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Jan 7th, 2017
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  1. Escape
  2. El artista no es pretencioso ni se jacta de su condición; el artista simplemente, por su propia naturaleza, es. Al estar sumido totalmente en su arte, el sujeto debe hacer precisamente como éste le indique. Esto es, usualmente, de una manera instintiva, improvisada, pero esencialmente, natural. El artista no debe tomar en cuenta siquiera lo que piensen los demás ni las repercusiones que sus acciones puedan tener. El artista simplemente actúa; expresa lo que siente y reacciona a ello. Un verdadero artista, sin embargo, no pretende ser instintivo ni improvisado ni nada parecido a propósito. El verdadero artista no está consciente de esto, la pura espontaneidad de sus acciones es algo parecido a un código instalado por defecto en el ADN del artista. Puede que tenga conocimiento pleno de su condición de arte, pero no tiene control en absoluto de las acciones motivadas por el mismo. Es, de hecho, una incógnita. Puede ser el artista muy sabio y conocedor, lo cual normalmente es el caso, pero para él, el arte siempre será una incógnita. Y es esta combinación, el misterio del arte con la inteligencia del sujeto, que nos da como resultado las más grandes obras literarias, musicales y visuales de la historia de la humanidad. La incógnita y el misterio, alimentados por las experiencias, recuerdos y deseos (carnales) del sujeto, generan todas las características que compondrán la obra, mientras la mitad sabia y conocedora es la que se encarga de estructurarlas y unirlas efectivamente a cada una de ellas.
  3. Es por todo esto, que en aquella húmeda oscuridad de octubre, a eso de las dos de la madrugada, las calles del Centro de la Ciudad de Guatemala eran despertadas por un pobre artista que corría a grandes zancadas entre los charcos y la lluvia. Ignacio venía corriendo desde La Aurora hasta el Centro, al único lugar que él podía considerar seguro en ese momento. En su carrera hasta la casa de su tío, Ignacio había conseguido despertar a tres indigentes que dormían en las aceras, y se había ganado un par de insultos de parte de algún borracho de cantina. Naturalmente, a Ignacio no le importaba en absoluto en ese momento. Estaba embriagado en su pensamiento, escandalizado por lo que acababa de ocurrir, por cómo lo iba a explicar y qué iba a hacer ahora que ya había ocurrido. Tenía que preocuparse, al menos por ahora, de llegar a salvo a la casa de su tío, apenas quedaban unas siete cuadras más: estaba cerca del Parque Central. Tenía su billetera, con dos mil quetzales en efectivo en su bolsillo izquierdo, junto a unos chicles, y su teléfono en el derecho. Siguió corriendo al tiempo que la lluvia lo empapaba más y más. Mientras se deslizaba por las calles del Centro, esquivando uno que otro carro que pasaba cerca de él de vez en cuando, Ignacio sentía su pelo, empapado, chocando contra su frente y los lados de su cabeza. Pese a que era un tanto molesto, Ignacio lo disfrutaba, pues consideraba que el estar completamente mojado le daba un toque dramático a la escena. Disfrutaba, además, que su cabello se moviera de una manera tan sutil, pues siempre le había gustado que este danzara libremente en su cabeza. El personaje que ahora corría en las calles que, debido a los drenajes atascados de basura, parecían más bien ríos, era, a los ojos de sus compañeros del colegio, atractivo, pero no necesariamente guapo. Su piel era blanca, aunque de un tono ligeramente moreno, era alto y delgado, su pelo era castaño, corto pero lo suficiente largo para que algunos mechones le cayeran sobre la frente. Sus ojos eran dos grandes lagunas cafés y sus labios gruesos y rosados. Su cuerpo era atlético, mas no musculoso. Nada fuera de lo común para alguien que apenas pasaba de los dieciocho años.
  4. Debido a la intensa lluvia, la superficie de las calles se había vuelto muy resbaladiza, naturalmente. La primera vez que se tropezó, fue algo menor y ni siquiera llegó a caer al suelo. Sin embargo, en el momento en que aquel carro pasó a su lado bocinando, Ignacio perdió el equilibrio y su pie derecho resbaló rápidamente por el piso, lo cual hizo que cayera estrepitosamente hacia ese lado. Ignacio logró poner las manos en el suelo antes que el resto de su cuerpo, pero sirvió de muy poco. Su cabeza chocó contra el borde de la acera, deteniendo todo por un momento. La oscuridad del cielo se apoderó del mundo e Ignacio cedió ante ella.
  5.  
  6. Abrió los ojos. Sentía incesantemente el dolor del golpe en la frente y, con una mano en la herida, se levantó y sentó sobre la acera. No sabía cuánto tiempo había pasado entre el golpe y este momento, pero para entonces la parte trasera de su camisa estaba manchada con colores grisáceos de la calle, mientras la parte frontal era ahora casi transparente. La lluvia se había intensificado en los últimos minutos. Fue entonces cuando las luces de la calle desaparecieron súbitamente. Un instante después, un débil haz de luz blanca iluminó la espalda de Ignacio por un momento. Se dió la vuelta para ver la vieja casa que tenía a sus espaldas, guiado ahora únicamente por la luz de la luna. Entre las espesas tenumbras de la calle, frente a él, a escasos metros, se encontraba una puerta, diferente a las del resto de casas. La puerta estaba entreabierta, y de ella salía un sentimiento de curiosidad extrema que envolvía a Ignacio, junto con un misterioso sonido del segundero de un reloj. Se puso en pie y caminó hacia ella, deteniéndose frente a la linde, meditando si entrar a la misteriosa casa o seguir hacia su destino. Una débil corriente de aire salió de la pequeña abertura de la puerta, que al instante dejó de ser débil y congeló a Ignacio hasta los huesos. De pronto, junto a la corriente de aire, que se hacía más fuerte y luego volvía a ser débil, apareció de nuevo la pequeña luz, ahora parpadeante en el piso y las paredes adentro del apartamento. La intensidad aumentaba cada segundo que pasaba, marcado también por el sonido del reloj.
  7. (Vas a entrar, ¿verdad?)
  8. Ignacio posó su mano derecha en la perilla de la puerta, apretándola fuertemente. Luego empezó a empujarla suavemente para abrirla más. Cuando la hubo abierto totalmente, otra correntada de aire frío lo golpeó de frente. Entró lentamente a la casa, mientras el sonido de cada segundo que pasaba reverberaba dentro de su cabeza. El ambiente se sentía cargado, esencialmente por la humedad que había dentro. La casa estaba vacía, excepto por los muebles dañados de la cocina, una pequeña mesa vieja con varios papeles y botellas de vidrio vacías y un sillón azul muy sucio a unos metros de la puerta de entrada. El piso era de una madera vieja que crujía a cada paso. Ignacio pudo notar que en algunas esquinas, la madera ya estaba podrida. En el techo, de las aberturas para las lámparas salían varios cables desordenados sin uso. Había un poco de basura regada en todo el lugar, principalmente botellas de plástico y papeles. Seguramente algún imbécil se había asentado aquí cuando la Sexta Avenida aún estaba invadida de comerciantes ambulantes informales, y había quedado abandonado desde entonces. Ignacio siguió caminando, notando una débil luz en el piso de la cocina, a unos metros a su derecha. Los segundos seguían pasando. El ambiente era muy frío y solitario. Al llegar a la cocina, pudo ver que la luz entraba por una ventana. Venía de una lámpara de otra calle, aparentemente una pequeña cortina que cubría la ventana acababa de caerse . Las corrientes de aire frío también entraban por ahí, pues la ventana tenía un par de hoyos de varios centímetros de ancho y altura. Definitivamente no había nada que Ignacio pudiera hacer en el momento para detenerlo. Ignacio se había olvidado completamente de sus preocupaciones y, más notablemente, de el punzante dolor en su cabeza. Se dio la vuelta, inspeccionando los muebles de la cocina, que estaban rotos, pues según parecía, alguien los había golpeado fuertemente. Las puertas de las alacenas estaban caídas y podridas por un extremo. Al ver la superficie de los muebles, Ignacio encontró una cajetilla de cigarros sobre uno de ellos. Eran Marlboro Rojos, de los que a él le gustaban. Dentro, encontró seis cigarros nuevos. Cerca de la cajetilla encontró una pequeña caja de fósforos. Sacó un cigarro y se lo llevó a la boca, mientras intentaba prender el fósforo contra las corrientes de aire frío. Se quedó fumando frente a la ventana que estaba rota, pues gozaba de la vista del jardín y los techos de teja y lámina de las casas adyacentes, iluminados en parte por la luz titilante de la lámpara de calle, y en parte por la luna. Ignacio cerraba los ojos cada vez que el humo del tabaco entraba hacia sus pulmones, intentando mantener la calma, pues empezaba a recordar el motivo por el cual había huído de su casa.
  9.  
  10. Inhalar, pausa y exhalar.
  11.  
  12. Ignacio empezaba a temblar, sin saber si era debido al frío que lo invadía o debido a la ansiedad que sentía. Respiraba y mientras sacaba el aire, escuchaba su voz temblorosa mezclarse con el sonido de cada segundo que marcaba el reloj. Comenzaba a generarse dentro de su cabeza un sentimiento de total desesperación y ansiedad, alimentados por la incertidumbre de lo que le esperaba en el futuro. En un intento por disminuir el frío, abrió todos los botones de su camisa, pues pensó que el agua combinado con las corrientes de aire maximizaban la terrible sensación. Sacó su teléfono del bolsillo y vio la hora. Casi las tres de la mañana. Cero mensajes nuevos.
  13. Inhalar, pausa y exhalar.
  14. Dejó salir un cargado suspiro que le quitó el peso de encima durante unos instantes, aunque este regresó rápidamente. La lluvia se había detenido hace ya unos minutos, pero la madera cercana a la ventana rota estaba mojada. Seguramente se pudriría en el futuro, junto al resto del apartamento.
  15.  
  16. Inhalar, pausa y exhalar.
  17.  
  18. Pero, ¿cómo era que el apartamento podía deteriorarse más y más cada día que pasaba, quedarse las noches con la puerta abierta para cualquier persona, y aparecían unos cigarrillos en buen estado en la cocina? ¿Habría estado alguien más antes que Ignacio dentro del apartamento?
  19.  
  20. Inhalar, pausa y exhalar.
  21.  
  22. Ignacio no había visto a nadie bajar las gradas ni pasar por la calle donde momentos antes se había tropezado. A menos que la persona que había dejado los cigarrillos ahí, nunca hubiera salido… Ignacio decidió que ya había pasado suficiente tiempo dentro del apartamento, y que sería mejor ir a hablar con el Tío Alfonso lo antes posible.
  23. Inhalar, pausa y exhalar.
  24. Fumó la última parte del cigarrillo, y apagó la colilla en la suela de su zapato derecho. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. Justo en el momento en el que se disponía a salir, escuchó un sonido. Muy distante primero, pero poco a poco haciéndose más presente. Ignacio quedó petrificado al darse cuenta que el sonido era de una persona que caminaba por la acera, acercándose a la casa. En cualquier instante, la persona caminaría seguramente hacia esta puerta. Ignacio escuchaba cómo los pasos se hacían más sonoros mientras la persona se acercaba. En un instante, pudo reaccionar y esconderse en el espacio que dejaría la puerta contra la pared al abrirse. No tenía otro lugar, no con tan poco tiempo. Ignacio esperó, completamente seguro que los pasos venían hacia la casa abandonada. Fue entonces cuando, eventualmente, la puerta se abrió de golpe, escondiendo a Ignacio en un pequeño espacio entre la misma y la pared y dejando pasar a un hombre. Según lo que logró ver a través de un diminuto campo de visión, era un hombre de pelo largo y sucio, con un sombrero café y barba algo larga. Estaba vestido con varios abrigos viejos y sucios, al igual que su pantalón. Llevaba una botella con un líquido transparente en una mano. Esta aún no había sido abierta, pero aparentemente eso pretendía hacer el hombre. Dejó la botella sobre el sillón sucio y se dirigió a la cocina. Ignacio temblaba al mismo tiempo que aguantaba la respiración detrás de la puerta. El hombre caminaba lentamente y de una manera pesada. Puso las dos manos a los lados de la cajetilla de Marlboros de los que Ignacio había fumado unos momentos antes. El hombre dio un largo suspiro, y luego tomó la cajetilla y la abrió. Ignacio vio cómo el hombre solo se quedaba viendo fijamente la cajetilla, sin hacer nada más. Y esperó.
  25. Unos segundos después reaccionó. Ignacio estaba convencido que había volteado a verlo a él directamente. El hombre se dirigió hacia la puerta. Cuando tomó el borde con su mano, Ignacio empezó a encogerse. No había escape ahora, difícilmente podría pelear con él; el hombre medía casi dos metros.
  26. Cerró la puerta fuertemente e hizo un suave gesto de sorpresa al ver a Ignacio encogido a su lado, sin perder la seriedad en su cara. Ignacio lo vio a los ojos, intentando no parecer desafiante.
  27. – Cuando vi los cigarros, supe que alguien había entrado – dijo el hombre sin inmutarse. Su voz era lenta y grave. A su vez, le tendió la mano para levantarse. Ignacio guardó silencio –. No pensé que siguieras dentro, y menos que estuvieras detrás de la puerta; la cerré en un vano intento de encontrar a alguien y evitar que saliera.
  28. Ignacio se levantó sin su ayuda y lo vio fijamente, sin decir una palabra. Sus ojos eran verdes y notablemente cansados El hombre se volteó y se dirigió hacia el sillón, donde había dejado la botella, al parecer había ignorado totalmente que Ignacio estaba mojado y con un gran golpe en la frente. Al estar cerca de él, Ignacio sintió un penetrante olor a alcohol y vómito, que al mezclarse con el fuerte olor de humedad y tabaco del apartamento, hacían una combinación desagradable. Ignacio se acercó al sillón lentamente.
  29. – ¿Por qué no quería que saliera? – preguntó, luego de largos momentos de silencio. El hombre no respondió mientras abría la botella con los dientes.
  30. – Necesito hablar con alguien hoy, y el destino te puso a vos aquí – respondió al fin –. Vení, sentate.
  31. Ignacio se acercó lenta y cautelosamente y se sentó en el sillón. Supuso que no tenía otra opción, y el hombre le causaba cierta curiosidad. Procuró guardar cierta distancia al sentarse, de cualquier manera. El hombre le dio un largo trago al aguardiente.
  32. – ¿Querés? – preguntó, ofreciendo la botella. Ignacio negó con la cabeza. – Dale un trago, se nota que no has tenido una noche fácil.
  33. El hombre puso la botella en sus manos y se levantó. Fue a la cocina, por los cigarros y los fósforos. Se puso uno en la boca y lo prendió. Mientras se sentaba de nuevo, Ignacio finalmente dio un trago a la botella. Empezó a toser inmediatamente después de que el líquido bajó por su garganta. Vio la botella y leyó la etiqueta. “Aguardiente Jaguar”. Obviamente, era de ese licor barato que venden en cualquier cantina de calle. El hombre soltó una pequeña risilla mientras esto ocurría, y le tendió un cigarro, que Ignacio aceptó. El hombre tomó de la botella nuevamente y sin dejar de ver a Ignacio, empezó a hablar.
  34. – ¿Ya te dejó de doler?
  35. – Ya – respondió Ignacio después de unos momentos.
  36. – ¿Qué te pasó? ¿Te caíste?
  37. – Sí. Estaba corriendo por la calle cuando ya estaba lloviendo. Me resbalé y caí con la cara en la acera.
  38. El hombre dejó salir una risa de nuevo.
  39. – ¿Por qué corrías en la lluvia? En estas calles no es algo muy sensato.
  40. – No sé… Cuando iba corriendo no estaba pensando en nada… solo quería salir de mi casa.
  41. – ¿Así que te fuiste de tu casa? ¿Qué pasó?
  42. – Tenía vergueos con mi familia.
  43. Ambos quedaron en silencio durante unos segundos.
  44. – ¿Te gusta el arte? – dijo de pronto el hombre.
  45. – Sí.
  46. – ¿Qué te gusta? ¿Sos bueno en algo?
  47. – Me gusta el dibujo, y me considero bueno en ello. También he tratado esculpiendo, pero necesito más experiencia, sin contar el dinero necesario, que no tengo. También escribo.
  48. – Interesante. Asumiendo claro, que lo que decís es cierto. Cualquiera se hace llamar artista – dijo el hombre, mientras daba otro trago, dando a su voz un tono amargo.
  49. – Soy un artista. El artista es aquel que hace arte, nada más.
  50. – Te estás encerrando en lo que conocés y lo que te gusta.
  51. – ¿Y eso es algo malo?
  52. – No, para nada. No aún. No es nada malo, si lo sabés controlar – dijo, volteandose para ver a Ignacio –. El arte puede ser el vino más dulce, o el veneno más mortífero. Todo depende de cómo lo veás vos.
  53. Se quedaron en silencio de nuevo.
  54. – No entiendo nada de lo que está diciendo – le aseguró entonces Ignacio al hombre. Este se levantó y se dirigió a una de las habitaciones de la casa, a través de una puerta que estaba entreabierta frente al sillón donde platicaban – Ni entiendo cómo usted sabe de vinos si toma guaro barato.
  55. – No todo el tiempo fui así como me ves ahora. Por otra parte, tenés razón en lo que dijiste: “el artista es el que hace arte”. Sin embargo, hacer arte no es nada más pintar o escribir algo bonito. Va más allá que eso. ¿Alguna vez has vivido girando en torno al arte? – dijo el hombre, cuando regresaba – No respondás, porque sé que no lo has hecho. Muy pocos de los llamados “artistas” de hoy en día lo hacen. Por eso el arte está tan devaluado ahora. Cualquier idiota que sabe dibujar hace un dibujo simple y le llaman artista y lo elogian y aplauden, y pagan por su obra, aunque esta sea plana, vacía y redundante.
  56. El hombre se quedó parado aparentemente pensando en algo, y fue de nuevo a otra de las habitaciones del apartamento. Salió al cabo de un par de minutos, con una pequeña libreta y un lapicero en las manos. Se fue a sentar de nuevo y empezó a escribir algo en la libreta. Al haber terminado, Ignacio le preguntó cómo era una vida en torno al arte.
  57. – Feliz. Pero no entendás esa palabra por la definición barata que la gente le da actualmente. La gente piensa en felicidad e imagina risas, comodidad o su comida favorita… No, la felicidad puede venir también del sufrimiento, del enojo, la tristeza. Vas a entender esto cuando te toque, si es que en realidad sos un artista. No lo busqués, pues el arte no es forzado. Llega sin saberlo, de una manera natural, espontánea. Lo vas a sentir en su momento. Y lo vas a dejar de sentir cuando se vaya. No todos somos felices por siempre. ¿La plebe? Sí, ellos tal vez sí. Toda esa gente común vive en su ignorancia y su ceguera. Algunos logran salir, y otros nunca entran, pero la mayoría se queda ahí, bajo la falsa ilusión de felicidad. Y es bueno por ellos, nunca se enfrentan a cosas verdaderamente malas. Verás, nosotros somos superiores, al sentirnos miserables somos felices, aprendemos del sufrimiento y lo disfrutamos. Ellos, al ser miserables, no son nada más que eso: míseros.
  58. «He llegado a la conclusión que esto se debe a que pertenecemos nosotros a un nivel intelectual más alto. Es normal para el sabio sufrir, pues sufre por cosas importantes o con mucho significado. Alguien común sufre, pero sufre por situaciones superficiales y luego pasa de ello. Uno de ellos llora por la muerte de alguien amado, simplemente por cariño al mismo, nosotros en cambio, lloramos porque al morir un ser amado, se ha perdido algo que generaba algo de felicidad en nuestras vidas. ¿Ves? Vamos merodeando por la vida buscando motivos de satisfacción, de felicidad real, sea esta por medio de tristeza o enojo, u obviamente alegría por ejemplo. Vivimos de cierta manera en una vida que por lo visto no tiene sentido, más que complacer nuestros deseos, y esto usualmente es visto como algo malo, nos hace ver hedonistas y egocéntricos, lo cual no necesariamente es negativo. Llegamos a un punto en donde tenemos muchos deseos y maneras de cumplirlos, y hasta nos apasiona la vida en sí y llegamos a disfrutarla. Es entonces cuando nos damos cuenta que nuestra vida es finita, y que podemos perder los motivos de satisfacción en cualquier momento, lo cual hace la vida miserable, pero sin poder disfrutar de dicha miseria.»
  59. El hombre se levantó y se paró a unos metros de Ignacio, mientras daba un último trago de aguardiente y dejaba la botella casi vacía en el sillón.
  60. – La vida deja de ser feliz y se vuelve miserable, totalmente miserable – dijo lentamente –. Te das cuenta que la vida empieza entonces a tener otro sentido, un significado oscuro, que naciste con un fin ya determinado y te volvés entonces un pez más en el cardumen. Por eso se finaliza antes de esto llegar; se escapa de ese destino tan vil y cruel. Decía Camus que la vida es mejor mientras menos sentido tenga. Por eso, tengo ahora algo de esperanza en vos. Espero que sí salga bien en vos.
  61. El hombre se detuvo entonces a mirar por las ventanas. Metió sus manos en los bolsillos del abrigo que llevaba encima. Ignacio lo miraba en silencio.
  62. – Esta vida, como sabés, no ha de ser retenida por siempre, pues lo bueno no es vivir, sino vivir bien – dijo, mirando ahora a Ignacio fijamente mientras se alejaba poco a poco de él.
  63. De pronto, el hombre sacó sus manos de los bolsillos. En la izquierda había aparecido un revólver negro. El hombre lo puso debajo de su mentón.
  64. – Por eso el sabio vive tanto como deberá, no tanto como podrá – dijo el hombre taciturno a Ignacio –. Eso lo dijo Séneca.
  65. El estallido del arma disparando golpeó a Ignacio como un trueno. Cerró los ojos en el momento involuntariamente, debido a la fuerza del sonido. Cuando los abrió, vio al hombre caer de espaldas fuertemente contra el suelo, golpeando su cabeza contra la pared. De debajo del mentón se veía la enorme herida del disparo, más no se podía identificar nada de sangre. Ignacio se quedó sentado, petrificado, incapaz de moverse, con los ojos muy abiertos, sin dejar de ver la cabeza del hombre que segundos antes le intentaba dar una lección de vida. Pasaron unos minutos e Ignacio pudo al fin levantarse y caminar. Se dirigió hacia donde estaba el cadáver del hombre y se agachó lentamente, incapaz de siquiera decir una palabra. Acercó su mano al hombre
  66. (no lo toqués imbécil, después te van a culpar a vos)
  67. pero se abstuvo de tocarlo y la retiró rápidamente, metiéndola en los bolsillos de su pantalón. Sus ojos recorrieron el cuerpo sin vida que yacía ante él de arriba hacia abajo, deteniéndose morbosamente en el agujero que tenía en la mandíbula. La sangre aún no hacía su aparición, para la incomodidad de Ignacio. Los ojos del hombre seguían abiertos y en su cara se dibujaba una fantasmal sonrisa. Ignacio dejó salir un largo y pesado suspiro
  68. (afuera, que no tarda algún vecino en venir a ver)
  69. cuando se disponía a levantarse, pero sus ojos captaron algo que le llamó la atención y evitó que se parara por otro momento. Un pequeño movimiento, captado por el rabillo del ojo. Algo parecido a una sombra. ¿Habría venido algún vecino para comprobar la razón del gran estruendo de unos segundos atrás? Y ahí estaba de nuevo, otro movimiento de un oscuro dibujo proyectado en las paredes de la casa abandonada. Ubicó su mirada en las paredes de la casa, intentando atrapar lo que fuera que se movía a su alrededor. Nada, no había nada más que el cuerpo del hombre y la infernal soledad de la casa abandonada. Ignacio intentó levantarse de nuevo al tiempo que el cuerpo del hombre que hasta hace unos instantes atrás creía muerto, empezaba a reír. No una risa delicada ni tímida, sino rimbombante y sonora. Y escalofriante. La sorpresa de este evento tan inesperado hizo que Ignacio cayera de espaldas mientras intentaba pararse. Una vez estando en el suelo, las sombras que se movían en las paredes salieron de sus escondites, inundando la casa de oscuridad y en un aire arrogante; vanagloriándose de su carácter espectral.
  70. Asustado, Ignacio finalmente se levantó y empezó a salir, de modo rápido. Estuvo a punto de apretar la perilla de la puerta, pero recordó de nuevo que podían inculparlo por ello. En ese segundo perdido, la puerta se volvió negra de pronto, invadida por las apariciones que le aterraban. ¿Se estaba volviendo loco? Caminó hacia atrás en un intento fútil por escapar, pero sabía perfectamente que pronto las sombras se abalanzarían sobre él. Sucedió. Ignacio cayó nuevamente de espaldas al suelo, mientras sentía cómo la oscuridad se apoderaba de él al ritmo de la risa maldita del hombre con el que había hablado unos minutos atrás. Sintió las afiladas garras que rasgaban su ropa y le abrían la piel. Un instante después, Ignacio yacía desnudo en el suelo, con heridas en todo el cuerpo y cientos de garras recorriendo su cuerpo. Y luego, dolor. Finalmente, oscuridad, antes de caer en el abismo.
  71.  
  72. Cuando recuperó el equilibrio y empezó a levantarse, sintió cómo, entre las frías gotas de agua de la lluvia, se abría paso un río de sangre caliente que salía de su nariz y, en menor cantidad, de su boca. Escupió grandes cantidades un par de veces antes de ponerse a caminar de nuevo, pero ya no corrió. Antes de abandonar el lugar donde se había golpeado, echó un vistazo a la casa, ahora con la puerta cerrada y sin luces. Ignacio se alejó de ahí corriendo tan rápido como pudo. Le salía mucha sangre, y no tenía nada con que limpiarla más que el agua de lluvia. Avanzó una cuadra más y cruzó hacia la izquierda, entrando en la Sexta Avenida. La Sexta había sido restaurada recientemente y ahora contaba con paseos peatonales nuevos y por consiguiente, drenajes limpios, por lo que su caudal era bastante menor que el de las otras calles. Caminó frente a las tiendas, que ahora estaban cerradas y a oscuras, hasta que llegó a su destino. Vio el Pasaje Rubio frente a él, mientras un guardia que estaba en la entrada lo vigilaba tranquilamente. El Pasaje Rubio, en su entrada por la Sexta Avenida, es un edificio de cuatro niveles, con una fachada amarilla, balcones blancos y unas letras metálicas de un estilo art deco indicando el nombre del lugar. El pasaje que atraviesa todo el edificio estaba cerrado por una alta puerta de reja, frente a la cual esperaba de un modo sereno un guardia. Al acercarse, Ignacio notó que el guardia era bastante viejo, no anciano, pero su pelo ya era totalmente blanco.
  73. – Necesito entrar, disculpe la molestia – comenzó Ignacio. La sangre ya había parado de brotar, pero su trazo seguía pintando su cara y su camisa.
  74. – ¡Entrar! – le respondió el guardia, con una sonora risa – ¿Y usted quién se cree para entrar así nada más?
  75. – Vivo aquí.
  76. – ¡Ah! Vive aquí – siguió el guardia con un tono sarcástico – ¿Y cómo es que nunca lo he visto por aquí, joven? Llevo nueve años aquí, y jamás he visto a un patojo bolo ensangrentado que viva aquí.
  77. – ¿Bolo? – preguntó Ignacio ofendido – No estoy bolo, no tomé nada hoy. Me caí y me golpeé contra el suelo hace un rato. No vivo aquí, pero mi tío sí y con él vengo.
  78. El viejo guardia le sonrió de un modo burlón, pero más gentil que antes.
  79. – ¿Puedo saber por lo menos quién es su tío?
  80. – Mi tío es Alfonso Orellana, vive en el tercer nivel, en ese apartamento – le indicó Ignacio, señalando las ventanas y el balcón de uno de los apartamentos del lado derecho del edificio.
  81. – Alfonso Orellana… – repitió el guardia, dubitativo – No sé si es verdad lo que usted dice joven, pero aunque sea verdad no lo puedo dejar pasar.
  82. Ignacio le dirigió una mirada fuerte al guardia, que le devolvió otra mirada más amenazadora.
  83. – ¿Qué tengo que hacer para que me deje pasar? – le preguntó directamente Ignacio – Tengo frío y en serio necesito entrar.
  84. Ignacio sabía de lo tercos que eran usualmente los guardias de seguridad. Claro, ese era su trabajo. Pero, en especial en Guatemala, Ignacio opinaba, los guardias de seguridad eran totalmente irracionales y poco comprensivos. Sabía que, a menos que de alguna manera apareciera el dueño del edificio para hablarle al viejo hombre que le negaba el acceso al Pasaje Rubio a esa hora de la madrugada, tendría que sobornarlo para que lo dejara pasar.
  85. – Le puedo dar cien quetzales ahorita si me deja pasar – soltó Ignacio sin pensarlo. El hombre de pelo blanco lo volteó a ver sorprendido.
  86. – Jamás en mi vida he aceptado una mordida, ni pienso hacerlo hoy – le gruñó el anciano, para el desánimo de Ignacio –. Por lo menos no una tan garra.
  87. La cara de Ignacio se iluminó de nuevo, pero al instante intentó ocultar la emoción que le hizo sentir ese último comentario. Estaba desesperado por el frío, el dolor punzante en su nariz, y la sangre regada por todo su cuerpo. Estaba totalmente dispuesto a dejar ir unos cuantos billetes a cambio de un poco de paz.
  88. – ¿Doscientos? – le preguntó.
  89. – Cuatrocientos mínimo – respondió rápidamente el viejo.
  90. – Tengo trescientos, es todo, me va a dejar sin pisto y necesito comer.
  91. – ¡Yo también necesito comer!
  92. – Trescientos pesos, ya no tengo más – mintió Ignacio.
  93. El viejo suspiró pues supo que ya no podría sacarle más dinero y finalmente cedió. Ignacio sacó su billetera, que se veía inusualmente grande debido a la cantidad de billetes que tenía en ella y, sin mostrar el interior, sacó tres billetes de cien quetzales. Guardó su billetera y se los dio al hombre rápidamente. El viejo le abrió la puerta de reja y le hizo una seña para que pasara.
  94. – ¿Cómo se llama, joven? Si va a vivir aquí necesito saber su nombre.
  95. – Ignacio.
  96. – Ignacio, ¿qué?
  97. – Eso no importa. Solo Ignacio. ¿Y usted?
  98. – Baudilio De León – respondió el guardia.
  99. – Gracias, Don Baudilio. Nos vemos mañana – se despidió Ignacio. El guardia le dirigió una sonrisa con poca confianza.
  100. Ignacio comenzó a caminar por el pasaje, pasando frente a los diferentes locales del primer piso, en su mayoría tiendas de antigüedades y casas de empeño. El ambiente era oscuro y silencioso, interrumpido únicamente por el sonido de sus zapatos mojados chocando contra el piso cuadriculado a cada paso que daba. Seguía preocupado gravemente por lo que había pasado en su casa unas horas atrás, pero la lluvia y el golpe en la cara le habían despejado un poco la mente. Además, estaba a punto de llegar el momento del que había dudado desde el momento que salió de su casa: encontrarse con el Tío Alfonso. Ignacio no sabía si su tío siquiera le iba a abrir la puerta. El Tío Alfonso podía estar dormido, borracho o simplemente no estar en su apartamento esta madrugada. Si tenía suerte, le abriría la puerta rápido, le propinaría algún insulto seguido de una risa y le dejaría dormir ahí.
  101. Ignacio subió las escaleras que iban al segundo nivel justo al lado de una tienda. Al subir, fue a ver el largo pasillo en donde se encontraban las puertas a todos los apartamentos del edificio. Estaba muy oscuro, nada de luz. Ignacio utilizó la linterna de su teléfono para ayudarse un poco, mientras hacía una rápida inspección de las puertas. La mayoría eran viejas puertas de madera, algunas con pintura encima. Ignacio se preguntaba cuántas de estas puertas serían las puertas originales que se instalaron 90 años atrás. Había llegado hasta el fondo del pasillo, y pese a que el silencio y la soledad del mismo generó una excitación inusual en él, se dirigió hacia las gradas y subió al tercer nivel. Llegó rápidamente a la puerta de uno de los apartamentos que daba hacia la calle y empezó a tocar el timbre desesperadamente. Nadie contestaba. Siguió presionado el botón una y otra vez, y cuando por fin se abrió la puerta, Ignacio entró sin pensarlo, mientras respiraba de una manera muy rápida. Los insultos y risas ya esperadas abrieron paso a una conversación relativamente amena para el contexto.
  102.  
  103.  
  104. – ¿Entonces tu papá te echó a la verga? – preguntó emocionado el Tío Alfonso, después de una breve explicación la noche anterior. Había empezado a sonreír casi inmediatamente después que empezara a contarle lo ocurrido.
  105. – Básicamente, sí – respondió su sobrino.
  106. – Contáme pues. ¿Qué hiciste para que tus viejos te quisieran afuera?
  107. – Yo me desesperé de vivir atrapado con ellos, y por consiguiente, ellos de vivir atrapados conmigo – respondió Ignacio luego de unos momentos.
  108. El Tío Alfonso dejó salir una sonora carcajada. Ignacio aguantó la respiración mientras lo hacía, pues el aliento de su tío olía a alcohol fermentado de varios días.
  109. Había pasado un día desde la visión del suicidio de aquel extraño hombre, y solo unas cuantas horas desde que Ignacio había llegado al Pasaje Rubio al apartamento de su tío. Aquella noche, el Tío Alfonso estaba tan borracho que no notó que su sobrino había irrumpido en su sala durante la madrugada y le explicó con prisa lo sucedido. Durante la mañana siguiente, cuando el Tío Alfonso notó la presencia de Ignacio, mostró sorpresa y descontento, pero al parecer se había levantado de buen humor y permitió que su sobrino le contara lo ocurrido. Ignacio también le contó la visión del hombre se había suicidado, omitiendo algunas partes que probablemente el Tío Alfonso no entendería. Fue luego, que pasó a cómo se había ido de su casa.
  110. – Seguí contando pues – le dijo de pronto a Ignacio –. Si la historia está buena, te dejo quedarte.
  111. En ese momento, Ignacio se sentía muy incómodo por haber dormido en uno de los duros y maltratados sillones de la sala. El ambiente de todo el apartamento le hacía sentir así. Botellas vacías y vasos desechables por todo el suelo, combinados con un fuerte olor a vómito y podredumbre. Ignacio sentía, al mismo tiempo, un punzante dolor de cabeza que comenzaba en el centro de su frente. Hubiera querido decirle a su tío que lo dejara solo y que luego le contaría, pero pensó que a largo plazo le traería más desventajas. Reunió fuerzas con un largo suspiro y empezó, hablando con un tono ligeramente cortante.
  112. – Bueno, no sé si te recordás, pero desde pequeño he dibujado. Me gusta mucho el dibujo. Creo que soy bueno en ello, pero al mismo tiempo creo que nunca se deja de mejorar y pulir las habilidades. Hace un tiempo, un par de años, decidí que quería hacer del dibujo parte importante de mi vida, no solo como un pasatiempo, sino como algo que me definiera, ¿me entendés? Empecé a leer acerca de varios temas de interés relacionados con el arte y en especial el dibujo. Al mismo tiempo comencé a escribir. Escribía cosas que se me venían a la mente, pensamientos de esos que te acompañan por semanas y que nunca los podés materializar. Pues yo empecé a materializarlos por medio de la escritura, pero principalmente, por el dibujo. Para llegar a esta meta, sin embargo, noté que debía empezar a sacar de mi vida aquellas cosas que se me pusieran en medio. Entre ellos, lastimosamente estaba mi familia. Específicamente, mi papá. Nunca aprobó esto, que me interesara tanto el arte. Supongo que piensa que voy a terminar siendo un fracasado en la calle – Ignacio notó cómo iba perdiendo poco a poco la atención de su tío –. Hasta hace unos meses, la relación había estado tensa, pero todo se fue a la mierda pocos días después de graduarme. Salí del colegio a finales de septiembre. Le dije a mis papás que iba a necesitar alejarme un tiempo, probablemente irme a la Antigua por unos meses, y que necesitaba dinero para ello. Naturalmente, como era de esperar, se armó un gran vergueo. Para no tardarme mucho, te voy a decir solo que mi papá me dijo que ya estaba harto de “tantas mariconadas de tu parte”, como él lo llamó. Me dijo que ya dejara eso del arte y que me enfocara en cosas más importantes, como mis notas y la universidad.
  113. Hasta ese momento, el Tío Alfonso había prestado atención a lo que le contaba su sobrino como un niño de primaria, aunque con una sensación clara de aburrimiento. Ignacio sintió la vibración de su teléfono en su muslo derecho, seguramente era Daniela hablándole. Luego de unos segundos, sintió una segunda vibración pero decidió ignorarla, al igual que la primera.
  114. – ¿Y qué le dijiste entonces? – preguntó el Tío Alfonso.
  115. – Que se fuera a la mierda.
  116. El Tío Alfonso volvió a reír sonoramente; Ignacio evitó respirar de nuevo.
  117. – Y al final, después de gritarnos y casi darnos verga, me dijo que me fuera a la verga y que viera dónde dormía. Probablemente solo lo dijo por el enojo del momento, pero yo me fui – concluyó Ignacio, al tiempo que sentía una tercera vibración en su muslo.
  118. – Vaya pues, quedate – le dijo su tío al terminar de reír –. Pero hay reglas. Primero, no tomás de mi waro nunca, o te mato a vergazos. Segundo, me pela la verga lo que te guste o no, vos no podés cambiar nada en mi casa ni nada de lo que hago. Tercero, no tengo ninguna responsabilidad con vos, solo te dejo quedarte aquí.
  119. – Excelente, no te pido nada más – respondió Ignacio.
  120. El Tío Alfonso se levantó del viejo sillón donde estaba sentado y apuntó su dedo hacia una puerta en el otro extremo de la sala.
  121. – Tenés suerte, ese cuarto de ahí está limpio. O al menos no lo ensucié. Nunca lo uso. Dormí ahí para mientras. Por cierto, esto solo es temporal, quedate unas semanas si querés, pero después de un tiempo, a la verga. ¿Te parece? Si no, no me importa, de todos modos te saco cuando yo diga.
  122. Volvió a lanzar una risa vulgar y se internó en el apartamento, rascándose las axilas mientras se iba. El Tío Alfonso era, a los ojos de Ignacio, un hombre desagradable. Sus facciones eran fuertes, algo parecidas a las de su papá, pero sin el aspecto pulcro de su papá. Medía poco más de 1.80, era calvo pero aún tenía pelo negro a los costados de su cabeza. Era gordo, su barriga siempre salía de su camisa. Normalmente vestía camisas blancas de manga corta sucias y pantalones cafés que le quedaban grandes. Su historia era una de egoísmo, pereza e injusticias. El Tío Alfonso siempre había defendido que habría sido un gran piloto aviador si sus padres le hubiesen permitido entrar en el ejército cuando era joven. Por su parte, el abuelo de Ignacio aseguraba que si hubiera entrado al ejército, hubiera muerto o desaparecido a manos de los guerrilleros al poco tiempo. Una guerra civil no es un buen tiempo para ser parte del ejército. Al enterarse que no había manera de cumplir su sueño, el Tío Alfonso se dedicó a hacer lo que quisiera, incluyendo vandalismo y demás fechorías. Eventualmente terminó “siendo un vago asqueroso”, como le dijo una vez su papá a Ignacio. Desagradable, sí, pero Ignacio lo conocía, y sabía que si uno no se metía con él, no tendría problemas.
  123. Luego de que el Tío Alfonso hubo dejado la sala, Ignacio se recostó en el sillón donde se sentaba y sacó su teléfono. La primera notificación era un mensaje de su mamá.
  124.  
  125. “¿Dónde estás?”
  126.  
  127. Ignacio evitó abrir el mensaje y simplemente eliminó los números de teléfono de sus dos padres y los bloqueó. Quizás en el futuro les hablaría de nuevo, pero no por ahora. La segunda notificación era, como bien había imaginado, de Daniela.
  128.  
  129. “Necesito hablar contigo.”
  130.  
  131. Ignacio la ignoró, pero le respondería más tarde. Eran las cinco de la tarde y estaba lloviendo. Aún se sentía cansado de la noche anterior, y quería tomarse una siesta.
  132. La tercera notificación era de David, un amigo con el que no había hablado en algo de tiempo. Un año, para ser exacto. David le preguntaba si tenía algo qué hacer estas vacaciones. Ignacio le contestó simplemente que todavía no tenía planes. Luego de haber terminado de escribir y enviar el mensaje, Ignacio dejó su teléfono a un lado y se quedó pensando, sentado. “Una vida en torno al arte”. Cerró los ojos y empezó a imaginar cosas. Miles de imágenes aparecieron frente a él: montañas borrascosas, volcanes en erupción y lagos azules. Bosques tan frondosos como un desierto desolado. Siluetas humanas, mujeres.
  133. Abrió los ojos.
  134. Ignacio se levantó del sillón cuando sintió la lluvia fría entrar por la ventana abierta situada justo arriba de él. No se molestó en cerrarla. Se dirigió al cuarto que el Tío Alfonso le había indicado y se vació los bolsillos, liberando su billetera, que milagrosamente no se había mojado mucho. Se recostó sobre la cama y dejó su teléfono en una mesa al lado de la cama. Las almohadas estaban frías y tenían un lejano olor a humedad, pero eran cómodas. Ignacio cerró los ojos de nuevo y empezó a soñar de nuevo.
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