grande sentimiento, se comenzó a volcar por la
- tierra, y a decir con debilitado aliento lo mismo que dicen
- decía el herido caballero del bosque:
- ¿Donde estáis, señora mía,
- que no te duele mi mal?
- O no lo sabes, señora,
- o eres falsa y desleal.
- Y de esta manera fue prosiguiendo el romance hasta aquellos
- versos que dicen:
- Oh noble marqués de Mantua,
- mi tío y señor Carnal.
- Y quiso la suerte que cuando llegó a este verso acertó a
- pasar por allí un labrador de su mismo lugar, y vecino suyo, que
- venía de llevar una carga de trigo al molino; el cual, viendo
- aquel hombre allí tendido, se llegó a él y le preguntó que quién
- era y qué mal sentía que tan tristemente se quejaba. Don Quijote
- creyó sin duda que aquel era el marqués de Mantua su tío, y así
- no le respondió otra cosa sino fue proseguir en su romance,
- donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo
- del Emperante con su esposa, todo de la misma manera que el
- romance lo canta. El labrador estaba admirado oyendo aquellos
- disparates, y quitándole la visera, que ya estaba hecha pedazos
- de los palos, le limpió el rostro que lo tenía lleno de polvo; y
- apenas le hubo limpiado, cuando le conoció y le dijo: señor
- Quijada (que así se debía de llamar cuando él tenía juicio, y no
- había pasado de hidalgo sosegado a caballero andante) ¿quién ha
- puesto a vuestra merced de esta suerte? Pero él, seguía con su
- romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo
- mejor que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si tenía
- alguna herida; pero no vió sangre ni señal alguna. Procuró
- levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su
- jumento, por parecerle caballería más sosegada. Recogió las
- armas hasta las astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante,
- al cual tomó de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminó
- hacia su pueblo, bien pensativo de oír los disparates que Don
- Quijote decía; y no menos iba Don Quijote, que de puro molido y
- quebrantado no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en
- cuando daba unos suspiro que los ponía en el cielo, de modo que
- de nuevo obligó a que el labrador le preguntase le dijese qué
- mal sentía; y no parece sino que el diablo le traía a la memoria
- los cuentos acomodados a sus sucesos, porque en aquel punto,
- olvidándose de Baldovinos, se acordó del moro Abindarráez cuando
- el alcaide de Antequera Rodrigo de Narváez le prendió, y llevó
- cautivo a su alcaidía. De suerte que cuando el labrador le
- volvió a preguntar cómo estaba y qué sentía, le respondió las
- mismas palabras y razones que el cautivo Abencerraje respondía a
- Rodrigo de Narváez, del mismo modo que él había leído la
- historia en la Diana de Jorge de Montemayor, donde se escribe;
- aprovechándose de ella tan de propósito que el labrador se iba
- dando al diablo de oír tanta máquina de necedades; por donde
- conoció que su vecino estaba loco, y dábase priesa a llegar al
- pueblo, por excusar el enfado que Don Quijote le causaba con su
- larga arenga. Al cabo de lo cual dijo; sepa vuestra merced,
- señor Don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa, que he
- dicho, es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he
- hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se
- han visto, vean, ni verán en el mundo.
- A esto respondió el labrador: mire vuestra merced, señor,
- ¡pecador de mí! que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el
- marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra
- merced es Baldominos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo
- del señor Quijada; yo sé quien soy, respondió Don Quijote, y sé
- que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los doce
- Pares de Francia, y aún todos los nueve de la fama, pues a todas
- las hazañas que ellos todos juntos y cada uno de por sí
- hicieron, se aventajarán las mías.
- En estas pláticas y otras semejantes llegaron al lugar a la
- hora que anochecía; pero el labrador aguardó a que fuese algo
- más noche, porque no viesen al molido hidalgo tan mal caballero.
- Llegada, pues, la hora que le pareció, entró en el pueblo y en
- casa de Don Quijote, la cual halló toda alborotada, y estaban en
- ella el cura y el barbero del lugar, que eran grandes amigos de
- Don Quijote, que estaba diciéndoles su ama a voces: ¿qué le
- parece a vuestra merced, señor licenciado, Pero Pérez, que así
- se llamaba el cura, de la desgracia de mi señor? Seis días ha
- que no parecen él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza, ni
- las armas. ¡Desventurada de mí! que me doy a entender, y así es
- ello la verdad como nací para morir, que estos malditos libros
- de caballerías que él tiene, y suele leer tan de ordinario, le
- han vuelto el juicio; que ahora me acuerdo haberle oído decir
- muchas veces hablando entre sí, que quería hacerse caballero
- andante, e irse a buscar las aventuras por esos mundos.
- Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así
- han echado a perder el más delicado entendimiento que había en
- toda la Mancha. La sobrina decía lo mismo, y aún decía más:
- sepa, señor maese Nicolás, que este era el nombre del barbero,
- que muchas veces le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en
- estos desalmados libros de desventuras dos días con sus noches:
- al cabo de los cuales arrojaba el libro de las manos, y ponía
- mano a la espada, y andaba a cuchilladas con las paredes; y
- cuando estaba muy cansado, decía que había muerto a cuatro
- gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del cansancio
- decía que era sangre de las feridas que había recibido en la
- batalla; y bebíase luego un gan jarro de agua fría, y quedaba
- sano y sosegado, diciendo que aquella agua era una preciosísisma
- bebida que le había traído el sabio Esquife, un grande
- encantador y amigo suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo, que
- no avisé a vuestras mercedes de los disparates de mi señor tío,
- para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y
- quemaran todos estos descomulgados libros (que tiene muchos),
- que bien merecen ser abrasados como si fuesen de herejes. Esto
- digo yo también, dijo el cura, y a fe que no se pase el día de
- mañana sin que de ellos no se haga auto público, y sean
- condenados al fuego, porque no den ocasión a quien los leyere de
- hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho.
- Todo esto estaban oyendo el labrador y Don Quijote, con que
- acabó de entender el labrador la enfermedad de su vecino, y así
- comenzó a decir a voces: abran vuestras mercedes al señor
- Baldovinos y al señor marqués de Mantua, que viene mal ferido, y
- al señor moro Abindarráez, que trae cautivo el valeroso Rodrigo
- de Narváez, alcaide de Antequera. A estas voces salieron todos,
- y como conocieron los unos a su amigo, las otras a su amo y tío,
- que aún no se había apeado del jumento, porque no podía,
- corrieron a abrazarle. El dijo: ténganse todos, que vengo mal
- ferido por la culpa de mi caballo; llévenme a mi lecho, y
- llámese si fuere posible, a la sabia Urganda, que cure y cate
- mis feridas. Mirad en hora mala, dijo a este punto el ama, si me
- decía a mí bien mi corazón del pie que cojeaba mi señor. Suba
- vuestra merced en buena hora, que sin que venga esa Urganda le
- sabremos aquí curar. Malditos, digo, sean otra vez y otras
- ciento estos libros de caballería que tal han parado a vuestra
- merced.
- Lleváronle luego a la cama, y catándole las feridas, no le
- hallaron ninguna; y él dijo que todo era molimiento, por haber
- dado una gran caída con Rocinante, su caballo, combatiéndose con
- diez jayanes, los más desaforados y atrevidos que pudieran
- fallar en gran parte de la tierra. Ta, Ta, dijo el cura;
- ¿jayanes hay en la danza? para mí santiguada, que yo los queme
- mañana antes de que llegue la noche. Hiciéronle a Don Quijote
- mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa, sino que
- le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le
- importaba. Hízose así, y el cura se informó muy a la larga del
- labrador, del modo que había hallado a Don Quijote. El se lo
- contó todo con los disparates que al hallarle y al traerle había
- dicho, que fue poner más deseo en el licenciado de hacer lo que
- el otro día hizo, que fue llevar a su amigo el barbero maese
- Nicolás, con el cual se vino a casa de Don Quijote.
- Capítulo sexto
- Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero
- hicieron en la
- librería de nuestro ingenioso hidalgo
- El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves a la sobrina
- del aposento donde estaban los libros autores del daño, y ella
- se las dió de muy buena gana. Entraron dentro todos, y el ama
- con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes muy
- bien encuadernados, y otros pequeños; y así como el ama los vió,
- volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con
- una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo: tome vuestra
- merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí
- algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos
- encanten en pena de la que les queremos dar echándolos del
- mundo. Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó
- al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para
- ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no
- mereciesen castigo de fuego. No, dijo la sobrina, no hay para
- qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores,
- mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un
- rimero de ellos, y pegarles fuego, y si no, llevarlos al corral,
- y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo. Lo mismo dijo
- el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de
- aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer
- siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dió en
- las manos, fue los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:
- parece cosa de misterio esta, porque, según he oído decir, este
- libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y
- todos los demás han tomado principio y origen de este; y así me
- parece que como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos
- sin excusa alguna condenar al fuego. No, señor, dijo el barbero,
- que también he oído decir que es el mejor de todos los libros
- que de este género se han compuesto, y así, como a único en su
- arte, se debe perdonar. Así es verdad, dijo el cura, y por esa
- razón se le otorga la vida por ahora. Veamos ese otro que está
- junto a él. Es, dijo el barbero, Las sergas de Esplandián, hijo
- legítimo de Amadís de Gaula. Pues es verdad, dijo el cura, que
- no le ha de valer al hijo la bondad del padre; tomad, señora am,
- abrid esa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón
- de la hoguera que se ha de hacer. Hízolo así el ama con mucho
- contento, y el bueno de Esplandián fue volando al corral,
- esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.
- Adelante, dijo el cura. Este que viene, dijo el barbero, es
- Amadís de Grecia, y aun todos los de este lado, a lo que creo,
- son del mismo linaje de Amadís. Pues vayan todos al corral, dijo
- el cura, que a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al
- pastor Darinel, y a sus églogas, y a las endiabladas y revueltas
- razones de su autor, quemara con ellos al padre que me engendró,
- si anduviera en figura de caballero andante. De ese parecer soy
- yo, dijo el barbero. Y aun yo, añadió la sobrina. Pues así es,
- dijo el ama, vengan, y al corral con ellos. Diéronselos, que
- eran muchos, y ella ahorró la escalera, y dió con ellos por la
- ventana abajo. ¿Quién es ese tonel? dijo el cura. Este es,
- respondió el barbero, Don Olicante de Laura. El autor de ese
- libro, dijo el cura, fue el mismo que compuso a Jardín de
- Flores, y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos
- libros es más verdadero, o por decir mejor, menos mentiroso;
- solo sé decir que este irá al corral por disparatado y
- arrogante. Este que sigue es Florismarte de Hircania, dijo el
- barbero. ¿Ahí está el señor Florismarte? replicó el cura. Pues a
- fe que ha de parar presto en el corral a pesar de su extraño
- nacimiento y soñadas aventuras, que no da lugar a otra cosa la
- dureza y sequedad de su estilo; al corral con él, y con ese
- otro, señora ama. Que me place, señor mío, respondió ella... y
- con mucha alegría ejecutaba lo que era mandado. Este es El
- caballero Platir, dijo el barbero. Antiguo libro es ese, dijo el
- cura, y no hallo en él cosa que merezca venia; acompañe a los
- demás sin réplica... Y así fue hecho. Abrióse otro libro, y
- vieron que tenía por título El caballero de la Cruz. Por nombre
- tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su
- ignorancia; mas también se suele decir tras la cruz está el
- diablo: vaya al fuego. Tomando el barbero otro libro, dijo: Este
- es Espejo de Caballerías. Ya conozco a su merced, dijo el cura:
- ahí anda el señor Reinaldos del Montalban con sus amigos y
- compañeros, más ladrones que Caco, y los doce Pares con el
- verdadero historiador Turpin; y en verdad que estoy por
- condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque
- tienen parte de la invención del famoso Mato Boyardo, de donde
- también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto, al
- cual, si aquí le hallo, ya que habla en otra lengua que la suya,
- no le guardaré respeto alguno; pero si habla en su idioma, le
- pondré sobre mi cabeza. Pues yo le tengo en italiano, dijo el
- barbero, mas no le entiendo. Ni aun fuera bien que vos le
- entendiérais, respondió el cura; y aquí le perdonáramos al señor
- capitán, que no le hubiera traído a España, y hecho castellano;
- que le quitó mucho de su natural valor, y lo mismo harán todos
- aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra
- lengua, que por mucho cuidado que pongan y habilidad que
- muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer
- nacimiento. Digo, en efecto, que este libro y todos los que se
- hallaren, que tratan de estas cosas de Francia, se echen y
- depositen en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo
- que se ha de hacer de ellos, exceptuando a un Bernardo del
- Carpio, que anda por ahí, y a otro llamado Roncesvalles, que
- estos, en llegando a mis manos, han de estar en las del alma, y
- de ellas en las del fuego, sin remisión alguna. Todo lo confirmó
- el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por
- entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la
- verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y
- abriendo otro libro, vió que era Palmerín de Oliva, y junto a él
- estaba otro que se llamaba Palmerín de Inglaterra, lo cual,
- visto por el licenciado, dijo: esa oliva se haga luego rajas y
- se queme, que aun no queden de ella las cenizas, y esa palma de
- Inglaterra se guarde y se conserve como cosa única, y se haga
- para ella otra caja como la que halló Alejandro en los despojos
- de Darío, que la diputó para guardar en ellas las obras del
- poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por
- dos cosas: la una porque él por sí es muy bueno, y la otra,
- porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas
- las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de
- grande artificio, las razones cortesanas y claras que guardan y
- miran el decoro del que habla, con mucha propiedad y
- entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor
- maese Nicolás, que este y Amadís de Gaula queden libres del
- fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan.
- No, señor compadre, replicó el Barbero, que este que aquí tengo
- es el afamado Don Belianís. Pues ese, replicó el cura, con la
- segunda y tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de
- ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es menester
- quitarles todo aquello del castillo de la fama, y otras
- impertinencias de más importancia, para lo cual se les da
- término ultramarino, y como se enmendaren, así se usará con
- ellos de misericordia o de justicia; y en tanto tenedlos vos,
- compadre, en vuestra casa; mas no lo dejéis leer a ninguno. Que
- me place, respondió el barbero, y sin querer cansarse más en
- leer libros de caballerías, mandó al ama que tomase todos los
- grandes, y diese con ellos en el corral. No lo dijo a tonta ni a
- sorda, sin o a quien tenía más gana de quemarlos que de echar
- una tela por grande y delgada que fuera; y asiendo casi ocho de
- una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos se
- le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de
- quién era, y vió que decía: Historia del famoso caballero
- Tirante el Blanco. Válame Dios dijo el cura, dando una gran voz;
- ¡que aquí esté Tirante Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago
- cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de
- pasatiempos. Aquí está don Kirieleison de Montalván, valeroso
- caballero, y su hermano Tomás de Montalván y el caballero
- Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con
- Alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los
- amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora emperatriz
- enamorada de Hipólito su escudero. Dígoos verdad, señor
- compadre, que por su estilo es este el mejor libro del mundo;
- aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y
- hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que
- todos los demás libros de este género carecen. Con todo eso, os
- digo que merecía el que lo compuso, pues no hizo tantas
- necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los
- días de su vida. Llevadle a casa y leedle, y veréis que es
- verdad cuanto de él os he dicho. Así será, respondió el barbero;
- pero ¿qué haremos de estos pequeños libros que quedan? Estos,
- dijo el cura, no deben de ser de caballerías, sino de poesía; y
- abriendo uno, vió que era la Diana, de Jorge de Montemayor, y
- dijo (creyendo que todos los demás eran del mismo género:) estos
- no merecen ser quemados como los demás, porque no hacen ni harán
- el daño que los de caballerías han hecho, que son libros de
- entretenimiento, sin perjuicio de tercero. ¡Ay, señor!, dijo la
- sobrina. Bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los
- demás, porque no sería mucho que habiendo sanado mi señor tío de
- la enfermedad caballeresca, leyendo estos se le antojase de
- hacerse pastor, y andarse por los bosques y prados cantando y
- tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que, según dicen,
- es enfermedad incurable y pegadiza. Verdad dice esta doncella,
- dijo el cura, y será bien, quitarle a nuestro amigo este
- tropiezo y ocasión de delante. Y pues comenzamos por la Diana de
- Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite
- todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua
- encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele en hora
- buena la prosa y la honra de ser primero en semejantes libros.
- Este que se sigue, dijo el barbero, es la Diana llamada Segunda
- del Salmantino; y este otro, que tiene el mismo nombre, cuyo
- autor es Gil Polo. Pues la del Salmantino, respondió el cura,
- acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y
- la de Gil Polo se guarde como si fuera del mismo Apolo; y pase
- adelante, señor compadre, y démonos priesa, que se va haciendo
- tarde. Este libro es, dijo el barbero abriendo otro, los diez
- libros de Fortuna de Amor, compuesto por Antonio de Lofraso,
- poeta sardo. Por las órdenes que recibí, dijo el cura, que desde
- que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan
- gracioso ni tan disparatado libro como ese no se ha compuesto, y
- que por su camino es el mejor y el más único de cuantos de este
- género han salido a la luz del mundo; y el que no le ha leído
- puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele
- acá, compadre, que precio más de haberle hallado, que si me
- dieran una sotana de raja de Florencia. Púsole aparte con
- grandísimo gusto, y el Barbero prosiguió diciendo: Estos que
- siguen son el Pastor de Iberia, Ninfas de Henares y Desengaño de
- Zelos. Pues no hay más que hacer, dijo el cura, sino
- entregárselos al brazo seglar del ama, y no se me pregunte el
- porqué, que sería nunca acabar. Este que viene es el Pastor de
- Filida. No es ese pastor, dijo el cura, sino muy discreto
- cortesano; guárdese como joya preciosa. Este grande que aquí
- viene se intitula, dijo el barbero, Tesoro de varias poesías.
- Como ellas no fueran tantas, dijo el cura, fueran más estimadas;
- menester es que este libro se escarde y limpie de algunas
- bajezas que entre sus grandezas tiene; guárdese, porque su autor
- es amigo mío, y por respeto de otras más heroicas y levantadas
- obras que ha escrito. Este es, siguió el barbero, el Cancionero
- de López Maldonado. También el autor de ese libro, replicó el
- cura, es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran a
- quien los oye, y tal es la suavidad de la voz con que los canta,
- que encanta; algo largo es en las églogas, pero nunca lo bueno
- fue mucho, guárdese con los escogidos. Pero ¿qué libro es ese
- que está junto a él? La Galatea de Miguel de Cervantes, dijo el
- barbero. Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y
- sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene
- algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. Es
- menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la
- enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le
- niega; y entre tanto que esto se vé, tenedle recluso en vuestra
- posada, señor compadre. Que me place, respondió el barbero; y
- aquí vienen tres todos juntos: la Araucana de don Alonso de
- Ercilla; la Austríada de don Juan Rufo, jurado de Córdoba y el
- Montserrat de Cristóbal de Virues, poeta valenciano. Todos estos
- tres libros, dijo el cura, son los mejores que en verso heroico,
- en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los
- más famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de
- poesía que tiene España. Cansóse el cura de ver más libros, y
- así a carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen; pero
- ya tenía abierto uno el barbero que se llamaba Las lágrimas de
- Angélica. Lloráralas yo, dijo el cura en oyendo el nombre, si
- tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fue uno de los
- famosos poetas del mundo, no sólo de España, y fue felicísimo en
- la traducción de algunas fábulas de Ovidio.
- Capítulo séptimo
- De la segunda salida de nuestro buen caballero D. Quijote
- de la Mancha
- Estando en esto, comenzó a dar voces Don Quijote, diciendo:
- aquí, aquí, valerosos caballeros, aquí es menester mostrar la
- fuerza de vuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan
- lo mejor del torneo. Por acudir a este ruido y estruendo no se
- pasó adelante con el escrutinio de los demás libros que
- quedaban, y así se cree que fueron al fuego sin ser vistos ni
- oídos, la Carolea y León de España, con los Hechos del
- emperador, compuestos por don Luis de Avila, que sin duda debían
- de estar entre los que quedaban, y quizá, si el cura los viera,
- no pasaran por tan rigurosa sentencia. Cuando llegaron a Don
- Quijote, ya él estaba levantado de la cama, y proseguía en sus
- voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y reveses a todas
- partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido.
- Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y
- después que hubo sosegado un poco, volviéndose a hablar con el
- cura, le dijo: por cierto, señor Arzobispo Turpin, que es gran
- mengua de los que nos llamamos doce Pares dejar tan sin más ni
- más llevar la victoria de este torneo a los caballeros
- cortesanos, habiendo nosotros los aventureros ganado el prez, en
- los tres días antecedentes. Calle vuestra merced, señor
- compadre, dijo el cura, que Dios será servido que la suerte se
- mude, y que lo que hoy se pierde se gane mañaa; y atienda
- vuestra merced a su salud por ahora, que me parece que debe de
- estar demasiadamente cansado, si ya no es que está mal ferido.
- Ferido no, dijo Don Quijote; pero molido y quebrantado no hay
- duda en ello, porque aquel astardo de don Roldán me ha molido a
- palos con el tronco de una encina, y todo de envidia, porque ve
- que yo solo soy el opuesto de sus valentías; mas no me llamaría
- yo Reinaldos de Montalbán, si en levantándome de este lecho no
- me lo pagare, a pesar de todos sus encantamientos; y por ahora
- tráigame de yantar, que sé que es lo que más me hará al caso, y
- quédese lo del vengarme a mi cargo. Hiciéronlo así, diéronle de
- comer, y quedóse otra vez dormido, y ellos admirados de su
- locura.
- Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en
- el corral y en toda la casa, y tales debieron de arder, que
- merecían guardarse en perpetuos archivos; mas no lo permitió su
- suerte y la pereza del escrutinador, y así se cumplió el refrán
- en ellos, de que pagan a veces justos por pecadores. Uno de los
- remedios que el cura y el barbero dieron por entonces para el
- mal de su amigo, fue que le murasen y tapiasen el aposento de
- los libros, porque cuando se levantase no los hallase (quizá
- quitando la causa cesaría el efecto), y que dijesen que uun
- encantador se los había llevado, y el aposento y todo. Y así fue
- hecho con mucha presteza. De allí a dos días se levantó Don
- Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y como
- no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una a
- otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la puerta, y
- tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos sin decir
- palabra; pero al cabo de una buena pieza, preguntó a su ama que
- hacía qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya
- estaba bien advertida de lo que había de responder, le dijo:
- ¿qué aposento, o qué anda buscando vuestra merced? Ya no hay
- aposento ni libros en esta casa porque todo se lo llevó el mismo
- diablo. No era el diablo, replicó la sobrina, sino un encantador
- que vino sobre una nube una noche después del día que vuestra
- merced de aquí se partió, y apeándose de una sierpe en que venía
- caballero, entró en el aposento; y no sé lo que hizo dentro, que
- a cabo de poca pieza salió volando por el tejado, y dejó la casa
- llena de humo; y cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho,
- no vimos libros ni aposento alguno; sólo se nos acuerda muy bien
- a mí y al ama, que al tiempo de partirse aquel mal viejo, dijo
- en altas voces, que por enemistad secreta que tenía al dueño de
- aquellos libros y aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa
- que después se vería; dijo también qeu se llamaba el sabio
- Muñatón. Fristón diría, dijo Don Quijote. No sé, respondió el
- ama, si se llamaba Frestón o Fritón; sólo sé que acabó en ton su
- nombre. Así es, dijo Don Quijote, que ese es un sabio
- encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza porque
- sabe, por sus artes y letras, que tengo de venir, andando los
- tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien
- él favorece, y le tengo de vencer sin que él lo pueda estorbar,
- y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y
- mándole yo, qué mal podrá él contradecir ni evitar lo que por el
- cielo está ordenado. ¿Quién duda de eso? dijo la sobrina. Pero
- ¿quién le mete a vuestra merced, señor tío, en esas pendencias?
- ¿No será mejor estarse pacífico en su casa, y no irse por el
- mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar que muchos van
- por lana y vuelven trasquilados? ¡Oh, sobrina mía, respondió Don
- Quijote, y cuán mal que estás en la cuenta! Primero que a mí me
- trasquilen, tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos
- imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello. No quisieron
- las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la
- cólera. Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy
- sosegado, sin dar muestras de querer secundar sus primeros
- devaneos, en los cuales días pasó graciosísimos cuentos con sus
- dos compadres el cura y el barbero, sobre que él decía que la
- cosa de que más necesidad tenía el mundo era de caballeros
- andantes, y de que en él se resucitase la caballería andantesca.
- El cura algunas veces le contradecía y otras concedía, porque si
- no guardaba este artificio, no había poder averiguarse con él.
- En este tiempo solicitó Don Quijote a un labrador vecino suyo,
- hombre de bien (si es que ese título se puede dar al que es
- pobre), pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto
- le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se
- determinó de salir con él y servirle de escudero. Decíale entre
- otras cosas Don Quijote, que se dispusiese a ir con él de buena
- gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase en
- quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y le dejase a él por
- gobernador de ella. Con estas promesas y otras tales, Sancho
- Panza (que así se llamaba el labrador) dejó su mujer e hijos, y
- asentó por escudero de su vecino. Dió luego Don Quijote orden en
- buscar dineros; y vendiendo una cosa, y empeñando otra, y
- malbaratándolas todas, allegó una razonable cantidad. Acomodóse
- asimismo de una rodela que pidió prestada a un su amigo, y
- pertrechando a su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su
- escudero Sancho del día y la hora que pensaba ponerse en camino,
- para que él se acomodase de lo que viese que más le era
- menester; sobre todo, le encargó que llevase alforjas. El dijo
- que sí llevaría, y que asimismo pensaba llevar un asno que tenía
- muy bueno, porque él no estaba ducho a andar mucho a pie. En lo
- del asno reparó un poco Don Quijote, imaginando si se le
- acordaba si algún caballero andante había traido escudero
- caballero asnalmente; pero nunca le vino alguno a la memoria;
- mas con todo esto, determinó que le llevase, con presupuesto de
- acomodarle de más honrada caballería en habiendo ocasión para
- ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que
- topase. Proveyóse de camisas y de las demás cosas que él pudo,
- conforme al consejo que el ventero le había dado.
- Todo lo cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus
- hijos y mujer, ni Don Quijote de su ama y sobrina, una noche se
- salieron del lugar sin que persona los viese, en la cual
- caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que
- no los hallarían aunque les buscasen. Iba Sancho Panza sobre su
- jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con
- mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le
- había prometido. Acertó Don Quijote a tomar la misma derrota y
- camino que el que él había antes tomado en su primer viaje, que
- fue por el Campo de Montiel, por el cual caminaba con menos
- pesadumbre que la vez pasada, porque por ser la hora de lamañana
- y herirles a soslayo los rayos del sol, no les fatigaban. Dijo
- en esto Sancho Panza a su amo: mire vuestra merced, señor
- caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me
- tiene prometido, que yo la sabré gobernar por grande que sea. A
- lo cual le respondió Don Quijote: has de saber, amigo Sancho
- Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros andantes
- antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o
- reinos que ganaban; y yo tengo determinado de que por mí no
- falte tan agradecida usanza; antes pienso aventajarme en ella,
- porque ellos algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus
- escuderos fuesen viejos, y ya después de hartos de servir, y de
- llevar malos días y peores noches, les daban algún título de
- conde; o por lo menos de marqués de algún valle o provincia de
- poco más o menos; pero si tú vives y yo vivo, bien podría ser
- que antes de seis días ganase yo tal reino, que tuviese otros a
- él adherentes, que viniesen de molde para coronarte por rey de
- uno de ellos. Y no lo tengas a mucho, que cosas y casos
- acontecen a los tales caballeros, por modos tan nunca vistos ni
- pensados, que con facilidad te podría dar aún más de lo que te
- prometo. De esa manera, respondió Sancho Panza, si yo fuese rey
- por algún milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos
- Juana Gutiérrez, mi oislo, vendría a ser reina y mis hijos
- infantes. ¿Pues quién lo duda? respondión Don Quijote. Yo lo
- dudo, respondió Sancho Panza, porque tengo para mí que aunque
- lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien
- sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos
- maravedís para reina; condesa le caerá mejor, y aún Dios y
- ayuda. Encomiéndalo tú a Dios, Sancho, respondió Don Quijote,
- que él le dará lo que más le conventa; pero no apoques tu ánimo
- tanto que te vengas a contentar con menos que con ser
- adelantado. No haré, señor mío, respondió Sancho, y más teniendo
- tan principal amo en vuestra merced, que me sabrá dar todo
- aquello que me esté bien y yo pueda llevar.
- Capítulo octavo
- Del buen suceso que el valeroso Don Quijote tuvo en la
- espantable y
- jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con
- otros sucesos
- dignos de felice recordación
- En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento
- que hay en aquel campo, y así como Don Quijote los vió, dijo a
- su escudero: la ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo
- que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza,
- donde se descubren treinta o poco más desaforados gigantes con
- quien pienso hacer batalla, y quitarles a todos las vidas, con
- cuyos despojos comenzaremos a enriquecer: que esta es buena
- guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de
- sobre la faz de la tierra. ¿Qué gigantes? dijo Sancho Panza.
- Aquellos que allí ves, respondió su amo, de los brazos
- largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas. Mire
- vuestra merced, respondió Sancho, que aquellos que allí se
- parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en
- ellos parecen brazos son las aspas, que volteadas del viento
- hacen andar la piedra del molino. Bien parece, respondió Don
- Quijote, que no estás cursado en esto de las aventuras; ellos
- son gigantes, y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en
- oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y
- desigual batalla. Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo
- Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le
- daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento,
- y no gigantes aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan
- puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero
- Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que
- eran; antes iba diciendo en voces altas: non fuyades, cobardes y
- viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.
- Levantóse en esto un poco de viento y las grandes aspas
- comenzaron a moverse, lo cual visto por Don Quijote, dijo: pues
- aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo
- habéis de pagar.
- Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su
- señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese,
- bien cubierto de su rodela, con la lanza en ristre, arremetió a
- todo el galope de Rocinante, y embistió con el primer molino que
- estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el
- viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose
- tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho
- por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle a todo el correr
- de su asno, y cuando llegó, halló que no se podía menear, tal
- fue el golpe que dio con él Rocinante. ¡Válame Dios! dijo
- Sancho; ¿no le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que
- hacía, que no eran sino molinos de viento, y no los podía
- ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza? Calla,
- amigo Sancho, respondió Don Quijote, que las cosas de la guerra,
- más que otras, están sujetas a continua mudanza, cuanto más que
- yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón, que me robó
- el aposento y los libros, ha vuelto estos gigantes en molinos
- por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad
- que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas
- artes contra la voluntad de mi espada. Dios lo haga como puede,
- respondió Sancho Panza. Y ayudándole a levantar, tornó a subir
- sobre Rocinante, que medio despaldado estaba; y hablando en la
- pasada aventura, siguieron el camino del puerto Lápice, porque
- allí decía Don Quijote que no era posible dejar de hallarse
- muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino
- que iba muy pesaroso por haberle faltado la lanza y diciéndoselo
- a su escudero, dijo: yo me acuerdo haber leído que un caballero
- español, llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una
- batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o
- tronco, y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó tantos
- moros, que le quedó por sobrenombre Machuca, y así él, como sus
- descendientes, se llamaron desde aquel día en adelante Vargas y
- Machuca. Hete dicho esto, porque de la primera encina o roble
- que se me depare, pienso desgajar otro tronco tal y bueno como
- aquel, que me imagino y pienso hacer con él tales hazañas, que
- tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a
- verlas, y aser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas. A
- la mano de Dios, dijo Sancho, yo lo creo todo así como vuestra
- merced lo dice; pero enderécese un poco, que parece que va de
- medio lado, y debe de ser del molimiento de la caída. Así es la
- verdad, respondió Don Quijote; y si no me quejo del dolor, es
- porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida
- alguna, aunque se le salgan las tripas por ella. Si eso es así,
- no tengo yo que replicar, respondió Sancho; pero sabe Dios si yo
- me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le
- doliera. De mí sé decir, que me he de quejar del más pequeño
- dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos
- de los caballeros andantes eso del no quejarse.
- No se dejó de reír Don Quijote de la simplicidad de su
- escudero; y así le declaró que podía muy bien quejarse, como y
- cuando quisiese, sin gana o con ella, que hasta entonces no
- había leído cosa en contrario en la orden de caballería. Díjole
- Sancho que mirase que era hora de comer. Respondióle su amo que
- por entonces no le hacía menester; que comiese él cuando se le
- antojase. Con esta licencia se acomodó Sancho lo mejor que pudo
- sobre su jumento, y sacando de las alforjas lo que en ellas
- había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy
- despacio, y de cuando en cuando empinaba la bota con tanto
- gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de
- Málaga. Y en tanto que él iba de aquella manera menudeando
- tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le
- hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho
- descanso, andar buscando las aventuras por peligrosas que
- fuesen. En resolución, aquella noche la pasaron entre unos
- árboles, y del uno de ellos desgajó Don Quijote un ramo seco,
- que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que
- quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella noche no
- durmió Don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por
- acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los
- caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y
- despoblados, entretenidos en las memorias de sus señoras.
- No la pasó así Sancho Panza, que como tenía el estómago
- lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se la llevó toda, y
- no fueran parte para despertarle, si su amo no le llamara, los
- rayos del sol que le daban en el rostro, ni el canto de las
- aves, que muchas y muy regocijadamente la venida del nuevo día
- saludaban. Al levantarse dio un tiento a la bota, y hallóla algo
- más flaca que la noche antes, y afligiósele el corazón por
- parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su
- falta. No quiso desayunarse Don Quijote porque como está dicho,
- dio en sustentarse de sabrosas memorias.
- Tornaron a su comenzado camino del puerto Lápice, y a hora
- de las tres del día le descubrieron. Aquí, dijo en viéndole Don
- Quijote, podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta
- los codos en esto que llaman aventuras, mas advierte que, aunque
- me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano
- a tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que me
- ofenden es canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes
- ayudarme; pero si fueren caballeros, en ninguna manera te es
- lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes,
- hasta que seas armado caballero. Por cierto, señor, respondió
- Sancho, que vuestra merced será muy bien obedecido en esto, y
- más que yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos
- y pendencias; bien es verdad que en lo que tocare a defender mi
- persona no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas
- y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere
- agraviarle. No digo yo menos, respondió Don Quijote; pero en
- esto de ayudarme contra caballeros, has de tener a raya tus
- naturales ímpetus. Digo que sí lo haré, respondió Sancho, y que
- guardaré ese precepto tan bien como el día del domingo. Estando
- en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden
- de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios, que no eran más
- pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus anteojos de camino
- y sus quitasoles. Detrás de ellos venía un coche con cuatro o
- cinco de a caballo que les acompañaban, y dos mozos de mulas a
- pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora
- vizcaína que ia a Sevilla, donde estaba su marido que pasaba a
- las Indias con muy honroso cargo. No venían los frailes con
- ella, aunque iban el mismo camino; mas apenas los divisó Don
- Quijote, cuando dijo a su escudero: o yo me engaño, o esta ha de
- ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos
- bultos negros que allí parecen, deben ser, y son sin duda,
- algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel
- coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío.
- Peor será esto que los molinos de viento, dijo Sancho. Mire
- señor, que aquellos son frailes de San Benito, y el coche debe
- de ser de alguna gente pasajera: mire que digo que mire bien lo
- que hace, no sea el diablo que le engañe. Ya te he dicho,
- Sancho, respondió Don Quijote, que sabes poco de achaques de
- aventuras: lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás. Y
- diciendo esto se adelantó, y se puso en la mitad del camino por
- donde los frailes venían, y en llegando tan cerca que a él le
- pareció que le podían oír lo que dijese, en alta voz dijo: gente
- endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas
- princesas que en ese coche lleváis forzadas, si no, aparejáos a
- recibir presta muerte por justo castigo de vuestras malas obras.
- Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados,
- así de la figura de Don Quijote, como de sus razones; a las
- cuales respondieron: señor caballero, nosotros no somos
- endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito,
- que vamos a nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen
- o no ningunas forzadas princesas. Para conmigo no hay palabras
- blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla, dijo Don
- Quijote. Y sin esperar más respuesta, picó a Rocinante, y la
- lanza baja arremetió contra el primer fraile con tanta furia y
- denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la mula, él le
- hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun mal ferido si no
- cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que
- trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena
- mula, y comenzó a correr por aquella campaña más ligero que el
- mismo viento. Sancho Panza que vio en el suelo al fraile,
- apeándose ligeramente de su asno, arremetió a él y le comenzó a
- quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes, y
- preguntáronle que por qué le desnudaba. Respondióles Sancho que
- aquello le tocaba a él legítimamente, como despojos de la
- batalla que su señor Don Quijote había ganado. Los mozos, que no
- sabían de burla, ni entendían aquello de despojos ni batallas,
- viendo que ya Don Quijote estaba desviado de allí, hablando con
- las que en el coche venían, arremetieron con Sancho, y dieron
- con él en el suelo; y sin dejarle pelo en las barbas le molieron
- a coces y le dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido:
- y sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso
- y acobardado y sin color en el rostro y cuando se vio a caballo
- picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba
- aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto; y sin
- querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron
- su camino haciéndose más cruces que si llevaran el diablo a las
- espaldas. Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la
- señora del coche, diciéndole: la vuestra fermosura, señora mía,
- puede facer de su persona lo que más le viniera en talante,
- porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo
- derribada por este mi fuerte brazo; y porque no penéis por saber
- el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo Don
- Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo
- de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso; y en pago del
- beneficio que de mí habéis recibido o quiero otra cosa sino que
- volváis al Toboso, y que de mi parte os presentéis ante esta
- señora, y le digáis lo que por vuestra libertad he fecho. Todo
- esto que Don Quijote decía, escuchaba un escudero de los que el
- coche acompañaban, que era vizcaíno; el cual, viendo que no
- quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego
- había de dar la vuelta al Toboso, se fue para Don Quijote, y
- asiéndole de la lanza le dijo en mala lengua castellana, y peor
- vizcaína, de esta manera: anda, caballero, que mal andes; por el
- Dios que crióme, que si no dejas coche, así te matas como estás
- ahí vizcaíno. Entendióle muy bien Don Quijote, y con mucho
- sosiego le respondió: si fueras caballero, como no lo eres, ya
- yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura.
- A lo cual replicó el vizcaíno: ¿yo no caballero? juro a Dios tan
- mientes como cristiano; si lanza arrojas y espada sacas, el agua
- cuán presto verás que el gato llevas; vizcaíno por tierra,
- hidalgo por mar, hidalgo por el diablo; y mientes, que mira si
- otra dices cosa. Ahora lo veredes, dijo Agraves, respondió Don
- Quijote; y arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y
- embrazó su rodela, y arremetió al vizcaíno con determinación de
- quitarle la vida.
- El vizcaíno, que así le vio venir, aunque quisiera apearse
- de la mula, que por ser de las malas de alquiler, no había que
- fiar en ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero
- avínole bien que se halló junto al coche, de donde pudo tomar
- una almohada que le sirvió de escudo, y luego fueron el uno para
- el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente
- quisiera ponerlos en paz; mas no pudo, porque decía el vizcaíno
- en sus mal trabadas razones, que si no le dejaban acabar su
- batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda la gente
- que se lo estorbase. La señora del coche, admirada y temerosa de
- lo que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco,
- y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en el
- discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a Don
- Quijote encima de un hombro por encima de la rodela, que a
- dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quijote,
- que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran
- voz, diciendo: ¡oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la
- fermosura, socorred a este vuestro caballero, que por satisfacer
- a la vuestra mucha bondad, en este riguroso trance se halla! El
- decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su
- rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo,
- llevando determinación de aventurarlo todo a la de un solo
- golpe. El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien
- entendió por su denuedo su coraje, y determinó hacer lo mismo
- que Don Quijote: y así le aguardó bien cubierto de su almohada,
- sin poder rodear la mula a una ni a otra parte, que ya de puro
- cansada, y no hecha a semejantes niñerías, no podía dar un paso.
- Venía, pues, como se ha dicho, Don Quijote contra el cauto
- vizcaíno con la espada en alto, con determinación de abrirle por
- medio, y el vizcaíno le aguardaba asimismo, levantada la espada
- y aforrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban
- temerosos y colgados de lo que había de suceder de aquellos
- tamaños golpes con que se amenazaban, y la señora del coche y
- las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y
- ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de
- España, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan
- grande peligro en que se hallaban. Pero está el daño de todo
- esto, que en este punto y término deja el autor de esta historia
- esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas
- hazañas de Don Quijote, de las que deja referidas. Bien es
- verdad que el segundo autor de esta obra no quiso creer que tan
- curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni
- que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha
- que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos
- papeles que de este famoso caballero tratasen; y así, con esta
- imaginación, no se desesperó de hallar el fin de esta apacible
- historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del
- modo que se contará en el siguiente capítulo.
- Capítulo noveno
- Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el
- gallardo vizcaíno y
- el valiente manchego tuvieron
- Dejamos en el anterior capítulo al valeroso vizcaíno y al
- famoso Don Quijote con las espadas altas y desnudas, en guisa de
- descargar dos furibundos fendientes, tales que si en lleno se
- acertaban, por lo menos se dividirían y henderían de arriba
- abajo, y abrirían como una granada, y que en aquel punto tan
- dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que
- nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que de ella
- faltaba. Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber
- leido tan poco, se volvía en disgustos de pensar el mal camino
- que se ofrecía para hallar lo mucho que a mi parecer faltaba de
- tan sabroso cuento. Parecióme cosa imposible y fuera de toda
- buena costumbre, que a tan buen caballero le hubiese faltado
- algún sabio que tomara a cargo en escribir sus nunca vistas
- hazañas; cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes,
- de los que dicen las gentes que van a sus aventuras: porque cada
- uno de ellos tenía uno o dos sabios como de molde, que no
- solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más
- mínimos pensamientos y niñerías por más escondidas que fuesen; y
- no había de ser tan desdichado tan buen caballero, que le
- faltase a él lo que sobró a Platir y a otros semejantes. Y así
- no podía inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese
- quedado manca y estropeada, y echada la culpa a la malignidad
- del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el cual o
- la tenía oculta o consumida. Por otra parte, me parecía que pues
- entre sus libros se habían hallado tan modernos como Desengaño
- de celos, y Ninfas y pastores de Henares, que tambíen su
- historia debía de ser moderna, y que ya que no estuviese
- escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las
- a ellas circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y
- deseoso de saber real y verdaderamente toda la vida y milagros
- de nuestro famoso español Don Quijote de la Mancha, luz y espejo
- de la caballería manchega, y el primero que en nuestra edad y en
- estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de
- las andantes armas, y el de desfacer agravios, socorrer viudas,
- amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y
- palafrenes, y con toda su virginidad a cuestas, de monte en
- monte y de valle en valle; que si no era que algún follón, o
- algún villano de hacha y capellina, o algún descomunal gigante
- las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que al cabo de
- ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de
- tejado, se fue tan entera a la sepultura como la madre que la
- había parido. Digo, pues, que por estos y otros muchos respetos
- es digno nuestro gallardo Don Quijote de continuas y memorables
- alabanzas, y aun a mí no se me deben negar, por el trabajo y
- diligencia que puse en buscar el fin de esta agradable historia;
- aunque bien sé que si el cielo, el caso y la fortuna no me
- ayudaran, el mundo quedara falto y sin el pasatiempo y gusto,
- que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la
- leyere. Pasó, pues, el hallarla en esta manera: estando yo un
- día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos
- cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como soy aficionado
- a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado de
- esta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el
- muchacho vendía; vile con caracteres que conocí ser arábigos, y
- puesto que, aunque los conocía, no los sabía leer, anduve
- mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los
- leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante,
- pues aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua le
- hallara. En fin, la suerte me deparó uno, que diciéndole mi
- deseo, y poniéndole el libro en las manos le abrió por medio, y
- leyendo un poco en él se comenzó a reír: preguntéle que de qué
- se reía, y respondióme que de una cosa que tenía aquel libro
- escrita en la margen por anotación. Díjele que me la dijese, y
- él sin dejar la risa dijo: está, como he dicho, aquí en el
- margen escrito esto: esta Dulcinea del Toboso, tantas veces, en
- esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar
- puercos que otra mujer de toda la Mancha. Cuando yo oí decir
- Dulcinea del Toboso, quedé atónito y suspenso, porque luego se
- me representó que aquellos cartapacios conteían la historia de
- Don Quijote. con esta imaginación le di priesa que leyese el
- principio; y haciéndolo así, volviendo de improviso el arábigo
- en castellano, dijo que decía: Historia de Don Quijote de la
- Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo.
- Mucha discreción fue menester para disimular el contento
- que recibí cuando llegó a mis oídos el título del libro; y
- salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y
- cartapacios por medio real, que si él tuviera discreción, y
- supiera que yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar
- más de seis reales de la compra. Apartéme luego con el morisco
- por el claustro de la iglesia mayor, y roguéle me volviese
- aquellos cartapacios, todos los que trataban de Don Quijote, en
- lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole
- la paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y
- dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y
- fielmente, y con mucha brevedad, pero yo, por facilitar más el
- negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le traje a
- mi casa, donde en poco más de mes y medio la tradujo toda del
- mismo modo que aquí se refiere. Estaba en el primer cartapacio
- pintada muy al natural la batalla de Don Quijote con el
- vizcaíno, puestos en la misma postura que la historia cuenta,
- levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de
- la almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba
- mostrando ser de alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies
- el vizcaíno un título que decía: Don Sancho de Azpeitia que sin
- duda debía de ser su nombre, y a los pies de Rocinante estaba
- otro, que decía: Don Quijote: estaba Rocinante maravillosamente
- pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto
- espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al
- descubierto con cuánta advertencia y propiedad se le había
- puesto el nombre de Rocinante. Junto a él estaba Sancho Panza,
- que teía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro
- rótulo, que decía: Sancho Zancas; y debía de ser que tenía, a lo
- que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto, y
- las zancas largas, y por esto se le debió de poner nombre de
- Panza y Zancas, que con estos dos sobrenombres se le llama
- algunas veces la historia. Otras algunas menudencias había que
- advertir; pero todas son de poca importancia y que no hacen al
- caso a la verdadera relación de la historia, que ninguna es mala
- como sea verdadera.
- Si a esta se le puede poner alguna objeción acerca de su
- verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo,
- siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos aunque
- por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber
- quedado falto en ella que demasiado: y así me parece a mí, pues
- cuando pudiera y debiera extender la pluma en las alabanzas de
- tan buen caballero, parece que de industria las pasa en
- silencio; cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser
- los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y
- que ni el interés ni el miedo, el rencor ni la afición, no les
- haga torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia,
- émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo
- pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo
- porvenir. En esta sé que se hallará todo lo que se acertare a
- desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para
- mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por
- falta del sujeto.
- En fin, su segunda parte siguiendo la traducción,
- continuaba de esta manera: puestas y levantadas en alto las
- cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados combatientes,
- no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y
- al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el
- primero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno,
- el cual fue dado con tanta fuerza y tanta furia, que a no
- volvérsele la espada en el camino, aquel solo golpe fuera
- bastante para dar fin a su rigurosa contienda, y a todas las
- aventuras de nuestro caballero; mas la buena suerte, que para
- mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su
- contrario, de modo que aunque le acertó en el hombro izquierdo,
- no le hizo otro daño qeu desarmarle todo aquel lado, llevándole
- de camino gran parte de la celada con la mitad de la oreja, que
- todo ello con espantosa ruina vino al suelo, dejándole muy
- maltrecho. ¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda
- contar ahora la rabia que entró en el corazón de nuestro
- manchego, viéndose parar de aquella manera! No se diga más, sino
- que fue de manera que se alzó de nuevo en los estribos, y
- apretando más la espada en las dos manos, con tal furia descargó
- sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada y
- sobre la cabeza, que sin ser parte tan buena defensa, como si
- cayera sobre él una montaña, comenzó a echar sangre por las
- narices, y por la boca, y por los oídos, y a dar muestras de
- caer de la mula abajo, de donde cayera sin duda, si no se
- abrazara con el cuello; pero con todo eso sacó los pies de los
- estribos, y luego soltó los brazos, y la mula espantada del
- terrible golpe dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio
- con su dueño en tierra. Estábaselo con mucho sosiego mirando Don
- Quijote, y como lo vio caer, saltó de su caballo y con mucha
- ligereza se llegó a él, y poniéndole la punta de la espada en
- los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le cortaría la
- cabeza.
- Estaba el vizcaíno tan turbado que no podía responder
- palabra, y él lo pasara mal, según estaba ciego Don Quijote, si
- las señoras del coche, que hasta entonces con gran desmayo
- habían mirado la pendencia, no fueran adonde estaba y le
- pidieran con mucho encarecimiento les hiciera tan grande merced
- y favor de perdonar la vida a aquel su escudero; a lo cual Don
- Quijote respondió con mucho entono y gravedad: por cierto,
- fermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me pedís;
- mas ha de ser con una condición y concerto, y es que este
- caballero ma ha de prometer de ir al lugar del Toboso, y
- presentarse de mi parte ante la sin par doña Dulcinea, para que
- ella haga de él lo que más fuere de su voluntad. Las temerosas y
- desconsoladas señoras, sin entrar en cuenta de lo que Don
- Quijote pedía, y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le
- prometieron que el escudero haría todo aquello que de su parte
- le fuese mandado: pues en fe de esa palabra, yo no le haré más
- daño, puesto que me lo tenía bien merecido.
- Parte primera: Capítulo décimo
- De los graciosos razonamientos que pasaron entre D. Quijote
- y Sancho
- Panza su escudero.
- Ya en este tiempo se había levantado Sancho Panza algo
- maltratado de los mozos de los frailes, y había estado atento a
- la batalla de su señor Don Quijote, y rogaba a Dios en su
- corazón fuese servido de darle victoria y que en ella ganase
- alguna ínsula de donde le hiciese gobernador, como se lo había
- prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que su amo
- volvía a subir sobre Rocinante, llegó a tenerle el estribo, y
- antes que subiese se hincó de rodillas delante de él, y
- asiéndole de la mano, se la besó y le dijo: sea vuestra merced
- servido, señor Don Quijote mío, de darme el gobierno de la
- ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado, que por
- grande que sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal
- y tan bien como otro que haya gobernado ínsulas en el mundo. A
- lo cual respondió Don Quijote: advertid, hermano Sancho, que
- esta aventura, y las a estas semejantes, no son aventuras de
- ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra
- cosa que sacar rota la cabeza, o una oreja menos; tened
- paciencia, que aventuras se ofrecerán, donde no solamente os
- pueda hacer gobernador, sino más adelante. Agradecióselo mucho
- Sancho, y besándole otra vez la mano y la falda de la loriga, le
- ayudó a subir sobre Rocinante, y él subió sobre su asno, y
- comenzó a seguir a su señor, que a paso tirado, sin despedirse
- ni hablar más con las del coche, se entró por un bosque que allí
- junto estaba.
- Seguíale Sancho a todo trote de su jumento; pero caminaba
- tanto Rocinante, que, viéndose quedar atrás, le fue forzoso dar
- voces a su amo, que se aguardase. Hízolo así Don Quijote,
- teniendo las riendas a Rocinante hasta que llegase su cansado
- escudero, el cual en llegando le dijo: paréceme, señor, que
- sería acertado irnos a retraer a alguna iglesia, que, según
- quedó maltrecho aquel con quien combatisteis, no será mucho que
- den noticia del caso a la Santa Hermandad, y nos prendan; y a fe
- que si lo hacen, que primero que salgamos de la cárcel, que nos
- ha de sudar el hopo. Calla, dijo Don Quijote. ¿Y dónde has visto
- tú o leído jamás que caballero andante haya sido puesto ante la
- justicia, por más homicidios que haya cometido? Yo no sé nada de
- omecillos, respondió Sancho, ni en mi vida le caté a ninguno;
- sólo sé que la Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean
- en el campo, y en esotro no me entremeto. Pues no tengas pena,
- amigo, respondió Don Quijote, que yo te sacaré de las manos de
- los caldeos, cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime por tu
- vida: ¿has tú visto más valeroso caballero que yo en todo lo
- descubierto de la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga
- ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el
- perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en el
- derribar? La verdad sea, respondió Sancho, que yo no he leído
- ninguna historia jamás, porque ni sé leer ni escribir; mas lo
- que osaré apostar es que más atrevido amo que vuestra merced yo
- no le he servido en todos los días de mi vida, y quiera Dios que
- estos atrevimientos no se paguen donde tengo dicho. Lo que le
- ruego a vuestra merced es que se cure, que se le va mucha sangre
- de esa oreja, que aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco
- en las alforjas.
- Todo esto fuera bien escusado, respondió Don Quijote, si a
- mí se me acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás,
- que con sólo una gota se ahorraran tiempo y medicinas. ¿Qué
- redoma y qué bálsamo es ese? dijo Sancho Panza. De un bálsamo,
- respondió Don Quijote, de quien tengo la receta en la memoria,
- con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay que
- pensar morir de ferida alguna; y así, cuando yo le haga y te le
- dé, no tienes más que hacer sino que cuando vieres que en alguna
- batalla me han partido por medio del cuerpo, como muchas veces
- suele acontecer, bonitamente la parte del cuerpo que hubiere
- caído en el suelo, y con mucha sutileza, antes que la sangre se
- hiele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla,
- advirtiendo de encajallo igualmente y al justo. Luego me darás a
- beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme
- quedar más sano que una manzana. Si eso hay, dijo Panza, yo
- renuncio desde aquí el gobierno de la prometida ínsula, y no
- quiero otra cosa en pago de mis muchos y buenos servicios, sino
- que vuestra merced me djé la receta de ese estremado licor, que
- para mí tengo que valdrá la onza donde quiera más de dos reales,
- y no he menester yo más para pasar esta vida honrada y
- descansadamente; pero es de saber ahora si tiene mucha costa el
- hacella. Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres,
- respondió Don Quijote. ¡Pecador de mí! replicó Sancho. ¿Pues a
- qué aguarda vuestra merced a hacelle y a enseñármele? Calla,
- amigo, respondió Don Quijote, que mayores secretos pienso
- enseñarte, y mayores mercedes hacerte; y por ahora curémonos,
- que la oreja me duele más de lo que yo quisiera.
- Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento; mas cuando
- Don Quijote llegó a ver rota su celada, pensó perder el juicio,
- y puesta la mano en la espada y alzando los ojos al cielo, dijo:
- yo hago juramento al criador de todas las cosas, y a los santos
- cuatro Evangelios, donde más largamente están escritos, de hacer
- la vida que hizo el grande marqués de Mantua, cuando juró de
- vengar la muerte de su sobrino Baldovinos, que fue de no comer
- pan a manteles, ni con su mujer folgar, y otras cosas, que,
- aunque de ellas no me acuerdo, las doy aquí por espresadas,
- hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me fizo.
- Oyendo esto Sancho, le dijo: advierta vuestra merced, señor Don
- Quijote, que si el caballero cumplió lo que se le dejó ordenado
- de irse a presentar ante mi señora Dulcinea del Toboso, ya habrá
- cumplido con lo que debía, y no merece otra pena si no comete
- nuevo delito. Has hablado y apuntado muy bien, repondió Don
- Quijote; y así anulo el juramento en lo que toca a tomar de él
- nueva venganza; pero hágole y confírmole de nuevo de hacer la
- vida que he dicho, hasta tanto que quite por fuerza otra celada
- tal y tan buena como esta a algún caballero; y no pienses,
- Sancho, que así, a humo de pajas, hago esto, que bien tengo a
- quien imitar en ello, que esto mismo pasó al pie de la letra
- sobre el yelmo del Mambrino, que tan caro le costó a Sacripante.
- Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío,
- replicó Sancho, que son muy en daño de la salud y muy en
- perjuicio de la conciencia. Si no, dígame ahora si acaso en
- muchos días no topamos hombre armado con celada, ¿qué hemos de
- hacer? ¿Hase de cumplir el juramento a despecho de tantos
- inconvenientes e incomodidades, como será el dormir vestido, y
- el no dormir en poblado, y otras mil penitencias que contenía el
- juramento de aquel loco viejo del marqués de Mantua, que vuestra
- merced quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien que por
- todos estos caminos no andan hombres armados sino arrieros y
- carreteros, que no sólo no traen celadas, pero quizá no las han
- oído nombrar en todos los días de su vida. Engañaste en eso,
- dijo Don Quijote, porque no habremos estado dos horas por estas
- encrucijadas, cuando veamos más armados que los que vinieron
- sobre Albraca a la conquista de Angélica la Bella. Alto, pues;
- sea así, dijo Sancho y a Dios prazga que nos suceda bien, y que
- se llegue ya el tiempo de ganar esa ínsula, que tan cara me
- cuesta, y muérame yo luego. Ya te he dicho, Sancho, que no te dé
- eso cuidado alguno, que cuando faltare ínsula, ahí está el reino
- de Dinamarca, o el de Sobradisa, que te vendrán como anillo al
- dedo, y más que, por ser en tierra firme, te debes de alegrar.
- Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes algo en esas
- alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de algún
- castillo donde alojemos esta noche, y hagamos el bálsamo que te
- he dicho, porque yo te voto a Dios que me va doliendo mucho la
- oreja.
- Aquí trayo una cebolla y un poco de queso, y no sé cuántos
- mendrugos de pan, dijo Sancho; pero no son manjares que
- pertenecen a tan valiente caballero como vuestra merced. Que mal
- lo entiendes, respondió Don Quijote: hágote saber, Sancho, que
- es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y ya que
- coman, sea de aquello que hallaren más a mano: y esto se te
- hiciera cierto, si hubieras leído tantas historias como yo, que
- aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha
- relación de que los caballeros andantes comiesen, si no era
- acaso, y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los
- demás días se los pasaban en flores. Y aunque se deja entender
- que no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros
- menesteres naturales, porque en efecto eran hombres como
- nosotros, has de entender también que, andando lo más del tiempo
- de su vida por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que
- su más ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como
- las que tú ahora me ofreces: así que, Sancho amigo, no te
- congoje lo que a mí me da gusto, ni quieras tú hacer mundo
- nuevo, ni sacar la caballería andante de sus quicios. Perdóneme
- vuestra merced, dijo Sancho, que como yo no sé leer ni escribir,
- como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas de la
- profesión caballeresca; y de aquí adelante yo proveeré las
- alforjas de todo género de fruta seca para vuestra merced, que
- es caballero, y para mí las proveeré, pues no lo soy, de otras
- cosas volátiles y de más sustancia. No digo yo, Sancho, replicó
- Don Quijote, que sea forzoso a los caballeros andantes no comer
- otra cosa que esas frutas que dices; sino que su más ordinario
- sustento debía ser de ellas, y de algunas yerbas que hallaban en
- los campos, que ellos conocían, y yo también conozco. Virtud es,
- respondió Sancho, conocer esas yerbas, que según yo me voy
- imaginando, algún día será menester usar de ese conocimiento.
- Y sacando en esto lo que dijo que traía, comieron los dos
- en buena paz y compañía; pero deseosos de buscar donde alojar
- aquella noche, acabaron con mucha brevedad su pobre y seca
- comida. Subieron luego a caballo, y diéronse priesa por llegar a
- poblado, antes que anocheciese; pero faltóles el sol y la
- esperanza de alcanzar lo que deseaban junto a unas chozas de
- unos cabreros, y así determinaron de pasar allí la noche que
- cuanto fue de pesadumbre para Sancho no llegar a poblado, fue de
- contento para su amo dormirla al cielo descubierto, por
- parecerle que cada vez que esto le sucedía era hacer un acto
- posesivo que facilitaba la prueba de su caballería.
- Parte primera: Capítulo undécimo
- De lo que sucedió a Don Quijote con unos cabreros
- Fue recogido de los cabreros con buen ánimo, y habiendo Sancho
- lo mejor que pudo acomodado a Rocinante y a su jumento, se fue
- tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos de cabra que
- hirviendo al fuego en un caldero estaban; y aunque él quisiera
- en aquel mismo punto ver si estaban en sazón de trasladarlos del
- caldero al estómago, lo dejó de hacer porque los cabreros los
- quitaron del fuego, y tendiendo por el suelo unas pieles de
- ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica mesa, y
- convidaron a los dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo
- que tenían. Sentáronse a la redonda de las pieles seis de ellos,
- que eran los que en la majada había, habiendo primero con
- groseras ceremonias rogado a Don Quijote que se sentase sobre un
- dornajo que vuelto al revés le pusieron. Sentóse Don Quijote, y
- quedábase Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de
- cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo: porque veas, Sancho, el
- bien que en sí encierra la andante caballería, y cuán a pique
- están los que en cualquiera ministerio de ella se ejercitan, de
- venir brevemente a ser honrados y estimados del mundo, quiero
- que aquí a mi lado, y en compañía de esta buena gente, te
- sientes, y que seas una misma cosa conmigo que soy tu amo y
- natural señor, que comas en mi plato y bebas por donde yo
- bebiere; porque de la caballería andante se puede decir lo mismo
- que del amor que se dice, que todas las cosas iguala. ¡Gran
- merced! dijo Sancho; pero sé decir a vuestra merced, que como yo
- tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a
- mis solas, como sentado a par de un emperador. Y aún si va a
- decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón sin
- melindres sin respetos, aunque sea pan y cebolla, que los
- gallipavos de otras mesas, donde me sea forzoso mascar despacio,
- beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me
- viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad
- traen consigo. Así que, señor mío, estas honras que vuestra
- merced quiere darme, por ser ministro y adherente de la
- caballería andante, como lo soy siendo escudero de vuestra
- merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más cómodo y
- provecho; que estas, aunque las doy por bien recibidas, las
- renuncio para desde aquí al fin del mundo. Con todo eso, te has
- de sentar, porque a quien se humilla Dios le ensalza. Y
- asiéndole por el brazo, le forzó a que junto a él se sentase. No
- entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de
- caballeros andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar y
- mirar a sus huéspedes, que con mucho donaire y gana embaulaban
- tasajo como puño. Acabado el servicio de carne, tendieron sobre
- las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente
- pusieron un medio queso, más duro que si fuera hecho de
- argamasa. No estaba en esto ocioso el cuerno, porque andaba a la
- redonda tan a menudo, ya lleno, ya vacío, como arcaduz de noria,
- que con facilidad vació un zaque de dos que estaban de
- manifiesto. Después que Don Quijote hubo bien satisfecho su
- estómago, tomó un puño de bellotas en la mano, y mirándolas
- atentamente, soltó la voz a semejantes razones:
- ¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los
- antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el
- oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se
- alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque
- entonces los que en ella vivían ignoraban etas dos palabras de
- tuyo y mío!
- Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie
- le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar
- otro traajo que lzar la mano, y alcanzarle de las robustas
- encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y
- sazonado ruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en
- magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les
- ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los
- árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas,
- ofreciendo a cualquiera mano sin interés alguno la fértil
- cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques
- despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus
- anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las
- casas sobre rústicas estacas, sustentadas no más que para
- defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces,
- todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada
- reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de
- nuestra primera madre, que ella sin ser forzada, ofrecía por
- todas partes de su fértil y espacioso seno lo que pudiese
- hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la
- poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas
- zagalejas de valle en valle, y de otero en otero, en trenza y en
- cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para
- cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido
- siempre que se cubra; y no eran sus adornos de los que ahora se
- usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos
- martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas de verdes
- lampazos y hiedra entretejidas, con lo que quizá iban tan
- pomposas y compuestas, como van ahora nuestras cortesanas con
- las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les
- ha mostrado. Entonces se decoraban los conceptos amorosos del
- alma simple y sencillamente, del mismo modo y manera que ella
- los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para
- encarecerlos. No habían la fraude, el engaño ni la malicia
- mezcládose con la verdad y la llaneza. La justicia se estaba en
- sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los
- del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban,
- turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en
- el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar
- ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban,
- como tengo dicho, por donde quiera, solas y señoras, sin temor
- que la ajena desenvoltura y lascivo intento las menoscabasen, y
- su perdición nacía de su gusto y propia voluntad. Y ahora en
- estos nuestros detestables siglos no está segura ninguna, aunque
- la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque
- allí por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita
- solicitud, se les entra la amorosa pestilencia, y les hace dar
- con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando
- más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la
- orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas,
- amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los
- menesterosos. De esta orden soy yo, hermanos cabreros, aquien
- agradezco el agasajo y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi
- escudero; que aunque por ley natural están todos los que viven
- obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía por
- saber que, sin saber vosotros esta obligación, me acogísteis y
- regalásteis, es razón que con la voluntad a mí posible os
- agradezca la vuestra.
- Toda esta larga arenga (que se pudiera muy bien excusar)
- dijo nuestro caballero, porque las bellotas que le dieron le
- trujeron a la memoria la edad dorada, y antojósele hacer aquel
- inútil razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle
- palabra, embobados y suspensos le estuvieron escuchando. Sancho
- asimismo callaba, y comía bellotas y visitaba muy amenudo el
- segundo zaque, que porque se enfriase el vino lo tenían colgado
- de un alcornoque. Más tardó en hablar Don Quijote que en acabar
- la cena, al fin de la cual uno de los cabreros dijo: para que
- con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero
- andante, que le agasajamos con pronta y buena voluntad, queremos
- darle solaz y contento con hacer que cante un compañero nuestro,
- que no tardará mucho en estar aquí, el cual es un zagal muy
- entendido y muy enamorado, y que sobre todo sabe leer y
- escribir, y es músico de un rabel, que no hay más que desear.
- Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando llegó a
- sus oídos el son del rabel y de allí a poco llegó el que le
- tañía, que era un mozo de hasta veintidós años, de muy buena
- gracia. Preguntáronle sus compañeros si había cenado, y
- respondiendo que sí, el que había hecho los ofrecimientos le
- dijo: de esa manera, Antonio, bien podrás hacernos placer de
- cantar un poco, porque vea este señor huésped que tenemos, que
- también por los montes y selvas hay quien sepa de música.
- Hémosle dicho tus buenas habilidades, y deseamos que las
- muestres y nos saques verdaderos; y así te ruego por tu vida que
- te sientes y cantes el romance de tus amores, que te compuso el
- beneficiado tu tío, que en el pueblo ha parecido muy bien. Que
- me place, dijo el mozo; y sin hacerse más de rogar, se sentó en
- el tronco de una desmochada encina, y templando su rabel, de
- allí a poco, con muy buena gracia, comenzó a cantar, diciendo de
- esta manera:
- ANTONIO
- Yo sé, Olalla, que me adoras,
- puesto que no me lo has dicho
- ni aún con los ojos siquiera,
- mudas lenguas de amoríos.
- Porque sé que eres sabida,
- en que me quieres me afirmo,
- que nunca fue desdichado
- amor que fue conocido.
- Bien es verdad que tal vez,
- Olalla, me has dado indicio
- que tienes de bronce el alma,
- y el blanco pecho de risco.
- Más allá, entre sus reproches
- y honestísimos desvíos
- tal vez la esperanza muestra
- la orilla de su vestido.
- Abalánzase al señuelo
- mi fe que nunca ha podido
- ni menguar por no llamado
- ni crecer por escogido.
- Si el amor es cortesía,
- de la que tienes colijo
- que al fin de mis esperanzas
- ha de ser cual imagino.
- Y si son servicios parte
- de hacer un pecho benigno,
- algunos de los que he hecho
- fortalecen mi partido.
- Porque, si has mirado en ello,
- más de una vez habrás visto
- que me he vestido en los lunes
- lo que me honraba el domingo.
- Como el amor y la gala
- andan un mismo camino,
- en todo tiempo a tus ojos
- quise mostrarme polido.
- Dejo el bailar por tu causa,
- ni las músicas te pinto,
- que has escuchado a deshoras
- y al canto del gallo primo.
- No cuento las alabanzas
- que de tu belleza he dicho,
- que, aunque verdaderas, hacen
- ser yo de algunas mal quisto.
- Teresa del Berrocal,
- yo alabándote, me dijo:
- Tal piensa que adora un ángel,
- y viene a adorar a un jimio.
- Merced a los mucho dijes
- y a los cabellos postizos,
- y a hipócritas hermosuras
- que engañan al amor mismo.
- Desmentíla, y enojóse,
- volvió por ella su primo,
- desafióme, y ya sabes,
- lo que yo hice y él hizo.
- No te quiero yo a montón,
- ni te pretendo y te sirvo
- por lo de barraganía,
- que más bueno es mi designio.
- Coyundas tiene la iglesia,
- que son lazadas de sirgo,
- pon tu cuello en la gamella,
- verás cómo pongo yo el mío.
- Donde no, desde aquí juro
- por el santo más bendito,
- de no salir destas tierras
- sino para capuchino.
- Con esto dio el cabrero fin a su canto, y aunque Don
- Quijote le rogó que algo más cantase, no lo consintió Sancho
- Panza, porque estaba más para dormir que para oír canciones. Y
- así dijo a su amo: bien puede vuestra merced acomodarse desde
- luego a donde ha de pasar esta noche, que el trabajo de estos
- buenos hombres tienen todo el día no permite que pasen las
- noches cantando. Ya te entiendo, Sancho, respondió Don Quijote,
- que bien se me trasluce que las visitas del zaque piden más
- recompensa de sueño que de música. A todos nos sabe bien,
- bendito sea Dios, respondió Sancho. No lo lo niego, replicó Don
- Quijote; pero acomódate tú donde quisieres, que los de mi
- profesión mejor parecen velando que durmiendo; pero con todo eso
- sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me va
- doliendo más de lo que es menester. Hizo Sancho lo que se le
- mandaba; y viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no
- tuviese pena, que él pondría remedio con que fácilmente se
- sanase; y tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí
- había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y
- aplicándoselas a la oreja, se las vendó muy bien, asegurándole
- que no había menester otra medicina. Y así fue la verdad.
- Parte primera: Capítulo duodécimo
- De lo que contó un cabrero a los que estaban con Don
- Quijote
- Estando en esto llegó otro mozo de los que les traían de la
- aldea el bastimento, y dijo: ¿sabéis lo que pasa en el lugar,
- compañeros? ¿cómo lo podemos saber? respondió uno de ellos. Pues
- sabed, prosiguió el mozo, que murió esta mañana aquel famoso
- pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto
- de amores de aquella endiablada moza de la aldea, la hija de
- Guillermo el rico, aquella que se anda en hábito de pastora por
- esos andurriales. Por Marcela dirás, dijo uno. Por esa digo,
- respondió el cabrero; y es lo bueno, que mandó en su testamento
- que le enterrasen en el campo como si fuera moro, y que sea al
- pie de la peña donde está la fuente del alcornoque, porque
- según es fama (y él dicen que lo dijo) aquel lugar es adonde él
- la vio la vez primera. Y también mandó otras cosas tales, que
- los abades del pueblo dicen que no se han de cumplir ni es bien
- que se cumplan, porque parecen de gentiles. A todo lo cual
- responde aquel gran su amigo Ambrosio el estudiante, que
- también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo
- sin faltar nada como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto
- anda el pueblo alborotado, mas a lo que se dice, en fin se hará
- lo que Ambrosio y todos los pastores sus amigos quieren, y
- mañana le vienen a enterrar con gran pompa adonde tengo dicho;
- y tengo para mí que ha de ser cosa muy de ver, a lo menos yo no
- dejaré de ir a verla, si supiese no volver mañana al lugar.
- Todos haremos lo mismo, respondieron los cabreros, y echaremos
- suertes a quien ha de quedar a guardar las cabras de todos.
- Bien dices Pedro, dijo uno de ellos, aunque no será menester
- usar de esa diligencia, que yo me quedaré por todos; y no lo
- atribuyas a virtud y a poca curiosidad mía, sino a que no me
- deja andar el garrancho que el otro día me pasó este pie. Con
- todo esto, te lo agradecemos, respondió Pedro.
- Y Don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era aquel y
- qué pastora aquella. A lo cual Pedro respondió, que lo que
- sabía era que el muerto era un hijodalgo rico, vecino de un
- lugar que estaba en aquellas sierras, el cual había sido
- estudiante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales
- había vuelto a su lugar con opinión de muy sabio y muy leído.
- Principalmente decían que sabía la ciencia de las estrellas, y
- de lo que pasaban allá en el cielo el sol y la luna, porque
- puntualmente nos decía el cris del sol y de la luna. Eclipse se
- llama, amigo, que no cris, el escurecerse esos dos luminares
- mayores, dijo Don Quijote. Mas Pedro, no reparando en niñerías,
- prosiguió su cuento, diciendo: asimesmo adivinaba cuando había
- de ser el año abundante o estil. Estéril queréis decir, amigo,
- dijo Don Quijote. Estéril, o estil, respondió Pedro, todo se
- sale allá. Y digo que, con esto que decía, se hicieron su padre
- y sus amigos que le daban crédito muy ricos, porque hacían lo
- que él les aconsejaba, diciéndoles: sembrad este año cebada, no
- trigo; en este podéis sembrar garbanzos, y no cebada; el que
- viene será de guilla de aceite; los tres siguientes no se
- cogerá gota. Esa ciencia se llama Astrología, dijo Don Quijote.
- No sé yo cómo se llama, replicó Pedro, mas sé que todo esto
- sabía y aún más. Finalmente no pasaron muchos meses después que
- vino de Salamanca, cuando un día remaneció vestido de pastor
- con su cayado y pellico, habiéndose quitado los hábitos largos
- que como escolar traía, y juntamente se vistió con él de pastor
- otro su grande amigo llamado Ambrosio, que había sido su
- compañero en los estudios. Olvidábaseme decir cómo Grisóstomo
- el difunto fue grande hombre de componer coplas, tanto que él
- hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y
- los autos para el día de Dios, que los representaban los mozos
- de nuestro pueblo, y todos decían que eran por el cabo. Cuando
- los del lugar vieron tan de improviso vestidos de pastores a
- los dos escolares, quedaron admirados y no podían adivinar la
- causa que les había movido a hacer tan extraña mudanza. Ya en
- este tiempo era muerto el padre de nuestro Grisóstomo, y él
- quedó heredado en mucha cantidad de hacienda, ansí en muebles
- como en raíces, y en no pequeña cantidad de ganado mayor y
- menor, y en gran cantidad de dineros: de todo lo cual quedó el
- mozo señor desoluto; y en verdad que todo lo merecía, que era
- muy buen compañero y caritativo y amigo de los buenos, y tenía
- una cara como una bendición. Después se vino a entender que el
- haberse mudado de traje no había sido por otra cosa que por
- andarse por estos despoblados en pos de aquella pastora Marcela
- que nuestro zagal nombró denantes, de la cual se había enamorado
- el difunto de Grisóstomo. Y quiéroos decir ahora, porque es bien
- que lo sepáis, quén es esta rapaza; quizá y aun sin quizá no
- habréis oído semejante cosa en todos los días de vuestra vida,
- aunque viváis más años que sarna. Decid Sarra, replicó Don
- Quijote, no pudiendo sufrir el trocar de los vocablos del
- cabrero. Harto vive la sarna, respondió Pedro; y si es, señor,
- que me habéis de andar zaheriendo a cada paso los vocablos, no
- acabaremos en un año. Perdonad, amigo, dijo Don Quijote, que
- por haber tanta diferencia de sarna a Sarra os lo dije; pero
- vos respondísteis muy bien, porque vive más sarna que Sarra, y
- proseguid vuestra historia, que no os replicaré más en nada.
- Digo, pues, señor de mi alma, dijo el cabrero, que en
- nuestra aldea hubo un labrador aún más rico que el padre de
- Grisóstomo, el cual se llamaba Guillermo, y al cual dio Dios,
- amén de las muchas y grandes riquezas, una hija, de cuyo parto
- murió su madre, que fue la más honrada mujer que hubo en todos
- estos contornos; no parece sino que ahora la veo con aquella
- cara, que del un cabo tenía el sol y del otro la luna, y sobre
- todo hacendosa y amiga de los pobres, por lo que creo que debe
- de estar su ánima a la hora de hora gozando de Dios en el otro
- mundo. De pesar de la muerte de tan buena mujer murió su marido
- Guillermo, dejando a su hija Marcela muchacha y rica en poder
- de un tío suyo, sacerdote, y beneficiado en nuestro lugar.
- Creció la niña con tanta belleza, que nos hacía acordar de la
- de su madre, que la tuvo muy grande, y con todo esto se juzgaba
- que le había de pasar la de la hija; y así fue, que cuando
- llegó a edad de catorce a quince años, nadie la miraba que no
- bendecía a Dios, que tan hermosa la había criado, y los más
- quedaban enamorados y perdidos por ella. Guardábala su tío con
- mucho recato y con mucho encerramiento, pero con todo esto, la
- fama de su mucha hermosura se extendió de manera, que así por
- ella, como por sus muchas riquezas, no solamente de los de
- nuestro pueblo, sino de los de muchas leguas a la redonda, y de
- los mejores de ellos, era rogado, solicitado e importunado su
- tío se la diese por mujer. Mas él, que a las derechas es buen
- cristiano, aunque quisiera casarla luego, así como la vía de
- edad, no quiso hacerlo sin su consentimiento, sin tener ojo a
- la ganancia y granjería que le ofrecía el tener la hacienda de
- la moza, dilatando su casamiento. Y a fe que se dijo esto en
- más de un corrillo en el pueblo en alabanza del buen sacerdote.
- Que quiero que sepa, señor andante, que en estos lugares cortos
- de todo se trata y de todo se murmura; y tened para vos, como
- yo tengo para mí, que debe de ser demasiadamente bueno el
- clérigo que obliga a sus feligreses a que digan bien dél,
- especialmente en las aldeas.
- Así es la verdad, dijo Don Quijote, y proseguid adelante,
- que el cuento es muy bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con
- mucha gracia.
- La del Señor no me falte, que es la que hace al caso. Y en
- lo demás, sabréis que aunque el tío proponía a la sobrina, y le
- decía las calidades de cada uno, en particular de los muchos
- que por mujer la pedían, rogándole que se casase y escogiese a
- su gusto, jamás ella respondió otra cosa sino que por entonces
- no quería casarse, y que por ser tan muchacha no se sentía
- hábil para poder llevar la carga del matrimonio. Con estas que
- daba al parecer justas excusas, dejaba el tío de importunarla,
- y esperaba que entrase algo más en edad y ella supiese escoger
- compañía a su gusto. Porque decía él, y decía muy bien, que no
- habían de dar los padres a sus hijos estado contra su voluntad.
- Pero hételo aquí, cuando no me cato, que remanece un día la
- melindrosa Marcela hecha pastora; y sin ser parte su tío ni
- todos los del pueblo que se lo desaconsejaban, dio en irse al
- campo con las demás zagalas del lugar, y dio en guardar su
- mesmo ganado. Y así como ella salió en público, y su hermosura
- se vio al descubierto, no os sabré buenamente decir cuántos
- ricos mancebos, hidalgos y labradores han tomado el traje de
- Grisóstomo, y la andan requebrando por estos campos. Uno de los
- cuales, como ya está dicho, fue nuestro difunto, del cual
- decían que la dejaba de querer y la adoraba. Y no se piense que
- porque Marcela se puso en aquella libertad y vida tan suelta, y
- de tan poco o de ningún recogimiento, que por eso ha dado
- indicio, ni por semejas, que venga en menoscabo de su
- honestidad y recato; antes es tanta y tal la vigilancia con que
- mira por su honra, que de cuantos la sirven y solicitan ninguno
- se ha alabado, ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado
- alguna pequeña esperanza de alcanzar su deseo. Que puesto que
- no huye ni es esquiva de la compañía y conversación de los
- pastores, y los trata cortés y amigablemente, en llegando a
- descubrirle su intención cualquiera dellos, aunque sea tan
- justa y santa como la del matrimonio, los arroja de sí como con
- un trabuco. Y con esta manera de condición hace más daño en
- esta tierra que por si ella entrara la pestilencia, porque su
- afabilidad y hermosura atraen los corazones de los que la
- tratan a servirla y a amarla; pero su desdén y desengaño los
- conduce a términos de desesperarse, y así no saben qué decirle
- sino llamarla a voces cruel y desagradecida, con otros títulos
- a este semejantes, que bien la calidad de su condición
- manifiestan; y si aquí estuviéredes, señores, algún día,
- veríades resonar estas sierras y estos valles con los lamentos
- de los desengañados que la siguen. No está muy lejos de aquí un
- sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay
- ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el
- nombre de Marcela, y encima de alguna una corona grabada en el
- mesmo árbol, como si más claramente dijera su amante que
- Marcela la lleva y la merece de toda la hermosura humana. Aquí
- suspira un pastor, allí se queja otro, acullá se oyen amorosas
- canciones, acá desesperadas endechas. Cual hay que pasa todas
- las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o
- peñasco, y allí, sin plegar los llorosos ojos, embebecido y
- trasportado en sus pensamientos, le halla el sol a la mañana; y
- cual hay que sin dar vado ni tregua a sus suspiros, en mitad
- del ardor de la más enfadosa siesta del verano tendido sobre la
- ardiente arena, envía sus quejas al piadoso cielo; y deste y de
- aquel, y de aquellos y destos, libre y desenfadadamente triunfa
- la hermosa Marcela. Y todos los que la conocemos estamos
- esperando en qué ha de parar su altivez, y quién ha de ser el
- dichoso que ha de venir a domeñar condición tan terrible, y
- gozar de hermosura tan extremada. Por ser todo lo que he
- contado tan averiguada verdad, me doy a entender que también lo
- es la que nuestro zagal dijo que se decía de la causa de la
- muerte de Grisóstomo. Y así os aconsejo, señor, que no dejéis
- de hallaros mañana a su entierro, que será muy de ver, porque
- Grisóstomo tiene muchos amigos, y no está deste lugar a aquel
- donde manda enterrarse media legua.
- En cuidado me lo tengo, dijo Don Quijote, y agradézcoos el
- gusto que me habéis dado con la narración de tan sabroso
- cuento. ¡Oh! replicó el cabero. Aun no sé yo la mitad de los
- casos sucedidos a los amantes de Marcela; mas podría ser que
- mañana topásemos en el camino algún pastor que nos lo dijese; y
- por ahora bien será que os vais a dormir debajo de techado,
- porque el sereno os podría dañar la herida, puesto que es tal
- la medicina que se os ha puesto, que no hay que temer de
- contrario accidente.
- Sancho Panza que ya daba al diablo el tanto hablar del
- cabrero, solicitó por su parte que su amo se entrase a dormir
- en la choza de Pedro. Hízolo así y todo lo más de la noche se
- la pasó en memorias de su señora Dulcinea, a imitación de los
- amantes de Marcela. Sancho Panza se acomodó entre Rocinante y
- su jumento, y durmió, no como enamorado desfavorecido, sino
- como hombre molido a coces.
- Parte primera: Capítulo décimotercero
- Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros
- sucesos
- Mas apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones
- del Oriente, cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron
- y fueron a despertar a Don Quijote, y a decille si estaba
- todavía con propósito de ir a ver el famoso entierro de
- Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote, que
- otra cosa no deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase
- y enalbardase al momento, lo cual él hizo con mucha diligencia,
- y con la misma se pusieron luego todos en camino.
- Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando al cruzar
- de una senda vieron venir hacia ellos hasta seis pastores
- vestidos con pellicos negros, y coronadas las cabezas con
- guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un
- grueso bastón de acebo en la mano; venían con ellos asimismo dos
- gentiles hombres de a caballo tan bien aderezados de camino, con
- otros tres mozos de a pie que los acompañaban.
- En llegándose a juntar se saludaron cortésmente, y
- preguntándose los unos a los otros dónde iban, supieron que
- todos se encaminaban al lugar del entierro, y así comenzaron a
- caminar todos juntos. Uno de los de a caballo, hablando con su
- compañero le dijo: - Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar
- por bien empleada la tardanza que hiciéremos en ver este famoso
- entierro que no podrá dejar de ser famoso, según estos pastores
- nos han contado extrañezas, así del muerto pastor como de la
- pastora homicida. Así me lo parece a mí, respondió Vivaldo, y no
- digo yo hacer tardanza de un día, pero de cuatro la hiciera a
- trueco de verle. Preguntóles Don Quijote qué era lo que habían
- oído de Marcela y de Grisóstomo. El caminante dijo que aquella
- madrugada habían encontrado con aquellos pastores, y que por
- haberles visto en aquel tan triste traje les habían preguntado
- la ocasión por que iban de aquella manera; que uno dellos se lo
- contó, contando las eztrañezas y hermosura de una pastora
- llamada Marcela, y los amores de muchos que la recuestaban, con
- la muerte de aquel Grisóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente,
- él contó lo que Pedro a Don Quijote había contado.
- Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el que se
- llamaba Vivaldo a Don Quijote, qué era la ocasión que le movía a
- andar armado de aquella manera por tierra tan pacífica. A lo
- cual respondió Don Quijote: - La profesión de mi ejercicio no
- consiente ni permite que yo ande de otra manera; el buen paso,
- el regalo y el reposo allá se inventaron para los blandos
- cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se
- inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama
- caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el
- menor de todos. Apenas oyeron esto, cuando todos le tuvieron por
- loco, y por averiguarlo más y ver qué género de locura era el
- suyo, le tornó a preguntar Vivaldo qué quería decir caballeros
- andantes. - ¿No han vuestras mercedes leído, respondió Don
- Quijote, los anales e historias de Inglaterra, donde se tratan
- las famosas fazañas del rey Arturo, que continuamente en nuestro
- romance castellano llamamos el rey Artús, de quien es tradición
- antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña, que este
- rey no murió, sino que por arte de encantamiento se convirtió en
- cuervo, y que andando los tiempos ha de volver a reinar y a
- cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se probará que desde
- aquel tiempo a este haya ningún inglés muerto cuervo alguno?
- Pues en tiempo de este buen rey fue instituida aquella famosa
- orden de caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, y
- pasaron sin faltar un punto los amores que allí se cuentan de
- Don lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siend medianera
- dellos y sabidora aquella tan honrada duaña Quitañona, de donde
- nació aquel famoso romance, y tan decantado en nuestra España
- de:
- Nunca fuera caballero
- de damas tan bien servido,
- como lo fue Lanzarote
- cuando de Bretaña vino;
- con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y
- fuertes fechos. Pues desde entonces, de mano en mano fue aquella
- orden de caballería extendiéndose y dilatándose por muchas y
- diversas partes del mundo; y en ella fueron famosos y conocidos
- por sus fechos el valiente Amadís de Gaula con todos sus hijos y
- nietos hasta la quinta generación, y el valeroso Felixmarte de
- Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y
- casi que en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al
- invencible y valeroso caballero don Belianís de Grecia. Esto,
- pues, señores, es ser caballero andante, y la que he dicho es la
- orden de su caballería, en la cual, como otra vez he dicho, yo,
- aunque pecador, he hecho profesión, y lo mismo que profesaron
- los caballeros referidos, profeso yo; y así me voy por estas
- soledades y despoblados buscando las aventuras, con ánimo
- deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa
- que la suerte me depare, en ayuda de los flacos y menesterosos.
- Por estas razones que dijo, acabaron de enterarse los
- caminantes que era Don Quijote falto de juicio, y del género de
- locura que señoreaba, de lo cual recibieron la misma admiración
- que recibían todos aquellos qeu de nuevo venían en conocimiento
- della. Y Vivaldo, que era persona muy discreta y de alegre
- condición, por pasar sin pesadumbre el poco camino qeu decían
- que les faltaba a llegar a la sierra del entierro, quiso darle
- ocasión a que pasase más adelante con sus disparates. Y así le
- dijo: paréceme, señor caballero andante, que vuestra merced ha
- profesado una de las más estrechas profesiones que hay en la
- tierra, y tengo para mí que aún la de los frailes cartujos no es
- tan estrecha. Tan estrecha bien podía ser, respondió nuestro Don
- Quijote; pero tan necesaria en el mundo, no estoy en dos dedos
- de ponello en duda. Porque si va a decir verdad, no hace menos
- el soldado que pone en ejecución lo que su capitán le manda, que
- el mismo capitán que se lo ordena. Quiero decir, que los
- religiosos con toda paz y sosiego piden al cielo el bien de la
- tierra; pero los soldados y cablleros ponemos en ejecución lo
- que ellos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y
- filos de nuestras espadas; no debajo de cubierta, sino al cielo
- abierto, puesto por blanco de los insufribles rayos del sol en
- el verano, y de los erizados hielos del invierno. Así que somos
- ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien se ejecuta en
- ello su justicia. Y como las cosas de la guerra, y las a ellas
- tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino
- sudando, afanando y trabajando excesivamente, síguese que
- aquellos que la profesan tienen sin duda mayor trabajo que
- aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a Dios
- favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me pasa
- por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante
- como el de encerrado religioso; sólo quiero inferir, por lo que
- yo padezco, que sin duda es más trabajoso y aporreado, y más
- hambriento y sediento, miserable, roto y piojoso, porque no hay
- duda sino que los caballeros andantes pasados pasaron mucha mala
- ventura en el discurso de su vida. Y si algunos subieron a ser
- emperadores por el valor de su brazo, a fe que les costó buen
- porqué de su sangre y de su sudor; y que así a los que tal grado
- subieron les faltaran encantadores y sabios que los ayudaran,
- que ellos quedarán bien defraudados de sus deseos y bien
- engañados de sus esperanzas.
- De ese parecer estoy yo, replicó el caminante; pero una
- cosa entre otras muchas, me parece muy mal de los caballeros
- andantes, y es que cuando se ven en ocasión de acometer una
- grande y peligrosa aventura, en que se ve manifiesto peligro de
- perder la vida, nunca en aquel instante de acometella se
- acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está
- obligado a hacer en peligros semejantes; antes se encomiendan a
- sus damas con tanta gana y devoción, como si ellas fueran su
- Dio: cosa que me parece que huele algo a gentilidad.
- Señor, respondió Don Quijote, eso no puede ser menos en
- ninguna manera, y caería en mal caso el caballero andante que
- otra cosa hiciese; que ya está en uso y costumbre en la
- caballería andantesca que el caballero andante, que al acometer
- algún gran fecho de armas tuvise su señora delante, vuelva a
- ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con ellos
- le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si
- nadie le oye, está obligado a decir algunas palabras entre
- dientes, en que de todo corazón se le encomiende, y desto
- tenemos innumerables ejemplos en las historias. Y no se ha de
- entender por esto que han de dejar de encomendarse a Dios, que
- tiempo y lugar les queda para hacello en el discurso de la obra.
- Con todo eso, replicó el caminante, me queda un escrúpulo, y es
- que muchas veces he leído que se traban palabras entre dos
- andantes caballeros, y de una en otra se les viene a encender la
- cólera, y a volver los caballos, y a tomar una buena pieza del
- campo, y luego sin más ni más, a todo el correr dellos se
- vuelven a encontrar, y en mitad de la corrida se encomiendan a
- sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno
- cae por las ancas del caballo pasado con lalanza del contrario
- de parte a parte, y al otro le aviene también que a no tenerse a
- las crines del suyo no pudiera dejar de venir al suelo; y no sé
- yo cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse a Dios en el
- discurso de esta tan celebrada obra; mejor fuera que las
- palabras que en la carrera gastó encomendándose a su dama, las
- gastara en lo que debía, y estaba obligado como cristiano;
- cuanto más que yo tengo para mí que no todos los caballeros
- andantes tienen damas a quien encomendarse, porque no todos son
- enamorados.
- Eso no puede ser, respondió Don Quijote: digo que no puede
- ser que haya caballero andante sin dama, porque tan propio y tan
- natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener
- estrellas, y a buen seguro que no se haya visto historia donde
- se halle caballero andante sin amores, y por el mismo caso que
- estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo caballero,
- sino por bastardo, y que entró en la fortaleza de la caballería
- dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y
- ladrón. Como todo eso dijo el caminante, me parece, si mal no me
- acuerdo, haber leído que don Galaor, hermano del valeroso Amadís
- de Gaula, nunca tuvo dama señalada a quien pudiese encomendarse,
- y con todo esto no fue tenido en menos, y fue un muy valiente y
- famoso caballero. A lo cual respondió nuestro Don Quijote:
- Señor, una golondrina sola no hace verano; cuanto más que yo sé
- que de secreto estaba ese caballero muy bien enamorado; fuera de
- aquello de querer a todas bien, cuantas bien le parecían, era
- condición natural a quien no podía ir a la mano. Pero en
- resolución, averiguado está muy bien que él tenía una sola a
- quien le había hecho señora de su voluntad; a la cual se
- encomendabaq muy a menudo y muy secretamente, porque se preció
- de secreto caballero.
- Luego si es de esencia que todo caballero andante haya de
- ser enamorado, dijo el caminante, bien se puede creer que
- vuestra merced lo es, pues de la profesión, y si es que vuestra
- merced no se precia de ser tan secreto como Don Galaor, con las
- veras que puedo, le suplico, en nombre de toda esta compañía y
- en el mío, nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su
- dama, que ella se tendrá por dichosa de que todo el mundo sepa
- que es querida y servida de un tal caballero como vuestra merced
- parece. Aquí dio un gran suspiro Don Quijote y dijo: yo no podré
- afirmar si la dulce mi enemiga gusta o no de que el mundo sepa
- que yo la sirvo; sólo sé decir, respondiendo a lo que con tanto
- comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea, su patria el
- Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad por lo menos ha de ser
- princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura sobrehumana,
- pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y
- quiméricos atributos de belleza qeu los poetas dan a sus damas;
- que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas
- arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios
- corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su
- pecho, marfil sus manos, su blacura nieve; y las partes que a la
- vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y
- entiendo, que sola la discreta consideración puede encarecerlas
- y no compararlas. El linaje, prosapia y alcurnia querríamos
- saber, replicó Vivaldo. A lo cual respondión Don Quijote: no es
- de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los
- modernos Colonas y Ursinos, ni de los Moncadas y Requesens de
- Cataluña, ni menos de los Rebellas y Villenovas de Valencia, y
- Palafoxes Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas,
- Foces y Gurreas de Aragón; Cerdas, Manriques, Mendozas y
- Guzmanes de Castilla; Alencastros, Pallas y Meneses de Portugal;
- pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno,
- tal que puede dar generoso principio a las más ilustres familias
- de los venideros siglos; y no se me replique en esto, si no
- fuere con las condiciones que puso Cerbino al pie del trofeo de
- las armas de Orlando, que decía:
- Nadie las mueva
- que estar no pueda
- con Roldán a prueba.
- Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo, respondió el
- caminante, no le osaré yo poner con el del Toboso de la Mancha
- puesto que, para decir verdad, semejante apellido hasta ahora no
- ha llegado a mis oídos. Como ese no habrá llegado, replicó Don
- Quijote.
- Con gran atención iban escuchando todos los demás la
- plática de los dos, y aun hasta los mismos cabreros y pastores
- conocieron la demasiada falta de juicio de nuestro Don Quijote.
- Sancho Panza pensaba que cuanto su amo decía era verdad,
- sabiendo él quién era, habiéndole conocido desde su nacimiento;
- y en lo que dudaba algo era en creer aquello de la linda
- Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre ni tal princesa
- había llegado jamás a su noticia, aunque vivía tan cerca del
- Toboso.
- En estas pláticas iban cuando vieron que por la quiebra que
- dos altas montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos
- con pellicos de negra lana vestidos, y coronados con guirnaldas
- que, a lo que después pareció, eran cual de tejo y cual de
- ciprés. Entre seis dellos traían unas andas, cubiertas de mucha
- diversidad de flores y de ramos. Lo cual, visto por uno de los
- cabreros, dijo: aquellos que allí vienen son los que traen el
- cuerpo de Grisóstomo, y el pie de aquella montaña es el lugar
- donde él mandó que le enterrasen. Por eso se dieron priesa a
- llegar, y fue a tiempo que ya los que venían habían puesto las
- andas en el suelo, y cuatro dellos con agudos picos, estaban
- cavando la sepultura a un lado de una dura peña. Recibiéronse
- los unos y los otros cortésmente, y luego, Don Quijote, y los
- que con él venían, se pusieron a mirar las andas, y en ellas
- vieron cubierto de flores un cuerpo muerto, y vestido como
- pastor, de edad al parecer de treinta años; y aunque muerto,
- mostraba que vivo había sido de rostro hermoso y de disposición
- gallarda. Alrededor dél tenía en las mismas andas algunos libros
- y muchos papeles abiertos y cerrados; y así los que estos
- miraban como los que abrían la sepultura, y todos los demás que
- allí había, guardaban un maravilloso silencio, hasta que uno de
- los que al muerto trujeron dijo a otro: mirad bien, Ambrosio, si
- es este el lugar que Grisóstomo dijo, ya que queréis que tan
- puntualmente se cumpla lo que dejó mandado en su testamento.
- Esto es, repondió Ambrosio, que muchas veces en él me contó mi
- desdichado amigo la historia de su desventura. Allí me dijo él
- que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje
- humano, y allí fue también donde la primera vez le declaró su
- pensamiento tan honesto como enamorado, y allí fue la última vez
- donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar; de suerte que
- puso fin a la tragedia de su miserable vida y aquí, en memoria
- de tantas desdichas, quiso él que le depositasen en las entrañas
- del eterno olvido. Y volviéndose a Don Quijote y a los
- caminantes, prosiguió diciendo: ese cuerpo, señores, que con
- piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de un alma en
- quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas. Ese es el
- cuerpo de Grisóstomo, que fue único en el ingenio, sólo en la
- cortesía, extremo en la gentileza, fénix en la amistad,
- magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza, y
- finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo
- en todo lo que fue sr desdichado. Quiso bien, fue aborrecido;
- adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un mármol,
- corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la
- ingratitud, de quien alcanzó por premio ser despojo de la muerte
- en la mitad de la carrera de su vida, a la cual dio fin una
- pastora, a quien él procuraba eternizar para que viviera en la
- memoria de las gentes, cual lo pudieran mostrar bien estos
- papeles que estáis mirando, si él no me hubiera mandado que los
- entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.
- De mayor rigor y crueldad usaréis vos con ellos, dijo Vivaldo,
- que su mismo dueño, pues no es justo ni acertado que se cumpla
- la voluntad de quien lo ordena y afuera de todo razonable
- discurso; y no le tuviera bueno Augusto César, si consintiera
- que se pusiera en ejecución lo que el divino Mantuano dejó en su
- testamento mandado. Así que, señor Ambrosio, ya que deis el
- cuerpo de vuestro amigo a la tierra, no queráis dar sus escritos
- al olvido; que si él ordenó como agraviado, no es bien que vos
- cumpláis como indiscreto, antes haced, dando la vida a estos
- papeles, que la tenga siempre la crueldad de Marcela, para que
- sirva de ejemplo en los tiempos que están por venir a los
- vivientes, para que se aparten y huyan de caer en semejantes
- despeñaderos; que ya sé yo y los que aquí venimos la historia
- deste vuestro enamorado y desesperado amigo, y sabemos la
- amistad vuestra y la ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado
- al acabar de la vida: de la cual lamentable historia se puede
- sacar cuanta haya sido la crueldad de Marcela, el amor de
- Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con el paradero que
- tienen los que a rienda suelta corren por la senda que el
- desvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche supimos la
- muerte de Grisóstomo, y que en este lugar había de ser
- enterrado, y así de curiosidad y de lástima dejamos nuestro
- derecho viaje, y acordamos de venir a ver con los ojos lo que
- tanto nos había lastimado en oíllo; y en pago desta lástima y
- del deseo que en nosotros nació de remedialla si pudiéramos, os
- rogamos, oh discreto Ambrosio, a lo menos yo os lo suplico de mi
- parte, que dejando de abrasar estos papeles, me dejéis llevar
- algunos dellos. Y sin aguardar que el pastor respondiese, alargó
- la mano y tomó algunos de los que más cerca estaban. Viendo lo
- cual Ambrosio, dijo: por cortesía consentiré que os quedéis,
- señor, con los que ya habéis tomado; pero pensar que dejaré de
- quemar los que quedan es pensamiento vano. Vivaldo, que deseaba
- ver lo que los papeles decían, abrió luego el uno dellos, y vio
- que tenía por título: Canción desesperada. Oyólo Ambrosio y
- dijo: ese es el último papel que escribió el desdichado y porque
- veáis, señor, en el término que le tenían sus desventuras,
- leedle de modo que seáis oído, ue bien os dará lugar a ello el
- que se tardare en abrir la sepultura. Eso haré yo de muy buena
- gana, dijo Vivaldo. Y como todos los circunstantes tenían el
- mismo deseo, se pusieron a la redonda, y él, leyendo en voz
- clara, vio que así decía:
- no al concertado son, sino al ruido
- que de lo hondo de mi amargo pecho,
- llevado de un forzoso desvarío,
- por gusto mío sale y tu despecho.
- El rugir del león, del lobo fiero
- el temeroso aullido, el silbo horrendo
- de escamosa serpiente, el espantable
- Bbaladro de algún monstruo, el agorero
- graznar de la corneja, y el estruendo
- del viento contrastado en mar inestable:
- Del ya vencido toro el implacable
- bramido, y de la viuda tortolilla
- el sensible arrullar, el triste canto
- del enviudado buho, con el llanto
- de toda la infernal negra cuadrilla,
- Salgan con la doliente ánima fuera,
- mezclados en un son de tal manera
- que se confundan los sentidos todos,
- pues la pena cruel que en mí se halla
- para contarla pide nuevos modos.
- De tanta confusión, no las arenas
- del padre Tajo oirán los tristes ecos,
- ni del famoso Betis las olivas:
- que allí se esparcirán mis duras penas
- en altos riscos y en profundos huecos,
- con muerta lengua y con palabras vivas;
- O ya en oscuros valles o en esquivas
- playas desnudas de contrato humano,
- o adonde el sol jamás mostró su lumbre,
- o entre la venenosa muchedumbre,
- de fieras que alimenta el Nislo llano:
- Que puestos en los páramos desiertos
- los ecos roncos de mi mal inciertos
- suenen con tu rigor tan sin segundo,
- por privilegio de mis cortos hados
- serán llevados por el ancho mundo.
- Mata un desdén, aterrada paciencia
- o verdadera o falsa una sospecha;
- mata los celos con rigor tan fuerte;
- Desconcierta la vida larga ausencia;
- contra un temor de olvido no aprovecha
- firme esperanza de dichosa suerte.
- En todo hay cierta, inevitable muerte;
- mas yo, ¡milagro nunca visto! vivo
- celoso, ausente, desdeñado y cierto
- de las sospechas que me tienen muerto:
- y en el olvido en quien mi fuego avivo.
- Y entre tantos tormentos, nunca alcanza
- mi vista a ver en sombra a la esperanza;
- ni yo desesperado la procuro,
- antes por extremarme en mi querella,
- estar sin ella eternamente juro.
- ¿Puédese por ventura en un instante
- esperar y temer, o es bien hacello,
- siendo las causas del temor más ciertas?
- ¿Tengo, si el duro celo está delante,
- de cerrar estos ojos, si he de vello
- por mil heridas en el alma abiertas?
- ¿Quién no abrirá de par en par las puertas
- a la desconfianza, cuando mira
- descubierto el desdén, y las sospechas
- ¡Oh amarga conversión! verdades hechas,
- y la limpia verdad vuelta en mentira?
- ¡Oh en el reino de amor fieros tiranos
- celos! ponedme un hierro en estas manos.
- Dam, desdén, una torcida soga.
- ¡Mas ay de mí! que con cruel victoria
- vuestra memoria el sufrimiento ahoga.
- Yo muero, en fin, y porque nunca espere,
- buen suceso en la muerte ni en la vida,
- pertinaz estaré en mi fantasía:
- Diré que va acertado el que bien quiere
- y que es más libre el alma más rendida
- a la de amor antigua tiranía.
- Diré que la enemiga siempre mía,
- hermosa el alma como el cuerpo tiene,
- y que su olvido de mi culpa nace,
- y que en fe de los males que nos hace
- amor su imperio en justa paz mantiene.
- Y con esta opinión y un duro lazo,
- acelerando el miserable plazo
- a que me han conducido sus desdenes,
- ofreceré a los vientos cuerpo y alma
- sin lauro o palma de futuros bienes.
- Tú, que con tantas sinrazones muestras
- la razón que me fuerza a que la haga
- a la cansada vida que aborrezco;
- pues ya ves que te da notorias muestras
- esta del corazón profunda llaga,
- de cómo alegre a tu rigor me ofrezco;
- Si por dicha conoces que merezco
- que el cielo claro de tus bellos ojos
- en mi muerte se turbe, no lo hagas,
- que no quiero que en nada satisfagas
- al darte de mi alma los despojos.
- Antes con risa en la ocasión funesta
- descubre que el fin mío fue tu fiesta.
- Mas gran simpleza es avisarte desto,
- pues sé que está tu gloria conocida
- en que mi vida llegue al fin tan presto.
- Venga, es tiempo ya, del hondo abismo
- tántalo con su sed, Sísifo venga
- con el peso terrible de su canto.
- Ticio traiga un buitre, y asimismo
- con su rueda Egión no se detenga,
- ni las hermanas que trabajan tanto.
- Y todos juntos su mortal quebranto
- traslaen en mi pecho, y en voz baja
- (si y a un desesperado son debidas)
- canten obsequias tristes, doloridas,
- al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.
- Y el portero infernal de los tres rostros,
- con otras mil quimeras y mil mostruos
- lleven en doloroso contrapunto,
- que otra pompa mejor no me parece
- que la merece un amador difunto.
- Canción desesperada, no te quejes
- cuando mi triste compañía dejes;
- antes, pues, que la causa do naciste
- con mi desdicha aumenta su ventura,
- aun en la sepultura no estés triste.
- Bien les pareció a los que escuchado habían la canción de
- Grisóstomo, puesto, que el que la leyó dijo que no le parecía
- que conformaba con la relación que él había oído del recato y
- bondad de Marcela, porque en ella se quejaba Grisóstomo de
- celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio del buen
- créditto y buena fama de Marcela, a lo cual respondió Ambrosio,
- como aquel que sabía bien los más escondidos pensamientos de su
- amigo; para que, señor, os satisfagáis desa duda, es bien que
- sepáis que cuando este desdichado escribió esta canción estaba
- ausente de Marcela, de quien se había ausentado por su voluntad,
- por ver si usaba con él la ausencia de sus ordinarios fueros; y
- como al enamorado ausente no hay cosa que no lo fatigue, ni
- temor que no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los
- celos imaginados y las sospechas temidas como si fueran
- verdaderas; y con esto queda en su punto la verdad que la fama
- pregona de la bondad de Marcela; la cual fuera de ser cruel y un
- poco arrogante, y un mucho desdeñosa, la misma envidia ni debe
- ni puede ponerle falta alguna. Así es la verdad, respondió
- Vivaldo; y queriendo leer otro papel de loos que había reservado
- del fuego, lo estorbó una maravillosa visión (que tal parecía
- ella) que improvisamente se les ofreció a los ojos, y fue que,
- por cima de la peña donde se cavaba la sepultura, pareció la
- pastora Marcela tan hermosa, que pasaba a su fama en hermosura.
- Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con
- admiración y silencio, y los que ya estaban acostumbrados a
- verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían
- visto. Mas apenas la hubo visto Ambrosio, cuando con muestras de
- ánimo indignado, le dijo: ¿vienes a ver por ventura, oh fiero
- basilisco destas montañas, si con tu presencia vierten sangre
- las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida; o
- vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición, o a
- ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de
- su abrasada Roma, o a pisar arrogante este desdichado cadáver,
- como la ingrata hija al de su padre Tarquino? Dinos presto a lo
- que vienes, o qué es aquello de que más gustas, que por saber yo
- que los pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte
- en vida, haré que, aun él muerto, te obedezcan los de todos
- aquellos que se llamaron sus amigos.
- No vengo, oh Ambrosio, a ninguna cosa de las que has dicho,
- respondió Marcela, sino a volver por mí misma, y a dar a
- entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas
- y de la muerte de Grisóstomo me culpan. Y así ruego a todos los
- que aquí estáis me estéis atentos, que no será menester mucho
- tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los
- discretos. Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de
- tal manera, que sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os
- mueve mi hermosura, y por el amor que me mostráis decís y aun
- queréis que esté yo obligada a amaros. Yo conozco con el natural
- entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es
- amable; mas no alcanzo que por razón de eser amado, esté
- obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama; y
- más que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo,
- y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir
- quiérote por hermosa, hazme de amar aunque sea feo. Pero puesto
- caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de
- correr iguales los deseos, que no todas las hermosuras enamoran,
- que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si
- todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las
- voluntades confusas y descaminadas sin saber en cuál habían de
- parar, porque siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos
- habían de ser los deseos; y según yo he oído decir, el verdadero
- amor no se divide, y ha de ser voluntario y no forzoso. Siendo
- esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi
- voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis
- bien? Sino, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera
- fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me
- amábades? Cuanto más que habéis de considerar que yo no escogí
- la hermosura que tengo, que tal cual es, el cielo me la dio de
- gracia sin yo pedirla ni escogella; y así como la víbora no
- merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella
- mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merrezco ser
- reprendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer honesta
- es como el fuego apartado, o como la espada aguda, que ni él
- quema, ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y
- las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo,
- aunque lo sea, no debe parecer hermoso; pues si la honestidad es
- una de las virtudes que al cuerpo y alma más adornan y
- hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa,
- por corresponder a la intención de aquél que por solo su gusto
- con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda? Yo
- nací libre, y para poder libre escogí la soledad de los campos;
- los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas
- destos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas
- comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado, y
- espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he
- desengañado con las palabras; y si los deseos se sustentan con
- esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo, ni a otro
- alguno, el fin de ninguno dellos, bien se puede decir que no es
- obra mía que antes le mató su porfía que mi crueldad; y si me
- hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto
- estaba obligada a corresponder a ellos, digo que cuando en ese
- mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la
- bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en
- perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi
- recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él con todo
- este desengaño quiso porfiar contra la esperanza y navegar
- contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del
- golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le
- contentara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto.
- Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: mirad ahora si
- será razón que de su pena se me dé a mí la culpa. Quéjese el
- engañado, desespérese aquél a quien le faltaron las prometidas
- esperanzas, confiese el qeu yo llamare, ufánese el qeu yo
- admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo
- no prometo, engaño, llamo, ni admito. El cielo aun hasta ahora
- no ha querido que yo llame por destino, y el pensar que tengo
- que amar por elección es excusado. Este general desengaño sirva
- a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho, y
- entiéndase de aquí adelante, que si alguno por mí muriere, no
- muere de celoso ni desdichado, porque a quien a nadie quiere, a
- ninguno debe dar celos, que los desengaños no se han de tomar en
- cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco, déjeme
- como cosa perjudicial y mala: el que me llama ingrata, no me
- sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me
- siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y
- esta desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá, ni seguirá,
- en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y
- arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y
- recato? Si yo conservo mi limpieza con la compañía de los
- árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda, el que quiera que
- la tenga, con los hombres¿ Yo, como sabéis, tengo riquezas
- propias, y no codicio las ajenas: tengo libre condición, y no
- gusto de sujetarme; ni quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a
- este, ni solicito a aquel, ni me burlo con uno, ni me entretengo
- con el otro. La conversación honesta de las zagalas destas
- aldeas, y el cuidado de mis cabras me entretiene; tienen mis
- deseos por término estas montañas, y si de aquí salen, es a
- contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma,
- a su morada primera.
- Y en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió
- las espaldas y se entró por lo más cerrado de un monte que allí
- cerca estaba, dejando admirados, tanto de su discreción como de
- su hermosura, a todos los que allí estaban.
- Y algunos dieron muestras (de aquellos que de la poderosa
- flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos) de
- quererla seguir, sin aprovecharse del manifiesto desengaño que
- habían oído. Lo cual visto por Don Quijote, pareciéndole qeu
- allí venía bien usar de su caballería socorriendo a las
- doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su espada,
- en altas e inteligibles voces, dijo: ninguna persona, de
- cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la
- hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía.
- Ella ha mostrado con claras razones la poca o ninguna culpa que
- ha tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuán ajena vive de
- condescender con los deseos de ninguno de sus amantes, a cuya
- causa es justo qeu en lugar de ser seguida y perseguida, sea
- honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra
- que en él ella es sola la que con tan honesta intención vive. O
- ya que fuese por las amenazas de Don Quijote, o porque Ambrosio
- les dijo que concluyesen con lo que a su buen amigo debían,
- ninguno de los pastores se movió ni apartó de allí, hasta que,
- acabada la sepultura, y abrasados los papeles de Grisóstomo,
- pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas de los
- circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en
- tanto que se acababa una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba
- mandar hacer un epitafio, que había de decir de esta manera:
- Yace aquí de un amador
- el mísero cuerpo helado,
- que fue pastor de ganado,
- perdido por desamor.
- Murió a manos del rigor
- de una esquiva hermosa ingrata,
- con quien su imperio dilata
- la tiranía de amor.
- Luego esparcieron por encima de la sepultura muchas flores
- y ramos, y dando todos el pésame a su amigo Ambrosio se
- despidieron dél. Lo mismo hicieron Vivaldo y su compañero, y Don
- Quijote se despidió de sus huéspedes y de los caminantes, los
- cuales le rogaron se viniese con ellos a Sevilla, por ser lugar
- tan acomodado a hallar aventuras que en cada calle y tras cada
- esquina se ofrecen más que en otro alguno. Don Quijote les
- agradeció el aviso y el ánimo que mostraban de hacerle merced, y
- dijo que por entonces no quería ni debía ir a sevilla, hasta que
- hubiese despojado todas aquellas sierras de ladrones
- malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas. Viendo
- su buena determinación, no quisieron los caminantes
- importunarles más, sino tornándose a despedir de nuevo, le
- dejaron y prosiguieron su camino, en el cual no les faltó de qué
- tratar, así de la historia de Marcela y Grisóstomo, como de las
- locuras de Don Quijote; el cual determinó de ir a buscar a la
- pastora Marcela, y ofrecerle todo lo que él podía en su
- servicio. Mas no le avino como él pensaba, según se cuenta en el
- discurso desta verdadera historia.
- Parte primera: Capítulo decimoquinto
- Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó Don
- Quijote en
- topar con unos desalmados yangüeses
- Cuanta el sabio Cide Hamete Benengeli, que así como Don
- Quijote se despidió de sus huéspedes y de todos los que se
- hallaron al entierro del pastor Grisóstomo, él y su escudero se
- entraron por el mismo bosque donde vieron que se había entrado
- la pastora Marcela, y habiendo andado más de dos horas por él,
- buscándola por todas partes sin poder hallarla, vinieron a
- parar a un prado lleno de fresca yerba, junto del cual corría
- un arroyo apacible y fresco, tanto que convidó y forzó a pasar
- allí las horas de la siesta, que rigurosamente comenzaba ya a
- entrar. Apeáronse Don Quijote y Sancho, y dejando al jumento y
- a Rocinante a sus anchuras pacer de la mucha yerba que allí
- había, dieron saco a las alforjas, y sin ceremonia alguna, en
- buena paz y compañía, amo y mozo comieron lo que en ellas
- hallaron. No se había curado Sancho de echar sueltas a
- Rocinante, seguro de que le conocía por tan manso y tan poco
- rijoso que todas las yeguas de la dehesa de Córdoba no le
- hicieran tomar mal siniestro. Ordenó, pues, la suerte y el
- diablo, que no todas veces duerme, que andaban por aquel valle
- paciendo una manada de jacas galicianas de unos arrieros
- yangüeses, de los cuales es costumbre sestear con su recua en
- lugares y sitios de yerba y agua; y aquel donde acertó a
- hallarse Don Quijote era muy a propósito de los yangüeses.
- Sucedió, pues, que a Rocinante le vino en deseo de
- refocilarse con las señoras jacas, y saliendo, así como las
- olió, de su natural paso y costumbre, sin pedir licencia a su
- dueño, tomó un trotillo algo pacadillo, y se fue a comunicar su
- necesidad con ellas; mas ellas, que a lo que pareció, debían de
- tener más gana de pacer que de él, recibiéronle con las
- herraduras y con los dientes, de tal manera que a poco espacio
- se le rompieron las cinchas, y quedó sin silla en pelota; pero
- lo que él debió más de sentir fue que viendo los arrieros la
- fuerza que a sus yeguas se les hacía, acudieron con estacas, y
- tantos palos le dieron, que le derribaron mal parado en el
- suelo. Ya en esto Don Quijote y Sancho, que la paliza de
- Rocinante habían visto, llegaban hijadeando, y dijo Don Quijote
- a Sancho: A lo que veo, amigo Sancho, estos no son caballeros,
- sino gente soez y de baja ralea; dígolo, porque bien me puedes
- ayudar a tomar la debida venganza del agravio que delante de
- nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante. ¿Qué diablos de
- venganza hemos de tomar, respondió Sancho, si estos son más de
- veinte, y nosotros no más de dos, y aun quizá no somos sino uno
- y medio? Yo valgo por ciento, respondió Don Quijote. Y sin
- hacer más discursos, echó mano a su espada y arremetió a los
- yangüeses, y lo mismo hizo Sancho Panza, incitado y movido del
- ejemplo de su amo; y a las primeras dio Don Quijote una
- cuchillada a uno que le abrió un sayo de cuero de que venía
- vestido con gran parte de la espalda. Los yangüeses que se
- vieron maltratar de aquellos dos hombres solos, siendo ellos
- tantos, acudieron a sus estacas; y cogiendo a los dos en medio,
- comenzaron a menudear sobre ellos con grande ahínco y
- vehemencia; verdad es que el segundo toque dieron con Sancho en
- el suelo, y lo mismo le avino a Don Quijote, sin que le valiese
- su destreza y buen ánimo; quiso su ventura que viniese a caer a
- los pies de Rocinante, que aún no se había levantado: donde se
- echa de ver la furia con que machacan estacas puestas en manos
- rústicas y enojadas.
- Viendo, pues, los yangüeses el mal recado que habían hecho,
- con la mayor presteza que pudieron cargaron su recua y
- siguieron su camino, dejando a los dos aventureros de mala
- traza y de peor talante. El primero que se resintió fue Sancho
- Panza, y hallándose junto a su señor, con voz enferma y
- lastimada dijo: Señor Don Quijote, ¡ah, Señor Don Quijote! ¿Qué
- quieres, Sancho hermano? respondió Don Quijote con el mismo
- tono afeminado y doliente que Sancho. Querría, si fuese
- posible, respondió Sancho Panza, que vuestra merced me diese
- dos tragos de aquella bebida del feo Blas, si es que la tiene
- vuestra merced ahí a mano; quizá será de provecho para los
- quebrantamientos de huesos, como lo es para las feridas. Pues a
- tenerla yo aquí, desgraciado yo, ¿qué nos faltaba? respondió
- Don Quijote. Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero
- andante, que antes que pasasen dos días, si la fortuna no
- ordena otra cosa, la tengo de tener en mi poder, o mal me han
- de andar las manos. ¿Pues en cuántos le parece a vuestra merced
- que podremos mover los pies? replicó Sancho Panza. De mí sé
- decir, dijo el molido caballero Don Quijote, que no sabré poner
- término a esos días; mas yo no tengo la culpa de todo, que no
- había de poner mano a la espada contra hombres que no fuesen
- armados caballeros como yo; y así creo que en pena de haber
- pasado las leyes de la caallería ha permitido el dios de las
- batallas que se me diese este castigo; por lo cual, hermano
- Sancho, conviene que estés advertido en esto que ahora te diré,
- porque importa mucho a la salud de entrambos; y es que, cuando
- veas que semejante canalla nos hace algún agravio, no aguardes
- a que yo ponga mano a la espada para ellos, porque no lo haré
- en ninguna manera, sino pon tú mano a tu espada y castígalos
- muy a tu sabor, que si en su ayuda y defensa acudieren
- caballeros, yo te sabré defender y ofendellos con todo mi
- poder, que ya habrás visto por mil señales y experiencias hasta
- dónde se extiende el valor de este mi fuerte brazo. Tal quedó
- de arrogante el pobre señor con el vencimiento del valiente
- vizcaíno. Mas no le pareció tan bien a Sancho Panza el aviso de
- su amo, que dejase de responder, diciendo: Señor, yo soy hombre
- pacífico, manso, sosegado, y sé disimular cualquiera injuria,
- porque tengo mujer e hijos que sustentar y criar; así que séale
- a vuestra merced también de aviso, pues no puede ser mandato,
- que en ninguna manera pondré mano a la espada, ni contra
- villano, ni contra caballero, y que desde aquí para delante de
- Dedios perdono cuantos agravios me han hecho y han de hacer, ora
- me los haya hecho o haga, o haya de hacer persona alta o baja,
- rico o pobre, hidalgo o pechero, sin exceptuar estado ni
- condición alguna.
- Lo cual oído por su amo, le respondió: Quisiera tener
- aliento para poder hablar un poco descansado, y que el dolor
- que tengo en esta costilla se apacara tanto cuanto, para darte
- a entender, Panza, en el error en que estás. Ven acá, pecador:
- si el viento de la fortuna, hasta ahora tan contrario, en
- nuestro favor se vuelve, llenándonos las velas del deseo para
- que seguramente y sin contraste alguno tomemos puerto en alguna
- de las ínsulas que te tengo prometida, ¿qué sería de ti si,
- ganándola yo, te hiciese señor della? Pues lo vendrás a
- imposibilitar por no ser caballero, ni quererlo ser, ni tener
- valor ni intención de vengar tus injurias y defender tu
- señoría; porque has de saber que en los reinos y provincias
- nuevamente conquistados, nunca están tan quietos los ánimos de
- sus naturales, ni tan de parte del nuevo señor, que no se tenga
- temor de que han de hacer alguna novedad para alterar de nuevo
- las cosas y volver como dicen, a probar ventura; y así es
- menester que el nuevo posesor tenga entendimiento para saber
- gobernar, y valor para ofender y defenderse en cualquier
- acontecimiento. En este que ahora nos ha acontecido, respondió
- Sancho, quisiera yo tener este entendimiento y ese valor que
- vuestra merced dice; mas yo le juro a fe de pobre hombre, que
- más estoy para bizma que para pláticas. Mire vuestra merced si
- se puede levantar y ayudaremos a Rocinante, aunque no lo
- merece, porque él fue la causa principal de todo este
- molimiento; jamás tal creí de Rocinante, que le tenía por
- persona casta y tan pacífica como yo. En fin, bien dicen que es
- menester mucho tiempo para venir a conocer las personas, y que
- no hay cosa segura en esta vida. ¿Quién dijera que tras de
- aquellas tan grandes cuchilladas como vuestra merced dio a
- aquel desdichado andante, había de venir por la posta y en
- seguimiento suyo esta tan grande tempestad de palos que ha
- descargado sobre nuestras espaldas? Aun las tuyas, Sancho,
- replicó Don Quijote, deben de estar hechas a semejantes
- nublados; pero las mías, criadas entre sinabafas y holandas,
- claro está que sentirán más el dolor de esta desgracia; y si no
- fuese porque imagino, qué digo imagino; sé muy cierto que todas
- estas incomodidades son muy anejas al ejercicio de las armas,
- aquí me dejaría morir de puro enojo. A esto replicó el
- escudero: Señor, ya que estas desgracias son de la cosecha de la
- caballería, dígame vuestra merced si suceden muy a menudo, o si
- tienen sus tiempos limitados en que acaecen; porque me parece a
- mí que a dos cosechas quedaremos inútiles para la tercera, si
- Dios por su infinita misericordia no nos socorre. Sábete, amigo
- Sancho, respondió Don Quijote, que la vida de los caballeros
- andantes está sujeta a mil peligros y desventuras, y ni más ni
- menos está en potencia propincua de ser los caballeros andantes
- reyes y emperadores, como lo ha mostrado la experiencia en
- muchos y diversos caballeros de cuyas historias yo tengo entera
- noticia. Y pudiérate contar ahora, si el dolor me diera lugar,
- de algunos que sólo por el valor de su brazo han subido a los
- altos grados que he contado, y estos mismos se vieron antes y
- después en diversas calamidades y miserias, porque el valeroso
- Amadís de Gaula se vió en poder de su mortal enemigo Arcaláus
- el encantador, de quien se tiene por averiguado que le dio,
- teniéndole preso, más de doscientos azotes con las riendas de
- su caballo, atado a una columna de un patio; y aun hay un autor
- secreto y de no poco crédito que dice, que habiendo cogido al
- caballero del Febo con una cierta trampa que se le hundió
- debajo de los pies en un cierto castillo, al caer se halló en
- una honda sima debajo de la tierra, atado de pies y manos, y
- allí le echaron una destas que llaman melecinas de agua de
- nieve y arena, de lo que llegó muy al cabo, y si no fuera
- socorrido en aquella gran cuita de un sabio grande amigo suyo,
- lo pasara muy mal el pobre caballero...
- Parte primera: Capítulo decimosexto
- De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que
- él
- imaginaba ser castillo.
- El ventero que vió a Don Quijote atravesado en el asno,
- preguntó a Sancho qué mal traía. Sancho le respondió que no era
- nada, sino que había dado una caída de una peña abajo, y que
- tenía algo brumadas las costillas. Tenía el ventero por mujer a
- una, no de la condición que suelen tener las de semejante trato,
- porque naturalmente era caritativa y se dolía de las calamidades
- de sus prójimos, y así acudió luego a curar a Don Quijote, e
- hizo que una hija suya doncella, muchacha y de muy buen parecer,
- la ayudase a curar a su huésped. Servía a la venta asimismo una
- moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma,
- del un ojo tuerta, y del otro no muy sana: verdad es que la
- gallardía del cuerpo suplía las demás faltas; no tenía siete
- palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto
- le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella
- quisiera. Esta gentil moza, pues, ayudó a la doncella, y las dos
- hicieron una muy mala cama a Don Quijote en un caramanchón, que
- otros tiempos daba manifiestos indicios que había servido de
- pajar muchos años, en el cual también alojaba un arriero que
- tenía su cama hecha un poco más allá de la de nuestro Don
- Quijote, y aunque era de las enjalmas y mantas de sus machos,
- hacía mucha ventaja a la de Don Quijote, que sólo contenía
- cuatro mal lisas tablas sobre dos no muy iguales bancos, y un
- colchón que en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques, que a
- no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento en la
- dureza semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de
- adarga, y una frazada cuyos hilos, si se quisieran contar, no se
- perdiera uno solo en la cuenta. En esta maldita cama se acostó
- Don Quijote; luego la ventera y su hija le emplastaron de arriba
- a abajo, alumbrándoles Maritornes, que así se llamaba la
- asturiana, y como al bizmalle viese la ventera tan acardenalado
- a partes a Don Quijote, dijo que aquellos más parecían golpes
- que caída.
- No fueron golpes, dijo Sancho, sino que la peña tenía
- muchos picos y tropezones, y que que cada uno había hecho su
- cardenal. Y también le dijo: Haga vuestra merced, señora, de
- manera que queden algunas estopas, que no faltará quien las haya
- menester, que también me duelen a mí un poco los lomos. ¿De esa
- manera, respondió la ventera, también debísteis vos de caer? No
- caí, dijo Sancho Panza, sino que de el sobresalto que tomé de
- ver caer a mi amo, de tal manera me duele a mí el cuerpo, que me
- parece que me han dado mil palos. Bien podría ser eso, dijo la
- doncella, que a mí me ha acontecido muchas veces soñar que caía
- de una torre abajo y que nunca acababa de llegar al suelo y
- cuando despertaba del sueño hallarme tan molida y quebrantada
- como si verdaderamente hubiera caído. Ahí está el toque, señora,
- respondió Sancho Panza, que yo sin soñar nada, sino estando más
- despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales
- que mi señor Don Quijote.
- ¿Cómo se llama este caballero? preguntó la asturiana
- Maritornes. Don Quijote de la Mancha, respondió Sancho Panza, y
- es caballero aventurero y de los mejores y más fuertes que de
- luengos tiempos acá se han visto en el mundo. ¿Qué es caballero
- aventurero? replicó la moza. ¿Tan nueva sois en el mundo que no
- lo sabeis vos? respondió Sancho Panza: Pues sabed, hermana mía,
- que caballero aventurero es una cosa que en dos palabras se ve
- apaleado y emperador; hoy está la más desdichada criatura del
- mundo y la más menesterosa, y mañana tendrá dos o tres coronas
- de reinos que dar a su escudero. Pues ¿cómo vos, siendo de este
- tan buen señor, dijo la ventera, no tenéis a lo que parece
- siquiera algun condado? Aún es temprano, respondió Sancho,
- porque no ha sino un mes que andamos buscando las aventuras, y
- hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea, y tal vez
- hay que se busca una cosa y se halla otra; verdad es que si mi
- señor Don Quijote sana de esta herida o caída, y yo quedo
- contrecho della, no trocaría mis esperanzas con el mejor título
- de España.
- Todas estas pláticas estaba escuchando muy atento Don
- Quijote, y sentándose en el lecho como pudo, tomando de la mano
- a la ventera, le dijo: Creedme, fermosa señora, que os podeis
- llamar venturosa por haber alojado en este vuestro castillo a mi
- persona, que es tal, que si no la alabo es por lo que suele
- decirse, que la alabanza propia envilece, pero mi escudero os
- dirá quien soy; sólo os digo que tendré eternamente escrito en
- mi memoria el servicio que me habedes fecho para agradecéroslo
- mientras la vida me durase; y pluguiera a los altos cielos que
- el amor no me tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y
- los ojos de aquella hermosa ingrata que digo entre mis dientes,
- que los de esta fermosa doncella fueran señores de mi libertad.
- Confusas estaban la ventera y su hija, y la buena de
- Maritornes, oyendo las razones del andante caballero, que así
- las entendían como si hablara en griego; aunque bien alcanzaron
- que todas se encaminaban a ofrecimientos y requiebros: y como no
- usadas a semejante lenguaje, mirábanle y admirábanse, y
- parecíales otro hombre de los que se usaban; y agradeciéndoles
- con venteriles razones sus ofrecimientos, le dejaron, y la
- asturiana Maritornes curó a Sancho, que no menos lo había
- menester que su amo. Había el arriero concertado con ella que
- aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había dado su
- palabra de que en estando sosegados los huéspedes, y durmiendo
- sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le
- mandase. Y cuéntase de esta buena moza, que jamás dió semejantes
- palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y
- sin testigo alguno, porque presumía muy de hidalga, y no tenía
- por afrenta estar en aquel ejercicio de servir en la venta;
- porque decía ella que desgracias y malos sucesos la habían
- traído a aquel estado. El duro, estrecho, apocado y fementido
- lecho de Don Quijote estaba primero en mitad de aquel estrellado
- establo; y luego junto a él hizo el suyo Sancho, que sólo
- contenía una estera de enea y una manta, que antes mostraba ser
- de angeo tundido que de lana; sucedía a estos dos lechos el del
- arriero, fabricado, como se ha dicho de las enjalmas y de todo
- el adorno de los dos mejores mulos que traía, aunque eran doce,
- lucios, muy gordos y famosos, porque era uno de los ricos
- arrieros de Arévalo, según lo dice el autor de esta historia,
- que de este arriero hace particular mención, porque le conocía
- muy bien, y aún quieren decir que era algo pariente suyo.
- Fuera de que Cide Hamete Benengeli fue historiador muy
- curioso y puntual en todas cosas, y échase bien de ver, pues las
- que quedan referidas con ser tan mínimas y tan raras, no las
- quiso pasar en silencio, de donde podrán tomar ejemplo los
- historiadores graves que nos cuentan las acciones tan corta y
- sucintamente, que apenas nos llegan a los labios, dejándose en
- el tintero, ya por descuído, por malicia o ignorancia, lo más
- sustancial de la obra. Bien haya mil veces el autor de
- "Tablante", de "Ricamonte", y aquel del otro libro donde se
- cuentan los hechos del "Conde Tomillas", ¡y con qué puntualidad
- lo describen todo! Digo, pues, que después de haber visitado el
- arriero a su recua y dádole el segundo pienso, se tendió en sus
- enjalmas y se dió a esperar a su puntualísima Maritornes. Ya
- estaba Sancho bizmado y acostado, y aunque procuraba dormir no
- lo consentía el dolor de sus costillas; y Don Quijote con el
- dolor de las suyas tenía los ojos abiertos como liebre.
- Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no había
- otra luz que la daba una lámpara, que colgada en medio del
- portal ardía. Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que
- siempre nuestro caballero traía de los sucesos que a cada paso
- se cuentan en los libros, autores de su desgracia, le trujo a la
- imaginación una de las extrañas locuras que buenamente
- imaginarse pueden; y fue que el se imaginó haber llegado a un
- famoso castillo (que, como se ha dicho, castillos eran a su
- parecer todas las ventas donde alojaba), y que la hija del
- ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida de su
- gentileza, se había enamorado de él y prometido que aquella
- noche a furto de sus padres vendría a yacer con él una buena
- pieza; y teniendo toda esta quimera, que él se había fabricado,
- por firme y valedera, se comenzó a acuitar y a pensar en el
- peligroso trance en que su honestidad se había de ver, y propuso
- en su corazón de no cometer alevosía a su señora Dulcinea del
- Toboso, aunque la misma reina Ginebra con su dama Quintañona se
- le pusiesen delante.
- Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y
- la hora (que para él fue menguada) de la venida de la asturiana,
- la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos en una
- albanega de fustan, con tácitos y atentados pasos, entró en el
- aposento donde los tres alojaban en busca del arriero; pero
- apenas llegó a la puerta cuando Don Quijote la sintió, y
- sentándose en la cama a pesar de sus bizmas, y con dolor de sus
- costillas, tendió los brazos para recibir a su fermosa doncella
- la asturiana, que toda recogida y callando iba con las manos
- adelante buscando a su querido. Topó con los brazos de Don
- Quijote, el cual la asió fuertemente de una muñeca, y tirándola
- hacia sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar
- sobre la cama, tentóle la camisa y ella era de arpillera, a él
- le pareció ser de finísimo y delgado cendal. Traía en las
- muñecas unas cuentas de vidrio; pero a él le dieron vislumbres
- de preciosas piedras orientales; los cabellos que en alguna
- manera tiraban a crines, él los marcó por hebras de lucidísimo
- oro de Arabia, cuyo resplandor al del mismo sol oscurecía; y el
- aliento que, sin duda alguna olía a ensalada fiambre y
- trasnochada, a él pareció que arrojaba de su boca un olor suave
- y aromático; y finalmente, él la pintó en su imaginación de la
- misma traza y modo que lo había leído en sus libros de la otra
- princesa que vino a ver al mal ferido caballero vencido de sus
- amores, con todos los adornos que aquí van puestos; y era tanta
- la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento, ni
- otras cosas que traía en sí la buena doncella, no le
- desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no
- fuera arriero; antes le parecía que tenía en sus brazos a la
- diosa de la hermosura; y teniéndola bien asida, con voz amorosa
- y baja le comenzó a decir: Quisiera hallarme en términos,
- fermosa y alta señora, de poder pagar tamaña merced como la que
- con la vista de vuestra gran fermosura me habedes fecho; pero ha
- querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los buenos,
- ponerme en este lecho, donde yago tan molido y quebrantado, que
- aunque de mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, fuera
- imposible; y más que se añade a esta imposibilidad otra mayor,
- que es la prometida fe que tengo dada a la sin par Dulcinea del
- Toboso, única señora de mis más escondidos pensamientos; que si
- ésto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sándio caballero
- que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que vuestra
- gran bondad me ha puesto.
- Maritornes estaba congojadísima y trasudando de verse tan
- asida de Don Quijote, y sin entender, ni estar atenta a las
- razones que le decía, procuraba sin hablar palabra desasirse. El
- bueno del arriero, a quien tenían despiertos sus malos deseos,
- desde el punto que entró su coima por la puerta, la sintió,
- estuvo atentamente escuchando todo lo que Don Quijote decía, y
- celoso de que la asturiana le hubiese faltado a la palabra por
- otro, se fué llegando más al lecho de Don Quijote, y estúvose
- quedo hasta ver en que paraban aquellas razones que él no podía
- entender; pero como vió que la moza forcejeaba por desasirse, y
- Don Quijote trabajaba por tenerla, pareciéndole mal la burla,
- enarboló el brazo en alto, y descargó tan terrible puñada sobre
- las estrechas quijadas del enamorado caballero, que le bañó toda
- la boca en sangre, y no contento con esto se le subió encima de
- las costillas, y con los piés más que de trote se las paseó
- todas de cabo a cabo. El lecho, que era un poco endeble y de no
- firmes fundamentos, no pudiendo sufrir la añadidura del arriero,
- dió consigo en el suelo, a cuyo gran ruido despertó el ventero,
- y luego imaginó que debían de ser pendencias de Maritornes,
- porque habiéndola llamado a voces no respondía. Con esta
- sospecha se levantó, y encendiendo un candil, se fué hacia donde
- había sentido la pelea. La moza, viendo que su amo venía, y que
- era de condición terrible, toda medrosica y alborotada se acogió
- a la cama de Sancho Panza, que aún dormía, y allí se acurrucó y
- se hizo un ovillo. El ventero entró diciendo: ¿Adónde estas
- puta? A buen seguro que son tus cosas éstas. En esto despertó
- Sancho, y sintiéndo aquel bulto casi encima de sí, pensó que
- tenía la pesadilla, y comenzó a dar puñadas a una y otra parte,
- y entre otras alcanzó con no sé cuántas a Maritornes, la cual,
- sentida del dolor, echando a rodar la honestidad, dio el retorno
- a Sancho con tantas, que a su despecho le quitó el sueño; el
- cual, viéndose tratar de aquella manera y sin saber de quién,
- alzándose como pudo, se abrazó con Maritornes, y comenzaron
- entre los dos la más reñida y graciosa escaramuza del mundo.
- Viendo, pues, el arriero a la lumbre del candil del ventero
- cual andaba su dama, dejando a Don Quijote, acudió a dalle el
- socorro necesario. Lo mismo hizo el ventero; pero con intención
- diferente, porque fue a castigar a la moza, creyendo sin duda
- que ella sola era la ocasión de toda aquella armonía. Y así como
- suele decirse, el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda
- al palo, daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a
- él, el ventero a la moza y todos menudeaban con tanta priesa,
- que no daban punto de reposo; y fue lo bueno que al ventero se
- le apagó el candil, y como quedaron a oscuras, dábanse tan sin
- compasión todos a bulto, que a do quiera que ponían la mano no
- dejaban cosa sana.
- Alojaba acaso aquella noche en la venta un cuadrillero de
- los que llaman de la Santa Hermandad vieja de Toledo, el cual,
- oyendo asimismo el extraño estruendo de la pelea, asió de su
- media vara y de la caja de lata de sus títulos, y entró a
- oscuras en el aposento diciendo: Téngase a la justicia, téngase
- a la Santa Hermandad. Y el primero con quién topó fué con el
- apuñeado de Don Quijote, que estaba en su derribado lecho,
- tendido boca arriba, sin sentido alguno; y echándole, a tiento,
- mano a las barbas, no cesaba de decir: Favor a la justicia...
- Pero viendo que el que tenía asido no se bullía ni se meneaba,
- se dió a entender que estaba muerto, y que los que allí dentro
- estaban eran sus matadores, y con esta sospecha reforzó la voz,
- diciendo: Ciérrese la puerta de la venta, miren que no se vaya
- nadie, que han muerto aquí a un hombre.
- Esta voz sobresaltó a todos, y cada cual dejó la pendencia
- en el grado que le tomó la voz. Retiróse el ventero a su
- aposento, el arriero a sus enjalmas, la moza a su rancho; sólo
- los desventurados Don Quijote y Sancho no se pudieron mover de
- donde estaban. Soltó en esto el cuadrillero la barba de Don
- Quijote, y salió a buscar luz para buscar y prender los
- delincuentes; mas no la halló, porque el ventero de industria
- había muerto la lámpara cuando se retiró a su estancia, y fuele
- preciso acudir a la chimenea, donde con mucho trabajo y tiempo
- encendió el cuadrillero otro candil.
- Parte primera: Capítulo decimoséptimo
- Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo
- Don Quijote y
- su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta, que por
- su mal
- pensó que era castillo
- Había ya vuelto en este tiempo de su parasismo Don Quijote,
- y con el mismo tono de voz que el día antes había llamado a su
- escudero cuando estaba tendido en el val de las estacas, le
- comenzó a llamar diciendo: ¿Sancho amigo, duermes? ¿Duermes,
- amigo Sancho? Qué tengo de dormir, pesia a mí, respondió Sancho
- lleno de pesadumbre y de despecho, que no parece sino que todos
- los diablos han andado conmigo esta noche. Puédeslo creer así
- sin duda, respondió Don Quijote, porque o yo sé poco, o este
- castillo es encantado, porque has de saber... mas esto que ahora
- quiero decirte, hasme de jurar que lo tendras secreto hasta
- después de mi muerte. Sí juro, respondió Sancho.
- Dígolo, respondió Don Quijote, porque soy enemigo de que se
- quite la honra a nadie. Digo que sí juro, tornó a decir Sancho,
- que lo callaré hasta después de los días de vuestra merced, y
- plega a Dios que lo pueda descubrir mañana. ¿Tan malas obras te
- hago, Sancho, respondió Don Quijote, que me querrías ver muerto
- con tanta brevedad? No es por eso, respondió Sancho, sino que
- soy enemigo de guardar mucho las cosas, y no querría que se me
- pudriesen de guardadas. Sea por lo que fuere, dijo Don Quijote,
- que más fío de tu amor y de tu cortesía; y así has de saber que
- esta noche me ha sucedido una de las más extrañas aventuras que
- yo sabré encarecer, y por contártela en breve, sabrás que poco
- ha que a mí vino la hija del señor de este castillo, que es la
- más apuesta y fermosa doncella que en gran parte de la tierra se
- puede hallar. ¡Qué te podría decir del adorno de su persona!
- ¡Qué de su gallardo entendimiento! ¡Qué de otras cosas ocultas,
- que por guardar la fe que debo a mi señora Dulcinea del Toboso,
- dejaré pasar intactas y en silencio! Sólo te quiero decir, que
- envidioso el cielo de tanto bien como la ventura me había puesto
- en las manos, o quizá (y esto es lo más cierto) que, como tengo
- dicho, es encantado este castillo, al tiempo que yo estaba con
- ella en dulcísimos y amorososímos coloquios, sin que yo la
- viese, ni supiese por dónde venía, vino una mano pegada a algún
- brazo de algún descomunal gigante, y asentándome una puñada en
- las quijadas, tal que las tengo todas bañadas en sangre, y
- después me molió de tal suerte, que estoy peor que ayer cuando
- los arrieros por demasías de Rocinante nos hicieron el agravio
- que sabes; por donde conjeturo: que el tesoro de la fermosura de
- esta doncella le debe de guardar algún encantado moro, y no debe
- de ser para mí.
- Ni para mí tampoco, respondió Sancho, porque más de
- cuatrocientos moros me han aporreado de manera que el molimiento
- de las estacas fue tortas y pan pintado; pero dígame, señor,
- ¿cómo llama a esta buena y rara aventura, habiendo quedado de
- ella cual quedamos? Aún vuestra merced menos mal, pues tuvo en
- sus manos aquella incomparable fermosura que ha dicho; pero yo
- ¿qué tuve sino los mayores porrazos que pienso recibir en toda
- mi vida? Desdichado de mí y de la madre que me parió, que no soy
- caballero andante ni lo pienso ser jamás, y de todas las
- malandanzas me cabe la mayor parte. ¿Luego también estás tú
- aporreado? respondió Don Quijote. ¿No le he dicho que sí, pese a
- mi linaje? dijo Sancho. No tengas penas, amigo, dijo Don
- Quijote, que yo haré ahora el bálsamo precioso, con que
- sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.
- Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y entró
- a ver el que pensaba que era muerto, y así como le vió entrar
- Sancho, viéndole venir en camisa y con su paño a la cabeza y
- candil en la mano y con una muy mala cara, preguntó a su amo:
- Señor, ¿si será este a dicha el moro encantado que nos vuelve a
- castigar si se dejó algo en el tintero? No puede ser el moro,
- respondió Don Quijote, porque los encantados no se dejan ver de
- nadie. Si no se dejan ver, déjanse sentir, dijo Sancho; si no
- díganlo mis espaldas. También lo podrían decir las mías,
- respondió Don Quijote; pero no es bastante indicio eso para
- creer que éste que se ve sea el encantado moro.
- Llegó el cuadrillero, y como los halló hablando en tan
- sosegada conversación quedó suspenso. Bien es verdad que Don
- Quijote se estaba boca arriba sin poderse menear de puro molido
- y emplastado. Llegóse a él el cuadrillero y díjole: Pues ¿cómo
- va buen hombre? Hablara yo más bien criado, respondió Don
- Quijote, si fuera que vos; ¿úsase en esta tierra hablar desa
- suerte a los caballeros andantes, majadero?
- El cuadrillero que se vio tratar tan mal de un hombre de
- tan mal parecer, no lo pudo sufrir, y alzando el candil con todo
- su aceite dió a Don Quijote con él en la cabeza, de suerte que
- le dejó muy bien descalabrado; y como todo quedó a oscuras,
- salióse luego, y Sancho Panza dijo: Sin duda, señor, que este es
- el moro encantado, y debe de guardar el tesoro para otros, y
- para nosotros sólo guarda las puñadas y los candilazos. Así es,
- respondió Don Quijote, y no hay que hacer caso destas cosas de
- encantamientos, ni para qué tomar cólera ni enojo con ellas, que
- como son invisibles y fantásticas, no hallaremos de quién
- vengarnos, aunque más lo procuremos.Levántate, Sancho, si
- puedes, y llama al alcaide desta fortaleza, y procura que se me
- dé un poco de aceite, vino, sal y romero, para hacer el
- salutífero bálsamo, que en verdad que creo que lo he bien
- menester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que
- esta fantasma me ha dado.
- Levantóse Sancho con harto dolor de sus huesos, y fué a
- oscuras donde estaba el ventero, y encontrándose con el
- cuadrillero, que estaba escuchando en qué paraba su enemigo, le
- dijo: Señor, quien quiera que seais, hacednos merced y beneficio
- de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino, que es menester
- para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la
- tierra, el cual yace en aquella cama mal ferido por las manos
- del encantado moro que está en esta venta. Cuando el cuadrillero
- tal oyó, túvole por hombre falto de seso; y porque ya comenzaba
- a amanecer, abrió la puerta de la venta, y llamando al ventero,
- le dijo lo que aquel buen hombre quería. El ventero le proveyó
- de cuanto quiso, y Sancho se lo llevó a Don Quijote, que estaba
- con las manos en la cabeza quejándose del dolor del candilazo,
- que no le había hecho más mal que levantarle dos chichones algo
- crecidos, y lo que él pensaba que era sangre, no era sino sudor
- que sudaba con la congoja de la pasada tormenta. En resolución,
- él tomó sus simples, de los cuales hizo un compuesto
- mezclándolos todos y cociéndolos un buen espacio hasta que le
- pareció que estaban en su punto. Pidió luego alguna redoma para
- echallo, y como no la hubo en la venta, se resolvió de ponello
- en una alcuza o aceitera de hoja de lata, de quien el ventero le
- hizo grata donación; y luego dijo sobre la alcuza más de ochenta
- Pater Noster y otras tantas Ave Marías, Salves y Credos, y cada
- palabra acompañaba una cruz a modo de bendición; a todo lo cual
- se hallaron presentes Sancho, el ventero y el cuadrillero, que
- ya el arriero sosegadamente andaba entendiendo en el beneficio
- de sus machos.
- Hecho esto, quisó él mismo hacer luego la experiencia de la
- virtud de aquel precioso bálsamo que él se imaginaba; y así se
- bebió de lo que no pudo caber en la alcuza, y quedaba en la olla
- donde se había cocido casi media azumbre, y apenas lo acabó de
- beber cuando comenzó a vomitar de manera que no le quedó cosa en
- el estómago, y con las ansias y agitación del vómito le dió un
- sudor copiosísimo, por lo cual mandó que lo arropasen y le
- dejasen solo. Hiciéronlo así, y quedóse dormido más de tres
- horas, al cabo de las cuales despertó, y se sintió aliviadísimo
- del cuerpo, y en tal manera mejor de su quebrantamiento, que se
- tuvo por sano, y verdaderamente creyó que había acertado con el
- bálsamo de Fierabrás, y que con aquel remedio podía acometer
- desde allí adelante sin temor alguno cualesquiera riñas,
- batallas y pendencias, por peligrosas que fuesen. Sancho Panza,
- que también tuvo a milagro la mejoría de su amo, le rogó que le
- diese a él lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad.
- Concedióselo Don Quijote, y él tomándola a dos manos con buena
- fe y mejor talante, se la echó a pechos, y se envasó bien poco
- menos que su amo. Es, pues, el caso que el estómago del pobre
- Sancho no debía de ser tan delicado como el de su amo, y así
- primero que vomitase le dieron tantas ansias y bascas con tantos
- trasudores y desmayos, que él pensó bien y verdaderamente que
- era llegada su última hora, y viéndose tan afligido y
- acongojado, maldecía el bálsamo y el ladrón que se lo había
- dado. Viéndole así Don Quijote le dijo: Yo creo, Sancho, que
- todo este mal te viene de no ser armado caballero, porque tengo
- para mí que este licor no debe de aprovechar a los que no lo
- son. Si eso sabía vuestra merced, replicó Sancho, mal haya yo y
- toda mi parentela, ¿para qué consintió que lo gustase?
- En esto hizo su operación el brevaje, y comenzó el pobre
- escudero a desaguarse por entrambas canales con tanta priesa que
- la estera de enea, sobre quien se había vuelto a echar, ni la
- manta de angeo con que se cubría fueron más de provecho; sudaba
- y trasudaba con tales parasismos y accidentes, que no solamente
- él, sino todos pensaban que se le acababa la vida. Duróle esta
- borrasca y mala andanza casi dos horas, al cabo de las cuales no
- quedó como su amo, sino tan molido y quebrantado que no se podía
- tener; pero Don Quijote, que, como se ha dicho, se sintió
- aliviado y sano, quiso partirse luego a buscar aventuras,
- pareciéndole que todo el tiempo que allí se tardaba era
- quitársele al mundo y a los en él menesterosos de su favor y
- amparo, y más con la seguridad y confianza que llevaba en su
- bálsamo; y así forzado deste deseo, él mismo ensilló a
- Rocinante, y enalbardó al jumento de su escudero, a quién
- también ayudó a vestir y subir en el asno; púsose luego a
- caballo, y llegánose a un rincón de la venta, y asió de un
- lanzón que allí estaba para que le sirviese de lanza.
- Estábanle mirando todos cuanto había en la venta, que
- pasaban de más de veinte personas; mirábale también la hija del
- ventero; y él también no quitaba los ojos della, y de cuando en
- cuando arrojaba un suspiro, que parecía que le arrancaba de lo
- profundo de sus entrañas, y todos pensaban que debía de ser del
- dolor que sentía en las costillas, a lo menos pensábanlo
- aquellos que la noche antes le habían visto bizmar. Ya que
- estuvieron los dos a caballo, puesto a la puerta de la venta
- llamó al ventero, y con voz muy reposada y grave le dijo: Muchas
- y muy grandes son las mercedes, señor alcaide, que en este
- vuestro castillo he recibido, y quedó obligadísimo a
- agradecéroslas todos los días de mi vida; si os las puedo pagar
- en haceros vengado de algún soberbio que os haya fecho algún
- agravio, sabed que mi oficio no es otro sino valer a los que
- poco pueden, vengar a los que reciben tuertos, y castigar
- alevosías; recorred vuestra memoria, y si hallais alguna cosa de
- este jaez que encomendarme, no hay sino decilla, que yo os
- prometo por la orden de caballería que recibí, de faceros
- satisfecho y pagado a toda vuestra voluntad.
- El ventero le respondió con el mismo sosiego: Señor
- caballero, yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue
- ningún agravio, porque yo sé tomar la venganza que me parece
- cuando se me hacen; sólo he menester que vuestra merced me pague
- el gasto que ha hecho esta noche en la venta, así de la paja y
- cebada de sus dos bestias, como de la cena y camas. ¿Luego venta
- es ésta? replicó Don Quijote. Y muy honrada, respondió el
- ventero. Engañado he vivido hasta aquí, respondió Don Quijote,
- que en verdad que pensé que era castillo, y no malo, pero, pues
- es así que no es castillo sino venta, lo que se podrá hacer por
- ahora es que perdoneis por la paga, que yo no puedo contravenir
- a la orden de los caballeros andantes, de los cuales sé cierto
- (sin que hasta ahora haya leído cosa en contrario) que jamás
- pagaron posada, ni otra cosa en venta donde estuviesen, porque
- se les debe de fuero y de derecho cualquier buen acogimiento que
- se les hiciere, en pago del insufrible trabajo que padecen
- buscando las aventuras de noche y de día, en invierno y en
- verano, a pie y a caballo, con sed y con hambre, con calor y con
- frío, sujetos a todas las inclemencias del cielo, y a todos los
- incómodos de la tierra.
- Poco tengo yo que ver con eso, respondió el ventero:
- Págueseme a mí lo que se me debe, y dejémonos de cuentos ni de
- caballerías, que yo no tengo cuenta con otra cosa que con cobrar
- mi hacienda. Vos sois un sandio y mal hostelero, respondió Don
- Quijote. Y poniendo piernas a Rocinante, y terciando su lanzón,
- se salió de la venta sin que nadie le detuviese; y él, sin mirar
- si le seguía su escudero, se alongó un buen trecho. El ventero,
- que le vio ir, y que no le pagaba, acudió a cobrar de Sancho
- Panza, el cual dijo, que pues su señor no había querido pagar,
- que tampoco él pagaría, porque siendo él escudero de caballero
- andante como era, la misma regla y razón corría por él como por
- su amo en no pagar cosa alguna en los mesones y ventas.
- Amohinóse mucho desto el ventero, y amenazóle que si no le
- pagaba, lo cobraría de modo que le pesase. A lo cual Sancho
- respondió, que por la ley de caballería que su amo había
- recibido, no pagaría un solo cornado aunque le costase la vida,
- porque no había de perder por él la buena y antigua usanza de
- los caballeros andantes, ni se habían de quejar de los escuderos
- de los tales que estaban por venir al mundo, reprochándole el
- quebrantamiento de tan justo fuero.
- Quiso la mala suerte del desdichado Sancho, que entre la
- gente que estaba en la venta se hallasen cuatro perailes de
- Segovia, tres agujeros del potro de Córdoba, y dos vecinos de la
- heria de Sevilla, gente alegre, bien intencionada, maleante y
- juguetona; los cuales casi como instigados y movidos de un mismo
- espíritu, se llegaron a Sancho, y apeándole del asno, uno dellos
- entró por la manta de la cama del huésped, y echándole en ella
- alzaron los ojos y vieron que el techo era algo más bajo de lo
- que habían menester para su obra y determinaron salirse al
- corral, que tenía por límite el cielo, y allí puesto Sancho en
- mitad de la manta, comenzaron a levantarla en alto y a holgarse
- con él como un perro por carnastolendas. Las voces que el mísero
- manteado daba fueron tantas, que llegaron a los oídos de su amo,
- el cual, deteniéndose a escuchar atentamente, creyó que alguna
- nueva aventura le venía, hasta que claramente conoció que el que
- gritaba era su escudero, y volviendo las riendas, con un penado
- golpe llegó a la venta, y hallándola cerrada, la rodeó por ver
- si hallaba por donde entrar; pero no hubo entrado a las paredes
- del corral, que no eran muy altas, cuando vió el mal juego que
- se le hacía a su escudero.
- Vióle bajar y subir por el aire con tanta gracia y
- presteza, que si la cólera le dejara, tengo para mí que se
- riera. Probó a subir desde el caballo a las bardas; pero estaba
- tan molido y quebrantado, que aún apearse no pudo, y así desde
- encima del caballo comenzó a decir tantos denuestos y baldones a
- los que a Sancho manteaban, que no es posible acertar a
- escribillos; mas no por esto cesaban ellos de su risa y de su
- obra, ni el volador Sancho dejaba sus quejas, mezcladas ya con
- amenazas, ya con ruegos; mas todo aprovechaba poco, ni aprovechó
- hasta que de puro cansados le dejaron. Trajéronle allí su asno,
- y subiéronle encima, le arroparon con su gabán, y la compasiva
- de Maritornes, viéndole tan fatigado, le pareció ser bien
- socorrelle con un jarro de agua, y así se le trujo del pozo por
- ser más fría. Tomóle Sancho, y llevándole a la boca, se paró a
- las voces que su amo le daba, diciendo: Hijo Sancho, no bebas
- agua, hijo, no la bebas que te matará; ves, aquí tengo el
- santísimo bálsamo, y enseñábale la alcuza del brevaje, que con
- dos gotas que de él bebas sanarás sin duda.
- A estas voces volvió Sancho los ojos como de través, y dijo
- con otras mayores: ¿Por dicha hásele olvidado a vuestra merced
- como yo no soy caballero, o quiere que acabe de vomitar las
- entrañas que me quedaron de anoche? Guárdese su licor con todos
- los diablos, y déjeme a mí; y el acabar de decir ésto y el
- comenzar a beber todo fue uno; mas como al primer trago vió que
- era agua, no quiso pasar adelante, y rogó a Maritornes que se le
- trujese de vino; y así lo hizo ella de muy buena voluntad, y lo
- pagó de su mismo dinero, porque en efecto se dice de ella que,
- aunque estaba en aquel trato, tenía unas sombras y lejos de
- cristiana. Así como bebió Sancho, dió de los carcaños a su asno,
- y abriéndole la puerta de la venta de par en par, se salió della
- muy contento de no haber pagado nada, y de haber salido con su
- intención, aunque había sido a costa de sus acostumbrados
- fiadores, que eran sus espaldas. Verdad es que el ventero se
- quedó con sus alforjas en pago de lo que se le debía; mas Sancho
- no las echo menos, según salió turbado. Quiso el ventero
- atrancar bien la puerta así como le vió fuera; mas no lo
- consintieron los manteadores, que era gente que, aunque Don
- Quijote fuera verdaderamente de los caballeros andantes de la
- Tabla Redonda, no le estimaran en dos ardites.
- Parte primera: Capítulo decimooctavo
- Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con su
- señor Don
- Quijote con otras aventuras dignas de ser contadas.
- Llegó Sancho a su amo marchito y desmayado, tanto que no
- podía arrear a su jumento. Cuando así le vió Don Quijote, le
- dijo: Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel castillo o
- venta es encantado sin duda, porque aquellos que tan atrozmente
- tomaron pasatiempo contigo, ¿qué podían ser sino fantasmas y
- gente del otro mundo? Y confirmo ésto, por haber visto que
- cuando estuve por las bardas del corral mirando los actos de tu
- triste tragedia, no me fue posible subir por ellas, ni menos
- pude apearme de Rocinante, porque me debían de tener encantado;
- que te juro por la fe de quien soy, que si pudiera subir o
- apearme, que yo te hubiera vengado de manera que aquellos
- follones y malandrines se acordaran de la burla para siempre,
- aunque en ello supiera contravenir a las leyes de caballería,
- que como ya muchas veces te he dicho, no consienten que
- caballero ponga mano contra quien no lo sea, si no fuere en
- defensa de su propia vida y persona en caso de urgente y gran
- necesidad.
- También me vengara yo si pudiera, dijo Sancho, fuera o no
- fuera armado caballero; pero no pude, aunque tengo para mí que
- aquellos que se holgaron conmigo no eran fantasmas ni hombres
- encantados, como vuestra merced dice, sino hombres de carne y de
- hueso como nosotros y todos, según los oí nombrar cuando me
- volteaban, tenían sus nombres, que el uno se llamaba Pedro
- Martínez, y el otro Tenorio Hernández, y el ventero oí que se
- llamaba Juan Palomeque el Zurdo; así que, señor, el no poder
- saltar las bardas del corral, ni apearse del caballo, en él
- estuvo que en encantamientos; y lo que yo saco en limpio de todo
- ésto, es que estas aventuras que andamos buscando, al cabo al
- cabo nos han de traer a tantas desventuras, que no sepamos cuál
- es nuestro pie derecho; y lo que sería mejor y más acertado,
- según mi poco entendimiento, fuera el volvernos a nuestro lugar,
- ahora que es tiempo de la siega, y de entender en la hacienda,
- dejándonos de andar de ceca en meca y de zoca en colodra como
- dicen.
- ¡Qué poco sabes, Sancho, respondió Don Quijote, de achaque
- de caballería: calla y ten paciencia, que día vendrá donde veas
- por vista de ojos cuán honrosa cosa es andar en este oficio.
- Sino dime: ¿qué mayor contento puede haber en el mundo, o qué
- gusto puede igualarse al de vencer una batalla, y al de triunfar
- de su enemigo? Ninguno, sin duda alguna. Así debe de ser,
- respondió Sancho, puesto que yo no lo sé; sólo sé que después
- que somos caballeros andantes, o vuestra merced lo es (que yo no
- hay para qué me cuenten en tan honroso número) jamás hemos
- vencido batalla alguna, si no fue la del vizcaíno, y aún de
- aquella salió vuestra merced con media oreja y media celada
- menos; que después acá todo ha sido palos y más palos, puñadas y
- más puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento, y haberme
- sucedido por personas encantadas, de quien no puedo vengarme,
- para saber hasta dónde llega el gusto del vencimiento del
- enemigo, como vuestra merced dice.
- Esa es la pena que yo tengo, y la que tú debes tener,
- Sancho, respondió Don Quijote; pero de aquí en adelante yo
- procuraré haber a las manos alguna espada hecha con tal
- maestría, que al que la trujere consigo no le puedan hacer
- ningún género de encantamientos; y aún podría ser que me
- deparase la ventura aquella de Amadís, cuando se llamaba el
- "Caballero de la Ardiente Espada", que fue una de las mejores
- espadas que tuvo caballero en el mundo; porque, fuera de que
- tenía la virtud dicha, cortaba como una navaja, y no había
- armadura, por fuerte y encantada que fuese, que se le parase
- delante. Yo soy tan venturoso, dijo Sancho, que cuando eso
- fuese, y vuestra merced viniese a hallar semejante espada, sólo
- vendría a servir y aprovechar a los armados caballeros como el
- bálsamo, y a los escuderos que se los papen duelos. No temas
- eso, Sancho, dijo Don Quijote, que mejor lo hará el cielo
- contigo.
- En estos coloquios iban Don Quijote y su escudero, cuando
- vio Don Quijote que por el camino que iban venía hacia ellos una
- grande y espesa polvareda, y en viéndola se volvió a Sancho, y
- le dijo: Este es el día, oh Sancho, en el cual se ha de ver el
- bien que me tiene guardado mi suerte; este es el día, digo, en
- que se ha de mostrar tanto como en otro alguno el valor de mi
- brazo, y en que tengo de hacer obras que queden escritas en el
- libro de la fama por todos los venideros siglos. ¿Ves aquella
- polvareda que allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de
- un copiosísimo ejército que de diversas e innumerables gentes
- compuesto, por allí viene marchando. A esa cuenta, dos deben de
- ser, dijo Sancho, porque desta parte contraria se levanta
- asimesmo otra semejante polvareda. Volvió a mirarla Don Quijote,
- y vió que así era la verdad; y alegrándose sobremanera, pensó
- sin duda alguna que eran dos ejércitos que venían a embestirse y
- a encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura, porque
- tenía a todas horas y momentos llena la fantasía de aquellas
- batallas, encantamientos, sucesos, desatinos, amores, desafíos,
- que en los libros de caballería se cuentan; y todo cuanto
- hablaba, pensaba o hacía, era encaminado a cosas semejantes, y a
- la polvareda que había visto la levantaban dos grandes manadas
- de ovejas y carneros, que por el mismo camino de dos diferentes
- partes venían, las cuales con el polvo no se echaron de ver
- hasta que llegaron cerca; y con tanto ahínco afirmaba Don
- Quijote que eran ejército, que Sancho le vino a creer, y a
- decirle: Señor, ¿pues qué hemos de hacer nosotros? ¿Qué? dijo
- Don Quijote. Favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos;
- y has de saber, Sancho, que este que viene por nuestra frente lo
- conduce y guía el gran emperador Alifanfaron, señor de la grande
- isla Trapobana; este otro, que a mis espaldas marcha, es el de
- su enemigo el rey de los Garamantas, Pentapolin del arremangado
- brazo, porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho
- desnudo.
- Pues ¿por qué se quieren tan mal estos dos señores?
- preguntó Sancho. Quiérense mal, respondió Don Quijote, porque
- este Alifanfaron es un furibundo pagano, y está enamorado de la
- hija de Pentapolin, que es una muy hermosa y además agraciada
- señora, y es cristiana, y su padre no se la quiere entregar al
- rey pagano si no deja primero la ley de su falso profeta Mahoma,
- y se vuelve a la suya. Para mis barbas, dijo Sancho, si no hace
- muy bien Pentapolin, y que le tengo de ayudar en cuanto pudiere.
- En eso harás lo que debes, Sancho, dijo Don Quijote, porque para
- entrar en batallas semejantes no requiere ser armado caballero.
- Bien se me alcanza eso, respondió Sancho; pero ¿dónde pondremos
- a este asno, que estemos ciertos de hallarle después de pasada
- la refriega, porque al entrar en ella en semejante caballería no
- creo que está en uso hasta ahora? Así es verdad, dijo Don
- Quijote; lo que puedes hacer dél es dejarle a sus aventuras,
- ahora se pierda o no, porque serán tanto los caballos que
- tendremos después que salgamos vencedores, que aún corre peligro
- Rocinante no le trueque por otro; pero estáme atento y mira, que
- te quiero dar cuenta de los caballeros más principales que en
- estos dos ejércitos vienen, y para que mejor los veas y los
- notes, retirémonos a aquel altillo que allí se hace, de donde se
- deben descubrir los dos ejércitos.
- Hiciéronlo así y pusiéronse sobre una loma, desde la cual
- se veían bien las dos manadas que a Don Quijote se le hicieron
- ejército, si las nubes del polvo que levantaban no les turbara y
- cegara la vista; pero con todo esto, viendo en su imaginación lo
- que no veía ni había, con voz levantada comenzó a decir: Aquel
- caballero que allí ves de las armas jaldes, que trae en el
- escudo un león coronado rendido a los pies de una doncella, es
- el valeroso Laurcalco, señor de la Puente de Plata. El otro de
- las armas de las flores de oro, que trae en el escudo tres
- coronas de plata en campo azul, es el temido Micocolembo, gran
- duque de Quirocia. El otro de los miembros gigantes que está a
- su derecha mano, es el nunca medroso Brandabarbaran de Boliche,
- señor de las tres Arabias, que viene armado de aquel cuero de
- serpiente, y tiene por escudo una puerta, que según es fama, es
- una de las del templo que derribó Sanson cuando con su muerte se
- vengó de sus enemigos. Pero vuelve los ojos a estotra parte, y
- verás delante y en la frente de estotro ejército al siempre
- vencedor y jamás vencido Timonel de Carcajona, príncipe de la
- Nueva Vizcaya, que viene armado con las armas partidas a
- cuarteles azules, verdes, blancos y amarillos, y trae en el
- escudo un gato de oro en campo leonado con una letra que dice
- "Miau", que es el principio del nombre de su dama, que según se
- dice es la sin par Miaulina, hija del duque de Alfeñiquen del
- Algarbe. El otro, que carga y oprime los lomos de aquella
- poderosa alfana, que trae las armas como nieve blancas, y el
- escudo blanco y sin empresa alguna, es un caballero novel, de
- nación francés, llamado Pierres Papin, señor de las baronías de
- Utrique. El otro, que bate las hijadas con los herrados carcaños
- a aquella pintada y lijera cebra, y trae las armas de los veros
- azules, es el poderoso duque de Nervia, Espartafilardo del
- Bosque, que trae por empresa en el escudo una esparraguera con
- una letra en castellano, que dice así: "Rastrea mi suerte".
- Y desta manera fué nombrando muchos caballeros del uno y
- del otro escuadrón que él se imaginaba, y a todos les dió sus
- armas, colores, empresas y motes de improviso, llevado de la
- imaginación de su nunca vista locura, y sin parar prosiguió
- diciendo: A este escuadrón frontero forman y hacen gentes de
- diversas naciones; aquí están los que beben las dulces aguas del
- famoso Janto, los montuosos que pisan los masilíscos campos, los
- que criban el finísimo y menudo oro en la felice Arabia, los que
- gozan las famosas y frescas riberas del claro Termodonte, los
- que sangran por muchas y diversas vías al dorado Pactolo, los
- mumidas dudosos en sus promesas, los persas en arcos y flechas
- famosos, los partos, los medos, que pelean huyendo, los árabes
- de mudables casas, los citas tan crueles como blancos, los
- etíopes de horadados labios, y otras infinitas naciones cuyos
- rostros conozco y veo, aunque de los nombres no me acuerdo. En
- estotro escuadrón vienen los que beben las corrientes
- cristalinas del olivífero Betis, los que tersan y pulen con el
- licor del siempre rico y dorado Tajo, los que gozan las
- provechosas aguas del divino Genil, los que pisan los tartesios
- campos de pastos abundantes, los que se alegran en elíseos
- jerezanos prados, los manchegos ricos y coronados de rubias
- espigas, los de hierro vestidos, reliquias antiguas de la sangre
- goda, los que en Pisuerga se bañan, famoso por la mansedumbre de
- su corriente, los que su ganado apacientan en las extendidas
- dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido curso,
- los que tiemblan con el frío del silboso Pirineo y con los
- blancos copos del levantado Apenino; finalmente, cuantos toda la
- Europa en sí contiene y encierrra.
- ¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas naciones
- nombró, dándole a cada una con maravillosa presteza los
- atributos que le pertenecían, todo absorto y empapado en lo que
- había leído en sus libros mentirosos! Estaba Sancho Panza
- colgado de sus palabras sin hablar ninguna, y de cuando en
- cuando volvía la cabeza a ver si veía los caballeros y gigantes
- que su amo nombraba, y como no descubría a ninguno le dijo:
- Señor, encomiendo al diablo, si hombre, ni gigante, ni caballero
- de cuantos vuestra merced dice parece por todo esto, a lo menos
- yo no los veo; quizá todo esto debe ser encantamiento como las
- fantasmas de anoche.
- ¿Cómo dices eso? respondió Don Quijote, ¿no oyes el
- relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de
- los atambores? No oigo otra cosa, respondió Sancho, sino balidos
- de ovejas y carneros, y así era la verdad, porque ya llegaban
- cerca los dos rebaños. El miedo que tienes, dijo Don Quijote, te
- hace, Sancho, que ni veas ni oigas a derechas, porque uno de los
- efectos del miedo es turbar los sentidos, y hacer que las cosas
- no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, retírate a una
- parte y déjame solo, que solo basto a dar la victoria a la parte
- a quien yo diere mi ayuda. Y diciendo ésto puso las espuelas a
- Rocinante, y puesta la lanza en el ristre bajó de la costezuela
- como un rayo. Diole voces Sancho, diciéndole: Vuélvase vuestra
- merced, señor Don Quijote, que voto a Dios que son carneros y
- ovejas las que va a embestir: vuélvase, desdichado del padre que
- me engendró: ¡qué locura es ésta! Mire que no hay gigante ni
- caballero alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos ni
- enteros, ni veros azules ni endiablados. ¿Qué es lo que hace?
- Pecador soy yo a Dios. Ni por esas volvió Don Quijote, antes en
- altas voces iba diciendo: Ea, caballeros, los que seguís y
- militais debajo de las banderas del poderoso emperador
- Pentapolin del arremangado brazo, seguidme todos, vereis cuán
- facilmente le doy venganza de su enemigo Alifanfaron de la
- Trapobana.
- Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las
- ovejas, y comenzó de alanceallas con tanto con coraje y denuedo,
- como si de veras alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores
- y ganaderos que con la manada venían, dábanle voces que no
- hiciese aquello; pero viendo que no aprovechaban, desciñéronse
- las ondas, y comenzaron a saludarle los oídos con piedras como
- el puño. Don Quijote no se curaba de las piedras; antes
- discurriendo a todas partes, decía: ¿Adónde estás, soberbio
- Alifanfaron? Vente a mí, que un caballero solo soy, que desea de
- solo a solo probar tus fuerzas y quitarte la vida en pena de la
- que das al valeroso Pentapolin Garamanta.
- Llegó en ésto una peladilla de arroyo, y dándole en un
- lado, le sepultó dos costillas en el cuerpo. Viéndose tan
- maltrecho, creyó sin duda que estaba muerto o mal ferido, y
- acordándose de su licor, sacó su alcuza, y púsosela a la boca, y
- comenzó a echar licor en el estomago; mas antes que acabase de
- envasar lo que a él le parecía que era bastante llegó otra
- almendra, y dióle en la mano y en la alcuza tan de lleno, que se
- la hizo pedazos, llevándole de camino tres o cuatro dientes y
- muelas de la boca, y machucándole malamente dos dedos de la
- mano.
- Tal fue el golpe primero, y tal el segundo, que le fue
- forzoso al pobre caballero dar consigo del caballo abajo.
- Llegáronse a él los pastores, y creyendo que le habían muerto, y
- así con mucha priesa recogieron su ganado, y cargaron de las
- reses muertas, que pasaban de siete, y sin averiguar otra cosa
- se fueron. Estábase todo este tiempo Sancho sobre la cuesta,
- mirando las locuras que su amo hacía, y arrancábase las barbas,
- maldiciendo la hora y el punto en que la fortuna se le había
- dado a conocer. Viéndole, pues, caído en el suelo, y que ya los
- pastores se habían ido, bajó de la cuesta y llegóse a él, y
- hallándole de muy mal arte, aunque no había perdido el sentido,
- y díjole: ¿No le decía yo, señor Don Quijote, que se volviese,
- que los que iba a acometer no eran ejércitos, sino manadas de
- carneros?
- Como éso puede desaparecer y contrahacer aquel ladrón del
- sabio mi enemigo, respondió Don Quijote: sábete, Sancho, que es
- muy facil cosa a los tales hacernos parecer lo que quieren, y
- este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que vío que
- yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de
- enemigos en manadas de ovejas. Si no haz una cosa, Sancho, por
- mi vida, porque te desengañes y veas ser verdad lo que te digo:
- sube en tu asno y síguelos bonitamente, y verás cómo, en
- alejándose de aquí algún poco, se vuelven en su ser primero, y
- dejando de ser carneros, son hombres hechos y derechos, como te
- los pinté primero, pero no vayas ahora, que he menester tu favor
- y ayuda; llégate a mí, y mira cuántas muelas y dientes me
- faltan, que me parece que no me ha quedado ninguno en la boca.
- Llegóse Sancho tan cerca, que casi le metía los ojos en la
- boca, y fue a tiempo que ya había obrado el bálsamo en el
- estómago de Don Quijote, y al tiempo que Sancho llegó a mirarle
- la boca, arrojó de sí, más recio que una escopeta, cuanto dentro
- tenía, y le dió con todo ello en las barbas del compasivo
- escudero. ¡Santa María! dijo Sancho. ¿Y qué es ésto que me ha
- sucedido? Sin duda este pecador está herido de muerte, pues
- vomita sangre por la boca. Pero reparando un poco más en ello,
- echó de ver en la color, sabor y olor, que no era sangre, sino
- el bálsamo de la alcuza que él le había visto beber; y fué tanto
- el asco que tomó, que revolviéndosele el estómago, vomitó las
- tripas sobre su mismo señor, y quedaron entrambos como de
- perlas. Acudió Sancho a su asno para sacar de las alforjas con
- qué limpiarse y con qué curar a su amo, y como no las halló,
- estuvo a punto de perder el juicio; maldíjose de nuevo; y
- propuso en su corazón de dejar a su amo y volverse a su tierra,
- aunque perdiese el salario de lo servido y las esperanzas del
- gobierno de la prometida ínsula.
- Levántose en esto Don Quijote, y puesta la mano izquierda
- en la boca, porque no se le acabasen de salir los dientes, asió
- con la otra las riendas de Rocinante, que nunca se había movido
- de junto a su amo (tal era de leal y bien acondicionado), y
- fuese a donde su escudero estaba, de pechos sobre su asno, con
- la mano en la mejilla en guisa de hombre pensativo, además, y
- viéndole Don Quijote de aquella manera, con muestras de tanta
- tristeza, le dijo: Sábete, Sancho, que no es un hombre más que
- otro si no hace más que otro: todas esta borrascas que nos
- suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo, y han
- de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal ni
- el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado
- mucho el mal, el bien está ya cerca, así que no debes congojarte
- por las desgracias que a mí me suceden, pues a ti no te cabe
- parte de ellas. ¿Cómo no? respondió Sancho; ¿por ventura el que
- ayer mantearon era otro que el hijo de mi padre? ¿y las alforjas
- que hoy me faltan, respondió Sancho. ¿De ese modo, no tenemos
- que comer hoy? replicó Don Quijote. Eso fuera, respondió Sancho,
- cuando faltaran por estos prados las yerbas que vuestra merced
- dice que conoce, con que suelen suplir semejantes faltas los tan
- mal aventurados caballeros andantes, como vuestra merced es.
- Con todo eso, respondió Don Quijote, tomara yo más aina un
- cuartel de pan, o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques,
- que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque fuera el
- ilustrado doctor Laguna; mas con todo ésto, sube en tu jumento,
- Sancho el bueno, y vente tras mi, que Dios, que es proveedor de
- todas las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tan en su
- servicio como andamos, pues no falta a los mosquitos del aire,
- ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua,
- y es tan piadoso, que hace salir su sol sobre los buenos y
- malos, y llueve sobre los injustos y justos. Más bueno era
- vuestra merced, dijo Sancho, para predicador que para caballero
- andante. De todo sabían y han de saber los caballeros andantes,
- Sancho, dijo Don Quijote, porque caballero andante hubo en los
- pasados siglos, que así se paraba a hacer un sermón o plática en
- un camino real, como si fuera graduado por la universidad de
- París, de donde se infiere, que nunca la lanza embotó la pluma,
- ni la pluma la lanza. Ahora bien, sea así como vuestra merced
- dice, respondió Sancho; vamos ahora de aquí y procuremos donde
- alojar esta noche, y quiera Dios que sea en parte donde no haya
- mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni moros encantados, que
- si los hay, daré al diablo el hato y el garabato.
- Pídeselo tú a Dios, dijo Don Quijote, guía tú por donde
- quisieres, que esta vez quiero dejar a tu elección el alojarnos;
- pero dame acá la mano, y atiéntame con el dedo, y mira bien
- cuántos dientes y muelas me faltan deste lado derecho de la
- quijada alta, que allí siento el dolor. Metió Sancho los dedos,
- y estándole atentándo le dijo: ¿Cuántas muelas solía vuestra
- merced tener en esta parte? Cuatro, respondió Don Quijote, fuera
- de la cordal todas enteras y muy sanas. Mire vuestra merced bien
- lo que dice, señor, respondió Sancho. Digo cuatro, si no eran
- cinco, respondió Don Quijote, porque en toda mi vida me han
- sacado diente ni muela de la boca, ni se me ha caído, ni comido
- de neguijon, ni de reuma alguna. Pues en esta parte de abajo,
- dijo Sancho, no tiene vuestra merced más de dos muelas y media,
- ni ninguna, que toda está rasa como la palma de la mano.
- ¡Sin ventura yo! dijo Don Quijote, oyendo las tristes
- nuevas que su escudero le daba, que más quisiera que me hubieran
- derribado un brazo, como no fuera el de la espada; porque te
- hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como el molino sin
- piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un
- diamante; mas a todo esto estamos sujetos los que profesamos la
- estrecha orden de la caballería. Sube, amigo, y guía, que yo te
- seguiré al paso que quisieres. Hízolo así Sancho, y encaminose
- hacia donde le pareció que podía hallar acogimiento, sin salir
- del camino real, que por allí iba muy seguido. Yéndose, pues,
- poco a poco, porque el dolor de las quijadas de Don Quijote no
- le dejaba sosegar, ni atender a darse priesa, quiso Sancho
- entretenelle y divertirle diciéndole alguna cosa, y entre otras
- que le dijo, fue lo que se dirá en el siguiente capítulo.
- Parte primera: Capítulo decimonoveno
- De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo, y de
- la aventura
- que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros
- acontecimientos famosos.
- Paréceme, señor mío, que todas estas desventuras que estos
- días nos han sucedido, sin duda alguna han sido pena del pecado
- cometido por vuestra merced contra la orden de caballería, no
- habiendo cumplido el juramento que hizo de no comer pan a
- manteles ni con la reina folgar, con todo aquello que a esto se
- sigue y vuestra merced juró de cumplir, hasta quitar aquel
- almete de Malandrino, o como se llama el moro, que no me acuerdo
- bien. Tienes mucha razón, Sancho, dijo Don Quijote; mas para
- decirte verdad, ello se me había pasado de la memoria y también
- puedes tener por cierto que por la culpa de no habérmelo tú
- acordado en tiempo, te sucedió aquello de la manta; pero yo haré
- la enmienda, que modos hay de composición en la orden de la
- caballería para todo. ¿Pues juré yo algo por dicha? respondió
- Sancho. No importa que no hayas jurado, dijo Don Quijote; basta
- que yo entiendo que de participantes no estás muy seguro, y por
- sí o por no, no será malo proveernos de remedio. Pues si ello es
- así, dijo Sancho, mire vuestra merced, no se le torne a olvidar
- ésto como lo del juramento; quizá les volverá la gana a los
- fantasmas de solazarse otra vez conmigo, y aún con vuestra
- merced, si le ven tan pertinaz.
- En éstas y otras pláticas les tomó la noche en mitad del
- camino, sin tener ni descubrir donde aquella noche se
- recogiesen, y lo que no había de bueno en ello, era que perecían
- de hambre, que con la falta de las alforjas les faltó toda la
- despensa y matalotaje; y para acabar de confirmar esta
- desgracia, les una aventura, que sin artificio alguno
- verdaderamente lo parecía, y fue que la noche cerró con alguna
- oscuridad; pero con todo esto caminaban, creyendo Sancho que,
- pues aquel camino era real, a una o dos leguas de buena razón
- hallaría en él alguna venta. Yendo, pues, desta manera, la noche
- oscura, el escudero hambriento, y el amo con ganas de comer,
- vieron que por el mismo camino que iban venían hacia ellos gran
- multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se
- movían.
- Pasmóse Sancho en viéndolas, y Don Quijote no las tuvo
- todas consigo: tiró el uno del cabestro a su asno, y el otro de
- las riendas a su rocino, y estuvieron quedos mirando atentamente
- lo que podía ser aquello, y vieron que las lumbres se iban
- acercando a ellos, y mientras más se llegaban, mayores parecían,
- a cuya vista Sancho comenzó a temblar como un azogado, y los
- cabellos de la cabeza se le erizaron a Don Quijote, el cual,
- animándose un poco, dijo: Esta sin duda, Sancho, debe de ser
- grandísima y peligrosísima aventura, donde será necesario que yo
- muestre todo mi valor y esfuerzo. ¡Desdichado de mí! respondió
- Sancho. Si acaso esta aventura fuese de fantasmas como me lo va
- pareciendo, ¿adónde habrá costillas que la sufran? Por más
- fantasmas que sean, dijo Don Quijote, no consentiré yo que te
- toquen en el pelo de la ropa, que si la otra vez se burlaron
- contigo, fue porque no pude saltar las paredes del corral, pero
- ahora estamos en campo raso, donde podré yo como quisiera
- esgrimir mi espada. Y si le encantan y entomecen como la otra
- vez lo hicieron, dijo Sancho, ¿qué aprovechará estar en campo
- abierto o no? Con todo eso, replicó Don Quijote, te ruego
- Sancho, que tengas buen ánimo, que la experiencia te dará a
- entender el que yo tengo. Sí tendré, si a Dios place, respondió
- Sancho, y apartándose los dos a un lado del camino, tornaron a
- mirar atentamente lo que aquello de aquellas lumbres que
- caminaban podía ser, y de allí a muy poco descubrieron muchos
- encamisados, cuya temerosa visión de todo punto remató el ánimo
- de Sancho Panza, el cual comenzó a dar diente con diente como
- quien tiene frío de cuartana; y creció más el batir y dentellear
- cuando distintamente vieron lo que era, porque descubrieron
- hasta veinte encamisados, todos a caballo, con sus hachas
- encendidas en las manos, detrás de los cuales venía una litera
- cubierta de luto, a la cual seguían otros seis de a caballo
- enlutados hasta los piés de las mulas, que bien vieron que no
- eran caballos en el sosiego con que caminaban; iban los
- encamisados murmurando entre sí con una voz baja y compasiva.
- Esta extraña visión a tales horas y en despoblado bien
- bastaba para poner miedo en el corazón de Sancho, y aún en el de
- su amo, y así fuera en cuanto a Don Quijote, que ya Sancho había
- dado al través con todo su esfuerzo: lo contrario le avino a su
- amo, al cual en aquel punto se le representó en su imaginación
- al vivo que aquella era una de las aventuras de sus libros;
- figurósele que la litera eran andas donde debían de ir algún mal
- ferido o muerto caballero, cuya venganza a él solo estaba
- reservada, y sin hacer otro discurso enristró su lanzón, púsose
- bien en la silla, y con el gentil brío y continente se puso en
- la mitad del camino por donde los encaminados forzosamente
- habían de pasar, y cuando los vio cerca, alzó la voz y dijo:
- Deteneos, caballeros, quien quiera que seais, y dadme cuenta de
- quién sois, de dónde venís, a dónde vais, qué es lo que en
- aquellas andas lleváis, que, según las muestras, o vosotros
- habeis fecho, o vos han fecho algún desaguisado, y conviene y es
- menester que yo lo sepa, o bien para castigaros del mal que
- ficisteis, o bien para vengaros del tuerto que vos ficieron.
- Vamos de priesa, respondió uno de los encamisados, y está la
- venta lejos y no nos podemos detener a dar tanta cuenta como
- pedís. Y picando la mula pasó adelante. Sintióse desta respuesta
- grandemente Don Quijote, y trabando a la mula del freno dijo:
- Deteneos y sed más bien criado, y dadme cuenta de lo que os he
- preguntado; si no, conmigo sois todos en batalla.
- Era la mula asombradiza, y al tomarla del freno se espantó
- de manera que alzándose en sus pies dió con su dueño por las
- ancas en el suelo. Un mozo que iba a pie, viendo caer al
- encamisado, comenzó a denostar a Don Quijote, el cual, ya
- encolerizado sin esperar más, enristrando su lanzón arremetió a
- uno de los enlutados, y mal ferido dio con él en tierra, y
- revolviéndose por los demás, era cosa de ver con la presteza que
- los acometía y desbarataba, que no parecía sino que en aquel
- instante le habían nacido alas a Rocinante, según andaba de
- ligero y orgulloso. Todos los encamisados eran gente medrosa y
- sin armas, y así con facilidad en un momento dejaron la
- refriega, y comenzaron a correr por aquel campo con las hachas
- encendidas, que no parecían sino a los de las mascaras, que en
- noche de regocijo y fiesta corren. Los enlutados, asimismo
- revueltos y envueltos en sus faldamentas y lobas, no se podían
- mover; así que muy a su salvo Don Quijote los apaleó a todos, y
- les hizo dejar su sitio mal de su grado, porque todos pensaron
- que aquel no era hombre, sino diablo del infierno, que les salía
- a quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban.
- Todo lo miraba Sancho admirado del ardimiento de su señor,
- y decía entre sí: Sin duda este mi amo es tan valiente y
- esforzado como él dice. Estaba un hacha ardiendo en el suelo
- junto al primero que derribó la mula, a cuya luz le pudo ver Don
- Quijote, y llegándose a él le puso la punta del lanzón en el
- rostro, diciéndole que se rindiese, si no que le mataría: a lo
- cual respondió el caído: Harto rendido estoy, pues no me puedo
- mover, que tengo una pierna quebrada; suplico a vuestra merced,
- si es caballero cristiano, que no me mate, que cometerá un gran
- sacrilegio, que soy licenciado y tengo las primeras órdenes.
- ¿Pues quién diablos os ha traído aquí, dijo Don Quijote, siendo
- hombre de iglesia? ¿Quién, señor? replicó él caído. Mi
- desventura. Pues otra mayor os amenaza, dijo Don Quijote, si no
- me satisfaceis a todo cuanto primero os pregunte. Con facilidad
- será vuestra merced satisfecho, respondió el licenciado; y así
- sabrá vuestra merced, que denantes dije que yo era licenciado,
- no soy sino bachiller, y llámome Alonso López; soy natural de
- Alcovendas, vengo de la ciudad de Baeza con otros once
- sacerdotes, que son los que huyeron con las hachas, vamos a la
- ciudad de Segovia, acompañando un cuerpo muerto que va en
- aquella litera, que es de un caballero que murió en Baeza, donde
- fue depositado, y ahora como digo, llevábamos sus huesos a su
- sepultura, que está en Segovia, de donde era natural.
- ¿Y quién le mató? preguntó Don Quijote. Dios, por medio de
- unas calenturas pestilentes que le dieron, respondió el
- bachiller. Desa suerte, dijo Don Quijote, quitado me ha nuestro
- Señor del trabajo que había de tomar en vengar su muerte, si
- otro alguno le hubiera muerto: pero habiéndole muerto quien le
- mató, no hay sino callar y encoger los hombros, porque lo mismo
- hiciera si a mí mismo me matara; y quiero que sepa vuestra
- reverencia, que soy un caballero de la Mancha, llamado Don
- Quijote, y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo
- enderazano tuertos y desfaciendo agravios. No sé cómo puede ser
- eso de enderezar tuertos, dijo el bachiller; pues a mí de
- derecho me habeis vuelto tuerto, dejándome una pierna quebrada,
- la cual no se verá derecha en todos los días de mi vida, y el
- agravio que en mí habeis deshecho ha sido dejarme agraviado de
- manera que me quedaré agraviado para siempre, y harta desventura
- ha sido topar con vos, que vais buscando aventuras. No todas las
- cosas, respondió Don Quijote, suceden de un mismo modo: el daño
- estuvo, señor bachiller Alonso López, en venir como veníades de
- noche, vestidos con aquellas sobrepellices, con las hachas
- encendidas, rezando, cubiertos de luto, que propiamente
- semejábades cosa mala y del otro mundo, y así yo no puedo dejar
- de cumplir con mi obligación acometiéndoos, y os acomeitera
- aunque verdaderamente supiera que erades los mismos Satanases
- del infierno, que para tales os juzgué y tuve siempre. Ya que
- así lo ha querido mi suerte, dijo el bachiller, suplicó a
- vuestra merced, señor caballero andante, que tan mala andanza me
- ha dado, me ayude a salir de debajo desta mula, que me tiene
- tomada una pierna entre el estribo y la silla. Hablara yo para
- mañana, dijo Don Quijote; ¿y hasta cuándo aguardábades a decirme
- vuestro afán? Dió luego voces a Sancho Panza que viniese; pero
- él no se curó de venir, porque andaba ocupado desvalijando una
- acémila de repuesto que traían aquellos buenos señores bien
- bastecida de cosa de comer. Hizo Sancho costal de su gabán y
- recogiendo además todo lo que pudo y cupo en el talego de la
- acémila, cargo su jumento, y luego acudió a las voces de su amo
- y ayudó a sacar al señor bachiller de la opresión de la mula, y
- poniéndole encima della, le dio el hacha, y Don Quijote le dijo
- que siguiese la derrota de sus compañeros, a quien de su parte
- pidiese perdón de el agravio, que no había sido en su mano dejar
- de haberles hecho. Dijóle también Sancho: Si acaso quisieren
- saber esos señores quién ha sido el valeroso que tales los puso,
- dígales vuestra merced que es el famoso Don Quijote de la
- Mancha, que por otro nombre se llama el "Caballero de la Triste
- Figura". Con esto se fue el bachiller, y Don Quijote preguntó a
- Sancho, que qué le había movido a llamarle el "Caballero de la
- Triste Figura", más entonces que nunca. Yo se lo diré, respondió
- Sancho, porque le estado mirando un rato a luz de aquella hacha
- que llevaba aquel mal andante, y verdaderamente tiene vuestra
- merced la más mala figura de poco acá que jamás he visto; y
- débelo de haber causado o ya el cansancio deste combate, o ya la
- falta de muelas o dientes.
- No es eso, respondió Don Quijote, sino el sabio a cuyo
- cargo debe de estar el escribir la historia de mis hazañas, le
- habrá parecido que será bien que yo tome algún nombre apelativo,
- como lo tomaban los caballeros pasados: cuál se llamaba "el de
- la Ardiente Espada", cuál "el del Unicornio", aquel "el de las
- Doncellas", aqueste "el del ave Fénix", el otro "el Caballero
- del Grifo", estotro "el de la Muerte", y por estos nombres e
- insignias eran conocidos por la toda la redondez de la tierra; y
- así digo que el sabio ya dicho te habrá puesto en la lengua y en
- el pensamiento ahora que me llamase el "Caballero de la Triste
- Figura", como pienso llamarme desde hoy en adelante, y para que
- mejor me cuadre tal nombre, determino de hacer pintar, cuando
- haya lugar, en mi escudo una muy triste figura. No hay para qué,
- señor, querer gastar tiempo y dineros en hacer esta figura, dijo
- Sancho, sino lo que se ha de hacer es que vuestra merced
- descubra la suya, y dé rostro a los que le miraren, que sin más
- ni más, y sin otra imagen ni escudo, le llamarán "el de la
- Triste Figura", y créame que le digo la verdad, porque le
- prometo a vuestra merced, señor (y esto sea dicho en burlas),
- que le hace tan mala cara la hambre y la falta de las muelas,
- que, como ya tengo dicho, se podrá muy bien excusar la triste
- pintura. Rióse Don Quijote del donaire de Sancho; pero con todo
- propuso de llamarse de aquel nombre en pudiendo pintar su escudo
- o rodela como había imaginado.
- Olvidábaseme de decir, dijo al marcharse el bachiller a Don
- Quijote, que advierta a vuestra merced que queda descomulgado
- por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada, justa
- ilud: sit quis suadente diabolo, etc. No entiendo este latín,
- respondió Don Quijote: mas yo sé bien que no puse las manos,
- sino este lanzón; cuanto más, que yo no pensé que ofendía a
- sacerdotes, ni a cosas de la Iglesia, a quien respeto y adoro
- como católico y fiel cristiano que soy, sino a fantasmas y
- vestiglos del otro mundo; y cuando eso así fuese, en la memoria
- tengo lo que le pasó al CId Rui Diaz cuando quebró la silla del
- embajador de aquel rey delante de su santidad el Papa, por lo
- cual le descomulgó, y anduvo aquel día el buen Rodrigo de Vivar
- como muy honrado y valiente caballero.
- En oyendo ésto el bachiller se fue, como queda dicho, sin
- replicarle palabra. Quisiera Don Quijote mirar si el cuerpo que
- venía en la litera eran huesos o no; pero no lo consintió
- Sancho, diciendole: Señor, vuestra merced ha acabado esta
- peligrosa aventura lo más a su salvo de todas las que yo he
- visto; esta gente, aunque vencida y desbaratada, podría ser que
- cayese en la cuenta de que los venció sólo una persona, y
- corridos y avergonzados desto volviesen a rehacerse y aa
- buscarnos, y nos diesen muy bien en que entender. El jumento
- está como viene, la montaña cerca, la hambre carga, no hay que
- hacer sino retirarnos con gentil compás de piés, y como dicen,
- váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza. Y
- antecogiendo a su asno, rogó a su señor que le siguiese, el
- cual, pareciéndole que Sancho tenía razón, sin volverle a
- replicar le siguió. Y a poco trecho que caminaban por entre dos
- montañuelas, se hallaron en un espacioso y escondido valle,
- donde se apearon, y Sancho alivió el jumento; y tendidos sobre
- la verde yerba, con la salsa de su hambre almorzaron, comieron,
- merendaron y cenaron a un mismo punto, satisfaciendo sus
- estómagos con más de una fiambrera que los señores clérigos del
- difunto (que pocas veces se dejan mal pasar) en la acémila de su
- repuesto traían; mas sucedióle otra desgracia, que Sancho tuvo
- por la peor de todas, y fue que no tenían vino que beber, ni
- agua que llegar a la boca y acosados de la sed dijo Sancho,
- viendo que el prado donde estaban estaba colmado de verde y
- menuda yerba, lo que se dirá en el siguiente capítulo.
- Parte primera: Capítulo vigésimo
- De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro
- fue acabada
- de famoso caballero en el mundo, como la acabó el valeroso
- D. Quijote de
- la Mancha
- No es posible, señor mío, sino que estas yerbas dan
- testimonio de que por aquí cerca debe de estar alguna fuente o
- arroyo que humedece, y así será bien que vayamos un poco más
- adelante, que ya toparemos donde podamos mitigar esta terrible
- sed que nos fatiga, que sin duda causa mayor pena que la hambre.
- Parecióle bien el consejo a Don Quijote, y tomando de la rienda
- a Rocinante, y Sancho del cabestro a su asno después de haber
- puesto sobre él los relieves que de la cena quedaron, comenzaron
- a caminar sobre el prado arriba a tiento, porque la oscuridad de
- la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas no hubieron andado
- doscientos pasos, cuando llegó a sus oídos un gran ruido de
- agua, como que de algunos grandes y levantados riscos se
- despeñaba. Alegróles el ruido en gran manera, y parándose a
- escuchar hacia que parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo
- que les aguó el contento del agua, especialmente a Sancho que
- naturalmente era medroso y de poco ánimo: digo que oyeron que
- daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y
- cadenas, que acompañados del furioso estruendo del agua,
- pusieron pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de Don
- Quijote.
- Era la noche, como se ha dicho, oscura, y ellos acertaron a
- estar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando
- viento, hacían un temeroso y manso ruido; de manera que la
- soledad, el sitio, la oscuridad, el ruido de la agua con susurro
- de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron
- que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana
- llegaba, añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se
- hallaban; pero Don Quijote, acompañado de su intrépido corazón,
- saltó sobre Rocinante, y embrazando su rodela, terció su lanzón
- y dijo: Sancho amigo, has de saber que yo nací, por querer del
- cielo, en nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de
- oro o la dorada, como suele llamarse; yo soy aquel para quien
- están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos
- hechos; yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la
- Tabla Redonda, los doce de Francia y los nueve de la Fama, y el
- que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, los
- Olivante y Tirantes, Febos y Belianises, con toda la caterva de
- los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en
- este en que me hallo tales grandezas, estrañezas y fechos de
- armas, que escurezcan las más claras que ellos ficieron. Bien
- notas, escudero fiel y leal, las tinieblas desta noche, su
- extraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos árboles,
- el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que
- parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la
- luna, y aquel incesante golpear que nos hiere y lastima los
- oídos; las cuales cosas todas juntas, y cada una por sí, son
- bastantes a infundir miedo, temor y espanto en el pecho del
- mismo Marte, cuanto más en aquel que no está acostumbrado a
- semejantes acontecimientos y aventuras; pues todo esto que yo te
- pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace
- que el corazón me reviente en el pecho con el deseo que tiene de
- acometer esta aventura, por más dificultosa que se muestra; así
- que aprieta un poco las cinchas a Rocinante y quédate a Dios, y
- espérame aquí hasta tres días no más, en los cuales, si no
- volviere, puedes tú volverte a nuestra aldea, y desde allí por
- hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde dirás a la
- incomparable señora mía Dulcinea, que su cautivo caballero murió
- por acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo.
- Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a llorar
- con la mayor ternura del mundo, y a decirle: Señor, yo no sé
- porque quiere vuestra merced acometer esta tan tenebrosa
- aventura; ahora es de noche, aquí no nos ve nadie, bien podemos
- torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en
- tres días; y pues no hay quien nos vea, menos habrá quien nos
- note de cobardes: cuanto más que yo he oído muchas veces
- predicar al cura de nuestro lugar, que vuestra merced muy bien
- conoce, que quien busca el peligro perece en él: así que no es
- bien tentar a Dios acometiendo tan desaforado hecho, donde no se
- puede escapar sino por milagro; y basta lo que ha hecho el cielo
- con vuestra merced en librarle de ser manteado como yo lo fui, y
- en sacarle vencedor, libre y salvo entre tantos enemigos como
- acompañaban al difunto; y cuando todo esto no mueva ni ablande
- ese duro corazón, muévale el pensar que apenas se habrá vuestra
- merced apartado de aquí, cuando yo de miedo dé mi ánima a quien
- quisiera llevarla. Yo salí de mi tierra, y dejé hijos y mujer
- por venir a servir a vuestra merced, creyendo valer más, y no
- menos; pero como la codicia rompe el saco, a mí me ha rasgado
- mis esperanzas, pues cuando más vivas las tenía de alcanzar
- aquella negra y malhadada ínsula que tantas veces vuestra merced
- me ha prometido, veo que en pago y trueco della me quiere ahora
- dejar en un lugar tan apartado del trato humano: por un solo
- Dios, señor mío, que non se me faga tal desaguisado; y ya que
- del todo no quiera vuestra merced desistir de acometer este
- fecho, dilátelo a lo menos hasta la mañana, que a lo que a mí me
- muestra la ciencia que aprendí cuando era pastor, no debe de
- haber desde aquí al alba tres horas, porque la boca de la bocina
- está encima de la cabeza, y hace la medianoche en la línea del
- brazo izquierdo.
- ¿Cómo puedes tú, Sancho, dijo Don Quijote, ver donde hace
- esa línea, ni dónde está esa boca o ese colodrillo que dices, si
- hace la noche tan oscura que no parece en todo el cielo estrella
- alguna? Así es, dijo Sancho; pero tiene el miedo muchos ojos, y
- ve las cosas debajo de tierra, cuanto más encima en el cielo,
- puesto que por buen discurso, bien se puede entender que hay
- poco de aquí al día. Falte lo que faltare, respondió Don
- Quijote, que no se ha de decir por mí ahora, ni en ningún
- tiempo, que lágrimas y ruegos me apartaron de hacer lo que debía
- a estilo de caballero; y así te ruego, Sancho, que calles, que
- DIos que me ha puesto en corazón de acometer ahora esta tan no
- vista y tan hermosa aventura, tendrá cuidado de mirar por mi
- salud, y de consolar tu tristeza; lo que has de hacer es apretar
- bien las cinchas a Rocinante y quedarte aquí, que yo daré la
- vuelta presto, o vivo o muerto.
- Viendo, pues, Sancho, la última resolución de su amo, y
- cuán poco valían con él sus lágrimas, consejos y ruegos,
- determinó de aprovecharse de su industria, y hacerle esperar
- hasta el día si pudiese; y así, cuando apretaba las cinchas al
- caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con el cabestro de
- su asno ambos piés a Rocinante, de manera que cuando Don Quijote
- se quiso partir no pudo, porque el caballo no se podía mover
- sino a saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste,
- dijo: Ea, señor, que el cielo conmovido de mis lágrimas y
- plegarias ha ordenado que no se pueda mover Rocinante; y si vos
- quereis porfiar y espolear y dale, será enojar a la fortuna y
- dar coces, como dicen, contra el aguijón. Desesperábase con esto
- DOn Quijote, y por más que ponía las piernas al caballo, no le
- podía mover; y sin caer en la cuenta de la ligadura, tuvo por
- bien de sosegarse, y esperar a que amaneciese, o a que Rocinante
- se menease, creyendo sin duda que aquello venía de otra parte
- que de la industria de Sancho, y así le dijo: Pues así es,
- Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de
- esperar a que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare
- en venir. No hay que llorar, respondió Sancho, que yo
- entretendré a vuestra merced contando cuentos desde aquí al día,
- si ya no es que se quiere apear, y echarse a dormir un poco
- sobre la verde yerba, a uso de caballeros andantes, para
- hallarse más descansado cuando llegue el día a punto de acometer
- esta tan desemejable aventura que le espera.
- ¿A qué llamas apear, o a qué dormir? dijo Don Quijote. ¿Soy
- yo por ventura de aquellos caballeros que toman reposo en los
- peligros? Duerme tú que naciste para dormir, o haz lo que
- quisieres, que yo haré lo que viere que más viene con mi
- pretensión. No se enoje vuestra merced, señor mío, respondió
- Sancho, que no lo dije por tanto. Y llegándose a él, puso la una
- mano en el arzón delantero y la otra en el otro, de modo que
- quedó abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin osarse
- apartar dél un dedo; tal era el miedo que tenía a los golpes,
- que todavía alternativamente sonaban. Díjole Don Quijote qu
- contase algún cuento para entretenerle, como se lo había
- prometido, a lo que Sancho dijo que sí hiciera si le dejara el
- temor de lo que oía: Pero con todo eso yo me esforzaré a decir
- una historia, que si la acierto a contar y no me van a la mano,
- es la mejor de las historias, y estéme vuestra merced atento,
- que ya comienzo.
- Erase que se era, el bien que viniera para todos sea, y el
- mal para quien lo fuere a buscar; y advierta vuestra merced,
- señor mío, que el principio que los antiguos dieron a sus
- consejas no fue así como quiera, que fue una sentencia de Caton
- Zonzorino romano, que dice: "y el mal para quien lo fuere a
- buscar", que viene aquí como anillo al dedo, para que vuestra
- merced se esté quedo, y no vaya a buscar el mal a ninguna parte,
- sino que nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a
- que sigamos este donde tantos miedos nos sobresaltan. Sigue tu
- cuento, Sancho, dijo Don Quijote, y del camino que hemos de
- seguir déjame a mí el cuidado.
- Digo, pues, prosiguió Sancho, que en un lugar de
- Extremadura había un pastor cabrerizo, quiero decir, que
- guardaba cabras, el cual pastor o cabrerizo, como digo de mi
- cuento, se llamaba Lope Ruiz, y este Lope Ruiz andaba enamorado
- de una pastora que se llamaba Torralva, la cual pastora llamda
- Torralva era hija de un ganadero rico, y este ganadero rico...
- Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho, dijo Don Quijote,
- repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos
- días; dílo seguidamente y cuéntalo como hombre de entendimiento,
- y si no, no digas nada. De la misma manera que yo lo cuento,
- respondió Sancho, se cuentan en mi tierra todas las consejas, y
- yo no sé contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced me pida
- que haga usos nuevos. Di como quisieres, respondió Don Quijote,
- que pues la suerte quiere que no pueda dejar de escucharte,
- prosigue.
- Así que, señor mío de mi ánima, prosiguió Sancho, que como
- ya tengo dicho, este pastor andaba enamorado de Torralva la
- pastora, que era una moza rolliza, zahareña, y tiraba algo a
- hombruna, porque tenía unos pocos bigotes, que parece que ahora
- la veo. ¿Luego conocístela tú? dijo Don Quijote. No la conocí
- yo, respondió Sancho, pero quien me contó este cuento me dijo
- que era tan cierto y verdadero, que podía bien cuando lo contase
- a otro afirmar y jurar que lo había visto todo: así que yendo
- días y viniendo días, el diablo, que no duerme y que todo lo
- añasca, hizo de manera que el amor que el pastor tenía a la
- pastora se volviese en homecillo y mala voluntad; y la causa
- fue, según malas lenguas, una cierta cantidad de celillos que
- ella le dió, tales que pasaban de la raya y llegaban a lo
- vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborreció de allí
- adelante, que por no verla se quiso ausentar de aquella tierra,
- e irse donde sus ojos no la viesen jamás. La Torralva que se vio
- desdeñada del Lope, luego le quiso bien, más que nunca le había
- querido. Esa es natural condición de mujeres, dijo Don Quijote,
- desdeñar a quien las quiere, y amar a quien las aborrece: pasa
- adelante, Sancho.
- Sucedió, dijo Sancho, que le pastor puso por obra su
- determinación, y antecogiendo sus cabras, se encaminó por los
- campos de Extremadura para pasarse a los reinos de Portugal: la
- Torralva, que lo supo, fue tras él, y seguíale a pie y descalza
- desde lejos con un bordón en la mano y con unas alforjas al
- cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo de espejo y otro
- de un peine, y no sé qué botecillo de mudas para la cara; mas
- llevase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en
- averiguallo, sólo diré que dicen que el pastor llegó con su
- ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y
- casi fuera de madre, y por la parte que llegó no había barca ni
- barco, ni quien le pasase a él ni a su ganado de la otra parte,
- de lo que se congojó mucho, porque veía que la Torralva venía ya
- muy cerca, y le había de dar mucha pesadumbre con sus ruegos y
- lágrimas, mas tanto anduvo mirando, que vio un pescador que
- tenía junto a sí un barco tan pequeño, que solamente podían
- caber en él una persona y una cabra, y con todo esto le habló y
- concertó con él que le pasase a él y a trescientas cabras que
- llevaba. Entró el pescador en el barco y pasó una cabra, volvió
- y pasó otra, tornó a volver y tornó a pasar otra: tenga vuestra
- merced cuenta con las cabras que el pescador va pasando, porque
- si se pierde una de la memoria se acabará el cuento, y no será
- posible contar más palabra dél: sigo, pues, y digo, que el
- desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y
- resbaloso, y tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver:
- con todo esto volvió por otra cabra, y otra y otra.
- Haz cuenta que las pasó todas, dijo Don Quijote; no andes
- yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un
- año. ¿Cuántas han pasado hasta ahora? dijo Sancho. ¿Yo qué
- diablos sé? respondió Don Quijote. He ahí lo que yo dije que
- tuviese buena cuenta; pues por Dios que se ha acabado el cuento,
- que no hay pasar adelante. ¿Cómo puede ser eso? respondió Don
- Quijote. ¿Tan de esencia de la historia es saber las cabras que
- han pasado por extenso, que si se yerra una del número no puedes
- seguir adelante con la historia? No, señor, en ninguna manera,
- respondió Sancho, porque así como yo pregunté a vuestra merced
- que me dijese cuántas cabras habían pasado, y me respondió que
- no sabía, en aquel mismo instante se me fue a mí de la memoria
- cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y
- contento. ¿De modo, dijo Don Quijote, que ya la historia es
- acabada? Tan acabada es como mi madre, dijo Sancho.
- Dígote de verdad, respondió Don Quijote, que tú has contado
- una de las más nuevas consejas, cuento o historia que nadie pudo
- pensar en el mundo, y que tal modo de contarla, ni dejarla,
- jamás se podrá ver ni habrá visto en toda la vida, aunque no
- esperaba yo otra cosa de tu buen discurso; mas no me maravillo,
- pues quizá estos golpes, que no cesan, te deben tener turbado el
- entendimiento. Todo puede ser, respondió Sancho; mas yo sé que
- en lo de mi cuento no hay más que decir, que allí se acaba do
- comienza el yerro de la cuenta del pasaje de las cabras. Acabe
- norabuena donde quisiere, dijo Don Quijote, y veamos si se puede
- mover Rocinante.
- Tornóle a mover las piernas, y él tornó a dar saltos y a
- estarse quedo: tanto estaba de bien atado. En esto parece ser, o
- que el frío de la mañana que ya venía, o que Sancho hubiese
- cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese una cosa natural
- (que es lo que más se debe creer) a él le vino en voluntad y
- deseo de hacer lo que otro no podía hacer por él; mas era tanto
- el miedo que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse
- un negro de uña de su amo; pues pensar de no hacer lo que tenía
- gana, tampoco era posible, y así lo que hizo por bien de paz fue
- soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero, con lo
- cual bonitamente y sin rumor alguno se soltó la lazada corrediza
- con que los calzones se sostenían sin ayuda de otra alguna, y en
- quitándosela dieron luego abajo, y se le quedaron como grillos.
- Tras esto alzó la camisa lo mejor que pudo, y echó al aire
- entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho esto (que
- él pensó que era lo más que tenía que hacer para salir de aquel
- terible aprieto y angustia) le sobrevino otra mayor, que fue que
- le pareció, que no podía mudarse sin hacer estrépito y ruido, y
- comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros,
- recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero con todas
- estas diligencias fué tan desdichado, que al cabo vino a hacer
- un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía
- tanto miedo. Oyólo Don Quijote, y dijo: ¿Qué rumor es ése,
- Sancho? No sé, señor, respondió él. Alguna cosa nueva debe ser,
- que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
- Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien, que
- sin más ruido y alboroto que el pasado, se halló libre de la
- carga que tanta pesadumbre le había dado; mas como Don Quijote
- tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y
- Sancho estaba tan junto y cosido con él, que casi por línea
- recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo excusar de que
- algunos no se llegasen a sus narices, y apenas hubieron llegado,
- cuando él fue al socorro apretándolas entre los dos dedos, y con
- tono algo gangoso, dijo: Paréceme, Sancho, que tienes mucho
- miedo. Sí tengo, respondió Sancho: ¿mas en que lo echa de ver
- vuestra merced ahora más que nunca? En que ahora más que nunca
- hueles, y no a ámbar, respondió Don Quijote.
- Bien podrá ser, dijo Sancho; mas yo no tengo la culpa, sino
- vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos no
- acostumbrados pasos. Retírate tres o cuatro allá, amigo, dijo
- Don Quijote,todo esto sin quitarse los dedos de las narices; y
- desde aquí adelante ten más en cuenta con tu persona, y con lo
- que debes a la mía, que la mucha conversación que tengo contigo
- ha engendrado este menosprecio. Apostaré, replicó Sancho, que
- piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa
- que no deba. Peor es meneallo, amigo Sancho, respondió Don
- Quijote.
- En estos coloquios y otros semejantes pasaron la noche amo
- y mozo; mas viendo Sancho que a más andar se venía la mañana,
- con mucho tiento desligó a Rocinante y se ató los calzones.
- Como Rocinante se vió libre, aunque él de suyo no era nada
- brioso, parece que se resintió y comenzó a dar manotadas, porque
- corbetas, con perdón suyo, no las sabía hacer. Viendo, pues, Don
- Quijote que ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal, y
- creyó que lo era de que acometiese aquella temerosa aventura.
- Acabó en esto de descubrirse el alba, y de parecer distintamente
- las cosas, y vio Don Quijote que estaba entre unos árboles
- altos, que eran castaños, que hacen la sombra muy oscura, sintió
- también que el golpear no cesaba, pero no vio quién lo podía
- causar, y así, sin más detenerse, hizo sentir las espuelas a
- Rocinante, y tornando a despedirse de Sancho, le mandó que allí
- le aguardase tres días a lo más largo, como ya otra vez se lo
- había dicho, y que si al cabo dellos no hubiese vuelto, tuviese
- por cierto que Dios había sido servido de que en aquella
- peligrosa aventura se le acabasen sus días.
- Tornóle a referir el recado y embajada que había de llevar
- de su parte a su señora Dulcinea, y que en lo que tocaba a la
- paga de sus servicios no tuviese pena, porque él había dejado
- hecho su testamento antes de que saliera de su lugar, donde se
- hallaría gratificado de todo lo tocante a su salario, rata por
- cantidad del tiempo que hubiese servido; pero que si DIos le
- sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin cautela, se podía
- tener por muy más que cierta la prometida ínsula.
- De nuevo tornó a llorar Sancho, oyendo de nuevo las
- lastimeras razones de su buen señor, y determinó de no dejarle
- hasta el último trance y fin de aquel negocio. Destas lágrimas
- y determinación tan honrada de Sancho Panza saca el autor desta
- historia que debía de ser bien nacido, y por lo menos cristiano
- viejo: cuyo sentimiento enterneció algo a su amo, pero no tanto
- que mostrase flaqueza alguna, antes, disimulando lo mejor que
- pudo, comenzó a caminar hacia la parte por donde le pareció que
- el ruido del agua y del golpear venía.
- Seguíale Sancho a pie, llevando, como tenía de costumbre,
- del cabestro a su jumento, perpetuo compañero de sus prósperas y
- adversas fortunas; y habiendo andado una buena pieza por entre
- aquellos castaños y árboles sombríos, dieron en un pradillo que
- al pie de unas altas peñas se hacía, de las cuales se
- precipitaba un grandísimo golpe de agua.
- Al pie de las peñas estaban unas casas mal hechas, que más
- parecían ruinas de edificios que casas, de entre las cuales
- advirtieron que salía el ruido y estruendo de aquel golpear, que
- aún no cesaba.
- Alborotóse Rocinante con el estruendo del agua y de los
- golpes, y sosegándole Don Quijote, se fue llegándole poco a poco
- a las casas; encomendóse de todo corazón a su señora,
- suplicándole que en aquella temerosa jornada y empresa le
- favoreciese, y de camino se encomendaba también a Dios que no le
- olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba
- cuanto podía el cuello y la vista por entre las piernas de
- Rocinante, por ver si vería ya lo que tan suspenso y medroso le
- tenía.
- Otros cien pasos serían los que anduvieron, cuando al
- doblar de una punta pareció descubierta y patente la misma
- causa, sin que pudiese ser otra, de aquel horrísono y para ellos
- espantable ruido, que tan suspensos y medrosos toda la noche les
- había tenido; y eran (si no lo has, ¡oh lector! por pesadumbre y
- enojo) seis mazos de batán que con sus alternativos golpes aquel
- estruendo formaban.
- Cuando Don Quijote vió lo que era, enmudeció y pasmóse de
- arriba abajo. Miróle Sancho, y vió que tenía la cabeza inclinada
- sobre el pecho con muestras de estar corrido. Miró también Don
- Quijote a Sancho, y vióle que tenía los carrillos hinchados, y
- la boca llena de risa, con evidentes señales de querer reventar
- con ella, y no pudo su melancolía tanto con él, que a la vista
- de Sancho pudiese dejar de reirse, y como vió Sancho que su amo
- había comenzado, soltó la presa de manera que tuvo necesidad de
- apretarse las hijadas con los puños por no reventar riendo.
- Cuatro veces sosegó, y otras tantas volvió a su risa con el
- mismo ímpetu que primero, de lo cual ya se daba al diablo Don
- Quijote, y más cuando le oyó decir como por modo de fisga: Has
- de saber, ¡oh Sancho amigo! que yo no nací por querer del cielo
- en esta nuestra edad del hierro para resucitar en ella la dorada
- o de oro; yo soy aquel para quien están guardados los peligros,
- las hazañas grandes, los valerosos fechos. Y por aquí fue
- repitiendo todas o las más razones que Don Quijote dijo la vez
- primera que oyeron los temerosos golpes.
- Viendo, pues, Don Quijote que Sancho hacía burla dél, se
- corrió y enojo en tanta manera, que alzó el lanzón y le asentó
- dos palos, tales que si como los recibió en las espaldas los
- recibiera en la cabeza, quedara libre de pagarle el salario, si
- no fuera a sus herederos.
- Viendo Sancho que sacaba tan malas veras de sus burlas, con
- temor de que su amo no pasase adelante en ellas, con mucha
- humildad le dijo: Sosiéguese vuestra merced, que por Dios que me
- burlo. Pues ¿por qué os burlais?No me burlo yo, respondió Don
- Quijote. Venid acá señor alegre: ¿paréceos a vos que como si
- estos fueron mazos de batán fueran otra peligrosa aventura, no
- había yo mostrado el ánimo que convenía para emprendella y
- acaballa? ¿Estoy yo obligado a dicha, siendo como soy caballero,
- a conocer y distinguir los sones, y saber cuales son los de los
- batanes o no? Y más que podría ser, como es verdad, que no los
- he visto en mi vida, como vos los habréis visto, como villano
- ruin que sois, criado y nacido entre ellos; si no, haced vos que
- estos seis mazos se vuelvan en seis jayanes, y echádmelos a las
- barbas uno a uno, o todos juntos, y cuando yo no diere con todos
- patas arriba, haced de mí la burla que quisiéredes.
- No haya más, señor mío, replicó Sancho, que yo confieso que
- he andado algo risueño en demasía; pero dígame vuestra merced,
- ahora que estamos en paz, así Dios le saque de todas las
- aventuras que le sucedieren tan sano y salvo como le ha sacado
- desta: ¿no ha sido cosa de reír, y lo es de contar, el gran
- miedo que hemos tenido? A lo menos el que yo tuve, que de
- vuestra merced ya yo sé que no lo conoce, ni sabe que es temor
- ni espanto.
- No niego yo, respondió Don Quijote, que lo que nos ha
- sucedido no sea cosa digna de risa; pero no es digna de
- contarse, que no son todas las personas tan discretas que sepan
- poner en su punto las cosas.
- A lo menos, respondió Sancho, supo vuestra merced poner en
- su punto el lanzón, apuntándome a la cabeza y dándome en las
- espaldas: gracias a Dios y a la diligencia que puse en ladearme;
- pero vaya que todo saldrá en la colada, que yo he oído decir:
- ese te quiere bien, que te hace llorar; y más, que suelen los
- principales señores tras una mala palabra que dicen a un criado
- darle luego las calzas, aunque no sé lo que suelen dar tras
- haberle dado de palos, si ya no es que los caballeros andantes
- dan tras palos ínsulas o reinos en tierra firme.
- Tal podría correr el dado, dijo Don Quijote, que todo lo
- que dices viniese a ser verdad, y perdona lo pasado, pues eres
- discreto y sabes que los primeros movimientos no son en manos
- del hombre, y está advertido de aquí en adelante en una cosa,
- para que te abstengas y reportes en el hablar demasiado conmigo,
- que en cuantos libros de caballerías he leído, que son
- infinitos, jamás he hallado que ningún escudero hablase tanto
- con su señor como tú con el tuyo, y en verdad que lo tengo a
- gran falta tuya y mía: tuya, en que me estimas en poco; mía, en
- que no me dejo estimar en más: sí que Galadin, escudero de
- Amadís de Gaula, conde, fue de la Insula firme, y se le dél que
- siempre hablaba a su señor con la gorra en la mano, inclinada la
- cabeza y doblado el cuerpo more turquesco. Pues ¿qué diremos de
- Gasabal, escudero de don Galaor, que fue tan callado, que para
- declararnos la excelencia de su maravilloso silencio, sólo una
- vez se nombra su nombre en toda aquella tan grande como
- maravillosa historia? De todo lo que he dicho has de inferir,
- Sancho, que es menester hacer diferencia de amo a mozo, de señor
- a criado, y de caballero a escudero; así que desde hoy en
- adelante nos hemos de tratar con más respeto, sin darnos
- cordelejo, porque de cualquiera manera que yo me enoje con vos
- ha de ser mal para el cántaro. Las mercedes y beneficios que yo
- os he prometido llegarán a su tiempo, y si no llegaren, el
- salario a lo menos no se ha de perder, como ya os he dicho. Esta
- bien cuanto vuestra merced dice, dijo Sancho; pero yo querría
- saber (por si acaso no llegase el tiempo de las mercedes, y
- fuese necesario acudir al de los salarios) cuánto ganaba un
- escudero de un caballero andante en aquellos tiempos, y si se
- concertaba por meses o por días, como peones de albañil.
- No creo yo, respondió Don Quijote, que jamás los tales
- escuderos estuvieron a salario, sino a merced; y si yo ahora te
- le he señalado a ti en el testamento cerrado que dejé en mi
- casa, fue por lo que podía suceder, que aún no sé cómo prueba en
- estos tan calamitosos tiempos nuestros de la caballería, y no
- querría que por pocas cosas penase mi ánima en el otro mundo;
- porque quiero que sepas, Sancho, que en él no hay estado más
- peligroso que el de los aventureros. Así es verdad, dijo Sancho,
- pues sólo el ruido de los mazos de un batán pudo alborotar y
- desasosegar el corazón de un tan valeroso andante aventurero
- como es vuestra merced; mas bien puede estar seguro que de aquí
- adelante no despliegue mis labios para hacer donaire de las
- cosas de vuestra merced, si no fuere para honrarle como a mi amo
- y señor natural.
- Desa manera, replicó Don Quijote, vivirás sobre la haz de
- la tierra, porque después de a los padres, a los amos se ha de
- respetar como si lo fuesen.
- Parte primera: Capítulo vigésimoprimero
- Que trata de la alta aventura y rica ganacia del yelmo de
- Mambrino, con
- otras cosas sucedidas a nuestro invencible caballero
- En esto comenzó a llover un poco, y quisiera Sancho que
- entraran en el molino de los batanes; mas habíales cobrado tal
- aborrecimiento Don Quijote por la pasada burla, que en ninguna
- manera quiso entrar dentro, y así, torciendo el camino a la
- derecha mano, dieron en otro como el que habían llevado el día
- antes.
- De allí a poco descubrió Don Quijote un hombre a caballo,
- que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de
- oro, y aun él apenas le hubo visto, cuando se volvió a Sancho y
- le dijo: Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea
- verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la misma
- experiencia, madre de las ciencias todas, especialmente aquel
- que dice: donde una puerta se cierra otra se abre: dígolo,
- porque si anoche nos cerró la ventura la puerta de la que
- buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par
- en par otra para otra mejor y más cierta aventura, que si yo no
- acertare a entrar por ella, mía será la culpa, sin que la pueda
- dar a la poca noticia de batanes, ni a la oscuridad de la noche:
- digo esto, porque si no me engaño, hacia nosotros viene uno que
- trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino, sobre que yo hice
- el juramento que sabes.
- Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace,
- dijo Sancho, que no querría que fuesen otros batanes que nos
- acabasen de batanar y aporrear el sentido. Válate el diablo por
- hombre, replicó Don Quijote. ¿Qué va de yelmo a batanes? No sé
- nada, respondió Sancho; mas a fe que si yo pudiera hablar tanto
- como solía, que quizá diera tales razones que vuestra merced
- viera que se engañaba en lo que dice. ¿Cómo me puedo engañar en
- lo que digo, traidor escrupuloso? dijo Don Quijote. Dime, ¿no
- ves aquel caballero que hacia nosotros viene sobre un caballo
- rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro? Lo
- que veo y columbro, respondió Sancho, no es sino un hombre sobre
- un asno pardo como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que
- relumbra. Pues ese es el yelmo de Mambrino, dijo Don Quijote:
- apártate a una parte y déjame con él a solas, verás cuán sin
- hablar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura,
- y queda por mío el yelmo que tanto he deseado. Yo me tengo en
- cuidado en cuidado el apartarme, replicó Sancho; mas quiera
- Dios, tornó a decir, que orégano sea, y no batanes. Ya os he
- dicho, hermano, que no me mentéis ni por pienso más eso de los
- batanes, dijo Don Quijote, que voto... y no digo más, que os
- batanée el alma. Calló Sancho con temor que su amo no cumpliese
- el voto que le había echado redondo como una bola.
- Es pues, el caso, que el yelmo, y el caballo y caballero
- que Don Quijote veía, era esto que en aquel contorno había dos
- lugares, el uno tan pequeño que no tenía ni botica ni barbero, y
- el otro, que estaba junto a él, sí, y así el barbero del mayor
- servía al menor, en el cual tuvo necesidad un enfermo de
- sangrarse, y otro de hacerse la barba, para lo cual venía el
- barbero, y traía una bacía de azofar; y quiso la suerte que al
- tiempo que venía comenzó a llover, y por que no se le manchase
- el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la
- cabeza, y como estaba limpia, desde media legua relumbraba.
- Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, esta fue la ocasión
- que a Don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y caballero,
- y yelmo de oro; que todas las cosas que veía con mucha facilidad
- las acomodaba a sus desvariadas caballerías y mal andantes
- pensamientos: y cuando él vio que el pobre caballero llegaba
- cerca, sin ponerse con él en razones, a todo correr de
- Rocinante, le enristró con el lanzón bajo llevando intención de
- pasarle de parte a parte; mas cuando a él llegaba, sin detener
- la furia de su carrera, le dijo: Defiéndete, cautiva criatura, o
- entrégame de tu voluntad lo que con tanta razón se me debe.
- El barbero, que tan sin pensarlo ni temerlo vio venir
- aquella fantasma sobre sí, no tuvo otro remedio para poder
- guardarse del golpe de la lanza, sino fue el dejarse caer del
- asno abajo, y no hubo tocado el suelo cuando se levantó más
- ligero que un gamo, y comenzó a correr por aquel llano, que no
- le alcanzara el viento. Dejóse la bacía en el suelo, con la cual
- se contentó Don Quijote, y dijo que el pagano había andado
- discreto, y que había imitado al castor, el cual, viéndose
- acosado de los cazadores, se taraza y corta con los dientes
- aquello por lo que él por instinto natural sabe que es
- perseguido. Mandó a Sancho que alzase el yelmo, el cual,
- tomándole en las manos, dijo: Por Dios que la bacía es buena, y
- que vale un real de a ocho como un maravedí, y dándosela a su
- amo, se la puso luego en la cabeza, rodeándola a una parte y a
- otra, buscándole el encaje, y como no se hallaba dijo: Sin duda
- que el pagano, a cuya medida se forjó primero esta famosa
- celada, debía de tener grandísima cabeza, y lo peor dello es que
- le falta la mitad. Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada
- no pudo tener la risa; mas vínosele a las mientes la cólera de
- su amo, y calló en la mitad della. ¿De qué te ríes, Sancho? dijo
- Don Quijote. Ríome, respondió él, de considerar la gran cabeza
- que tenía el pagano, dueño de este almete, que semeja sino una
- bacía de barbero pintiparada. ¿Sabes qué imagino, Sancho? Que
- esta famosa pieza deste encantado yelmo, por algún extraño
- accidente de venir a manos de quien no supo conocer ni estimar
- su valor, y sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo,
- debía de fundir la otra mitad para aprovecharse del precio, y de
- la otra mitad hizo esta, que parece bacía de barbero, como tú
- dices; pero sea lo que fuere, que para mí que la conozco no hace
- al caso su trasmutación, que yo la aderezaré en el primer lugar
- que haya herrero, y de suerte que no le haga ventaja ni aún le
- llegue la que hizo y forjó el dios de las herrerías para el dios
- de las batallas. Y en este entre tanto la traeré como pudiere,
- que más vale elgo que no nada, cuanto más que bien será bastante
- para defenderme de alguna pedrada.
- Eso será, dijo Sancho, si no se tira con honda, como se
- tiraron en la pelea de los dos ejércitos, cuando le santiguaron
- a vuestra merced las muelas y le rompieron el alcuza donde venía
- aquel benditísimo brebaje que me hizo vomitar las asaduras. No
- me da mucha pena el haberle perdido, que ya sabes tú, Sancho,
- dijo Don Quijote, que yo tengo la receta en la memoria. También
- la tengo yo, respondió Sancho; pero si yo le hiciere ni le
- probare más en la vida, aquí sea mi hora; cuanto más que no
- pienso ponerme en ocasión de haberle menester, porque pienso
- guardarme con todos mis cinco sentidos de ser ferido, ni de
- ferir a nadie. De lo de ser otra vez manteado, no digo nada, que
- semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y si vienen, no
- hay que hacer otra cosa sino encoger los hombros, detener el
- aliento, cerrar los ojos y dejarse ir por donde la suerte y la
- manta nos llevare.
- Mal cristiano eres, Sancho, dijo oyendo esto Don Quijote,
- porque nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho; pues
- sábete que es de pechos nobles y generosos no hacer caso de
- niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo? ¿Qué costilla quebrada? ¿Qué
- cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla?... Que bien
- apurada la cosa, burla fue y pasatiempo, que a no entenderlo yo
- así, ya yo hubiera vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza
- más daño que el que hicieron los griegos por la robada Elena: la
- cual, si fuera en este tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquel,
- pudiera estar segura que no tuviera tanta fama de hermosa como
- tiene. Y aquí dio un suspiro y le puso en las nubes, y dijo
- Sancho: Pase por burlas, pues la venganza no puede pasar en
- veras; pero yo sé de que calidad fueron las veras y las burlas,
- y sé también que no se me caerán de la memoria, como nunca se me
- quitarán de las espaldas.
- Pero dejando esto aparte, dígame vuestra merced que haremos
- de este caballo rucio rodado, que parece asno rodado que dejó
- aquí desamparado aquel Martino que vuestra merced derribó, que
- según él puso los pies en polvorosa y cogió las de Villadiego,
- no lleva pergenio de volver por él jamás, y para mis barbas si
- no es bueno el rucio. Nunca yo acostumbro, dijo Don Quijote,
- despojar a los que venzo, ni es uso de caballería quitarles los
- caballos y dejarles a pie; si ya no fuese que el vencedor
- hubiese perdido en la pendencia el suyo, que en tal caso lícito
- es tomar el del vencido, como ganado en gguerra lícita. Así que,
- Sancho, deja ese caballo o asno, o lo que tú quisieres que sea,
- que como su dueño nos vea alongados de aquí volverá por él. Dios
- sabe si quisiera llevarle, replicó Sancho, o por lo menos
- trocalle con este mío que no me parece tan bueno. Verdaderamente
- que son estrechas las leyes de caballería, pues no se extienden
- a dejar trocar un asno por otro y querría saber si podría trocar
- los aparejos siquiera. En eso no estoy muy cierto, respondió Don
- Quijote, y en caso de duda, hasta estar mejor informado, digo
- que los trueques, si es que tienes dellos necesidad extrema. Tan
- extrema es, respondió Sancho, que si fueran para mi misma
- persona no los hubiera menester más. Y luego, habilitado con
- aquella licencia, hizo mutatio capparum, y puso su jumento a las
- mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y quinto.
- Hecho esto, almorzaron de las sobras del real que del
- acémila despojaron, bebieron del agua del arroyo de los batanes,
- sin volver la cara a mirallos; tal era el aborrecimiento que les
- tenían por el miedo en que les habían puesto, y cortada la
- cólera, y aún la melancolía, subieron a caballo, y sin tomar
- determinado camino (por ser de muy caballeros andantes el no
- tomar ninguno cierto) se pusieron a caminar por donde la
- voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba tras sí la de su
- amo, y aún la del asno, que siempre le seguía por donde quiera
- que guiaba en buen amor y compañía. Con todo esto volvieron al
- camino real, y siguieron por él a la ventura sin otro designio
- alguno.
- Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a su amo: Señor,
- ¿quiere vuestra merced darme licencia que departa un poco con
- él? Que después que me puso aquel áspero mandamiento del
- silencio, se me han podrido más de cuatro cosas en el estómago,
- y una sola que ahora tengo en el pico de la lengua no querría
- que se malograse. Dila, dijo Don Quijote, y sé breve en tus
- razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo. Digo, pues,
- señor, respondió Sancho, que de algunos días a esta parte he
- considerado cuán poco se gana y granjea de andar buscando estas
- aventuras que vuestra merced busca por estos desiertos y
- encrucijadas de caminos, donde ya que se venzan y acaben las más
- peligrosas, no hay quien las vea y sepa, y así se han de quedar
- en perpetuo silencio, y en perjuicio de la intención de vuestra
- merced, y de lo que ellas merecen; y así me parece que sería
- mejor (salvo el mejor parecer de vuestra merced) que nos
- fuésemos a servir a algún emperador, o a otro príncipe grande
- que tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre
- el valor de su persona, sus grandes fuerzas y mayor
- entendimiento; que visto esto del señor a quien serviremos, por
- fuerza nos ha de remunerar a cada cual según sus méritos; y allí
- no faltara quien ponga en escrito las hazañas de vuestra merced
- para perpetua memoria: de las mías no digo nada, pues no han de
- salir de los límites escuderiles, aunque sé decir que si se usa
- en la caballería escribir hazañas de escuderos, que no pienso
- que se han de quedar las mías entre renglones. No dices mal,
- Sancho, respondió Don Quijote; mas antes que se llegue a este
- término es menester andar por el mundo, como en aprobación,
- buscando las aventuras, para que acabando algunas se cobre
- nombre y fama tal, que cuando se fuere a la corte de algún gran
- monarca, ya sea el caballero conocido por sus obras, y que
- apenas le hayan visto entrar los muchachos por la puerta de la
- ciudad, cuando todos le sigan y rodeen dando voces, diciendo:
- este es el caballero del Sol, o de la Serpiente, o de otra
- insignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado grandes
- hazañas: este es, dirán, el que venció en singular batalla al
- gigantazo Brocabruno de la gran fuerza, el que desencantó el
- gran Mameluco de Persia del largo encantamiento en que había
- estado casi novecientos años: así que de mano en mano irán
- pregonando sus hechos, y luego, al alboroto de los muchachos y
- de la demás gente, aparecerá a las fenestras de su real palacio
- el rey de aquel reino; y así como vea al caballero, conociéndole
- por las armas o por la empresa del escudo, forzosamente ha de
- decir: "Ea, sus, salgan mis caballeros, cuantos en mi corte
- están, a recibir a la flor de la caballería que allí viene".
- A cuyo mandamiento saldrán todos, y él llegará hasta la
- mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y le dará
- paz besándole en el rostro, y luego le llevará por la mano al
- aposento de la señora reina, adonde el caballero la hallará con
- la infanta su hija, que ha de ser una de las más hermosas y
- acabadas doncellas que en gran parte de lo descubierto de la
- tierra a duras penas se pueden hallar: sucederá tras esto luego
- en continente que ella ponga los ojos en el caballero, y él en
- los della, y cada uno parezca al otro cosa más divina que
- humana; y sin saber cómo ni cómo no, han de quedar presos y
- enlazados en la intrincada red amorosa, y con gran cuita en sus
- coraqzones por no saber cómo se han de fablar para descubrir sus
- ansias y sentimientos. Desde allí le llevarán sin duda a algún
- cuarto del palacio ricamente aderezado, donde habiéndole quitado
- las armas, le traerán un rico mantón de escarlata con que se
- cubra, y si bien pareció armado, tan bien y mejor ha de parecer
- en farceto: venida la noche, cenará con el rey, reina, e
- infanta, donde nunca quitará los ojos della, mirándola a furto
- de los circunstantes, y ella hará lo mesmo con la mesma
- sagacidad, porque, como tengo dicho, es muy discreta doncella.
- Levantarse han las tablas, y entrará a deshora por la
- puerta de la sala un feo y pequeño enano con una fermosa dueña,
- que entre dos gigantes detrás del enano vienen con cierta
- aventura hecha por un antiquísimo sabio, que el que la acabare
- será tenido por el mejor caballero del mundo: mandará luego el
- rey que todos los que están presentes la prueben, y ninguno le
- dará fin y cima sino el caballero huésped, en mucho pro de su
- fama, de lo cual quedará contentísima la infanta, y se tendrá
- por contenta y pagada además, por haber puesto y colocado sus
- pensamientos en tan alta parte: y lo bueno es, que este rey o
- príncipe, o lo que es, tiene una muy reñida guerra con otro tan
- poderoso como él, y el caballero huésped le pide (al cabo de
- algunos días que ha estado en su corte) licencia para ir a
- servirle en aquella guerra dicha.
- Darásela el rey de muy buen talante, y el caballero le
- besará cortésmente las manos por la merced que le face: y
- aquella noche se despedirá de su señora la infanta por las rejas
- de un jardín en que cae el aposento donde ella duerme, por las
- cuales otras muchas veces la habrá fablado, siendo medianera y
- sabidora de todo una doncella de quien la infanta mucho se fía.
- Suspirará él, desmayaráse ella, traerá agua la doncella,
- acuitaráse mucho, porque viene la mañana y no querría que fuesen
- descubiertos por la honra de su señora; finalmente la infanta
- volverá en sí y dará sus blancas manos por la reja al caballero,
- el cual se las besará mil y mil veces, y se las bañará en
- lágrimas: quedará concertado entre los dos del modo que se han
- de hacer saber sus buenos o malos sucesos, y rogarále la
- princesa que se detenga lo menos que pudiere. Prometérselo ha él
- con mucho juramentos; tórnale a besar las manos, y despídese con
- tanto sentimiento, que estará poco para acabar la vida; vase
- desde allí a su aposento, échase sobre su lecho, no puede dormir
- del dolor de la partida; madruga muy de mañana, vase a despedir
- del rey, y de la reina, y de la infanta, diciéndole (habiéndose
- despedido de los dos) que la señora infanta está mal dispuesta,
- y que no puede recibir visita. Piensa el caballero, que es de
- pena de su partida, traspásasele el corazón, y falta poco de no
- dar indicio manifiesto de su pena: está la doncella medianera
- delante, halo de notar todo, váselo a decir a su señora, la cual
- la recibe con lágrimas, y le dice que una de las mayores penas
- que tiene es no saber quién sea su caballero, y si es de linaje
- de reyes o no: asegura la doncella que no puede caber tanta
- cortesía, gentileza y valentía como la de su caballero sino en
- sujeto real y grave.
- Consuélase con esto la cuitada, y procura consolarse por no
- dar mal indicio de sí a sus padres, y al cabo de dos días sale
- en público: ya se es ido el caballero: pelea en la guerra, vence
- al enemigo del rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas
- batallas. Vuelve a la corte, ve a su señora por donde suele,
- conciértase que la pida a su padre por mujer en pago de sus
- servicios, no se la quiere dar el rey, porque no sabe quién es;
- pero con todo esto, o robada, o de otra cualquier suerte que
- sea, la infanta viene a ser su esposa, y su padre lo viene a
- tener a gran ventura, porque se vino a averiguar que el tal
- caballero es hijo de un valeroso rey de no sé qué reino, porque
- creo que no debe estar en el mapa. Muérese el padre, hareda la
- infanta, queda rey el caballero en dos palabras. Aquí entra
- luego el hacer mercedes a su escudero y a todos aquellos que le
- ayudaron a subir a tan alto estado. Casa a su escudero con una
- doncella de la infanta, que será sin duda la que fue tercera en
- sus amores, que es hija de un duque muy principal.
- Eso pido, y barras derechas, dijo Sancho; a eso me atengo,
- porque todo al pie de la letra ha de suceder por vuestra merced,
- llamándose "el caballero de la Triste Figura". No lo dudes,
- Sancho, replicó Don Quijote, del mismo modo y por los mismos
- pasos que esto he contado suben y han subido los caballeros
- andantes a ser reyes y emperadores. Sólo falta ahora mirar qué
- rey de los cristianos o los paganos tenga guerra, y tenga hija
- hermosa; pero tiempo habrá para pensar esto, pues como te tengo
- dicho, primero se ha de cobrar fama por otras partes que se
- acuda a la corte.
- También me falta otra cosa, que puesto caso que se halle
- rey con guerra y con hija hermosa, y que yo haya cobrado fama
- increíble por todo el universo, no sé yo como se podrá hallar
- que yo sea de linaje de reyes, o por lo menos primo segundo de
- emperador; porque no me querrá el rey dar a su hija por mujer,
- si no está primero muy enterado en esto, aunque más lo merezcan
- mis famosos hechos: así que por esta falta temo perder lo que mi
- brazo tiene bien merecido: bien es verdad que soy hijodalgo de
- solar conocido, de posesión y propiedad, y de devengar
- quinientos sueldos: y podría ser que el sabio que escribiese mi
- historia deslindase de tal manera mi parentela y descendencia,
- que me hallase quinto o sexto nieto de rey: porque te hago
- saber, Sancho, que hay dos maneras de linaje en el mundo: unos
- que traen y derivan su descendencia de príncipes y monarcas, a
- quien poco a poco el tiempo ha desecho, y han acabado en punta
- como pirámides, y otros que tuvieron principio de gente baja, y
- van subiendo de grado en grado, hasta llegar a ser grandes
- señores; de manera que está la diferencia en que unos fueron que
- ya no son, y otros son que ya no fueron, y podría ser yo destos,
- que de después de averiguado hubiese sido mi principio grande y
- famoso, con lo cual se debera de contentar el rey mi suegro que
- hubiere de ser: y cuando no la infanta me ha de querer de
- manera, que a pesar de su padre, aunque claramente sepa que soy
- hijo de azacan, me ha de admitir por señor y por esposo: y si
- no, aquí entra el roballa y llevarla donde más gusto me diere,
- que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus padres.
- Ahí entra también, dijo Sancho, lo que algunos desalmados
- dicen: no pidas de grado lo que puedes tomar por fuerza, aunque
- mejor cuadra decir: más vale salto de mata que ruego de hombres
- buenos. Dígolo, porque si el señor rey, suegro de vuestra
- merced, no se quisiere domeñar a entregarle a mi señora la
- infanta, no hay sino, como vuestra merced dice, roballa y
- trasponella; pero está el daño que en tanto que se hagan las
- paces y se goce pacíficamente del reino, el pobre escudero se
- podrá estar a diente en esto de las mercedes, si ya no es que la
- doncella tercera, que ha de ser su mujer, se sale con la
- infanta, y él pasa con ella su mala ventura hasta que el cielo
- ordene otra cosa; porque bien podrá, creo yo, desde luego
- dársela su señor por legítima esposa. Eso no hay quien lo quite,
- dijo Don Quijote, como yo deseo, y tú, has menester, y ruin sea
- quien por ruin se tiene.
- Sea por DIos, dijo Sancho, que yo cristiano viejo soy, y
- para ser conde esto me basta. Y aún te sobra, dijo Don Quijote,
- y cuando no lo fueras, no hacía nada al caso, porque siendo yo
- el rey, bien te puedo dar nobleza sin que la compres ni me
- sirvas con nada, poruqe en haciéndote conde, cátate ahí
- caballero, y digan lo que dijeren, que a buena fe que te han de
- llamar señoría, mal que les pese. Y montas, que no sabría yo
- autorizar el litado, dijo Sancho. Dictado has de decir que no
- litado, dijo su amo. Sea así, respondió Sancho Panza. Digo que
- le sabría bien acomodar, porque por vida mía, que un tiempo fui
- muñidor de una cofradía, y que asentaba tan bien la ropa de
- muñidor, que decían todos que tenía presencia para ser prioste
- de la mesma cofradía. Pues ¿qué será cuando me ponga un ropón
- ducal a cuestas, o me vista de oro y de perlas a uso de conde
- extranjero? Para mí tengo que me han de venir a ver de cien
- leguas. Bien parecerás, dijo Don Quijote; pero será menester que
- te rapes las barbas a menudo, que según las tienes de espesas,
- aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a navaja cada
- dosíapor lo menos, a tiro de escopeta se echará de ver lo que
- eres.
- ¿Qué hay más, dijo Sancho, sino tomar un barbero, y tenerle
- asalariado en casa? Y aún si fuera menester, le haré que ande
- tras mí como caballerizo de grande. Pues ¿cómo sabes tú,
- preguntó Don Quijote, que los grandes llevan detrás de sí a sus
- caballerizos? Yo se lo diré, respondió Sancho. Los años pasados
- estuve un mes en la corte, y allí vi que paseándose un señor muy
- pequeño, que decían que era muy grande, un hombre le seguía a
- caballo a todas las vueltas que daba, que no parecía sino que
- era su rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se juntaba con el
- otro hombre, sino que siempre andaba tras dél. Respondiéronme
- que era su caballerizo, y era uso de grandes llevar tras sí a
- los tales. desde entonces lo sé tan bien, que nunca se me ha
- olvidado. Digo que tienes razón, dijo Don Quijote, y que así
- puedes tú llevar a tú barbero; que los usos no vinieron todos
- juntos ni se inventaron a una, y puedes tú ser el primer conde
- que lleve tras sí a su barbero; y aún es de más confianza el
- hacer la barba que ensillar un caballo. Quédese eso del barbero
- a mi cargo, dijo SAncho, y al de vuestra merced se quede el
- procurar venir a ser rey y el hacerme conde. Así será, respondió
- Don Quijote.
Add Comment
Please, Sign In to add comment