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La vida es un tren y las personas que amamos son las estaciones en la que decidimos quedarnos.
Era de esos que navegaba, navegaba en océanos de tristeza.
De esos que con sonrisas inmersas en desesperación, se lanzaba a aguas profundas para ahogarse sólo por salvar la sonrisa de quienes más lo necesitaban, si, si me lo preguntas, lo era, era de los que se partiría la cara solo para verte feliz. Amaba las estrellas, decía que mientras más lejanas, más hermosas, definiendo lo inalcanzable que es la vida soñada para muchos. La depresión se lo estaba llevando, como se lleva un remolino al barco más bello y más grande, su sonrisa dejó de brillar, él empezó a apagarse muy tenuemente, no lo soportó, y una noche antes de irse me dijo que prefería apagarse de repente que difuminarse en la nada. Me solía decir que el mundo le quedaba demasiado grande, cuando la verdad era que el universo le quedaba demasiado pequeño, Los agujeros negros no se comparaban con la profundidad de sus ojeras, las galaxias eran lo más parecido al brillo de sus ojos, sus pequeñas lunas, sus lunares que formaban la constelación más bella en todo el cielo, en su espalda. Personas así se dan muy pocas veces en la vida, por no decir ninguna, pero cuando ocurren, te dejan un vacío conmensurable cuando ya no están, yo lo llamaba mi persona universo, por la cantidad infinita de sonrisas que me sacaba, por la fuerza que tenía incluso cuando todos los muros de su castillo se le venían encima. Él era un poema lleno de hermosas metáforas en un mundo repleto de versos mediocres.