Cuento sin nombre

Por un mes entero me dediqué a tirar piedras al mar.
Al final de cada día de ese mes, pensaba que en lo profundo del océano existía una ciudadela poblada por seres anfibios de cualidades antropomórficas, quienes constantemente eran molestadas por aquellas inesperadas rocas que caían sobre sus cabezas, rompiendo las ventanas de sus casas.
Sí, pensar en eso me alegraba mucho y me animaba aún en los más amargos días.
Pero pronto tuve que afrontar el final de aquella feliz época, puesto que al comienzo del segundo mes, el mar fue alejándose más y más de mí, sin importar cuando tratase de acercarme.
Así es cómo sucedían las cosas: Yo daba tres pasos delante, con una piedra en mi mano, y el mar se alejaba tres metros de distancia.
Por fin, el mar se fue a tal distancia, que fue inútil cualquier lanzamiento de piedras.
Intenté e intenté, pero el mar siempre estaba lejos de mí, al punto de ser inalcanzable.
Desde entonces comprendí que cada roca que lanzase caería inevitablemente en la arena, sin tener  el consuelo de rozar siquiera un charquito de agua.