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Clyde, conduciendo de regreso a casa, repetía para si mismo en aislamiento de su automóvil:

-¡No lo quiero perder!, ¡no lo quiero perder!

Habían breves momentos en que se ahogaba con sus propias lágrimas, escupía estas hacia el parabrisas y seguía llorando, meciéndose sobre el estático asiento del conductor, apretando sus propios brazos con la mano; la letra de una canción que poco se conocía en sus alrededores mientras sonaba a bajo volumen, decía justo estas palabras: “… la gente dice adiós, a su manera…”.

El pobre Clyde se sentía inmensamente frustrado porque no pudo despedirse de Liam de la forma en que esperaba hacerlo semanas atrás. No tuvieron oportunidad de abrazarse por varios minutos hasta que el altoparlante del aeropuerto avisase que ya su vuelo estaba próximo a salir; era inevitable para él sentirse un absoluto fracasado por no haber podido llevar a su amado a la feria local, a ver una última película juntos en el cine, a los bolos, a comer algo increíblemente caro y delicioso, a compartir un momento íntimo juntos en alguna casa de campo… En fin, no pudieron hacer nada que pudiese representar algo que pudiese llevar Liam en sus recuerdos por lo que le resta de su vida.

De repente, Clyde se vio obligado a esquivar un bache profundo en la carretera, y justo en ese momento suena su teléfono. Este mira la pequeña pantalla de notificaciones y ve un mensaje de texto pendiente por leer. Levanta la tapa del teléfono para revisar el contenido del mensaje.

“No te sientas triste por esto. Fuiste muy dulce en todos estos 8 meses. Eres, sin lugar …”

Clyde, intrigado por lo incompleto del mensaje, decide estacionarse a un lado de la carretera. Abre el menú de mensajes en su teléfono y no ve más mensajes allí. Golpea fuertemente el volante con la palma de su mano por la ansiedad producto de no saber qué más dirá. Pasó una hora y aún no llegaba la continuación del mensaje. Revisó la lista de mensajes y apenas tenía tres almacenados allí, por lo que había suficiente espacio para recibir mensajes. La ansiedad hizo su aparición. Subía y bajaba la tapa de su teléfono con casi 60 repeticiones por minutos, tenía una respiración profusa y rápida, sus ojos se movían de aquí para allá, con su pie derecho presionaba y soltaba el pedal del freno. Clyde, incapaz de ser más paciente, decidió continuar con su marcha de regreso a su casa.

Pasaron 3 meses y Clyde jamás supo de Liam. Llamaba a su teléfono y nunca hubo respuesta, luego simplemente no entraba su llamada. Le escribió a su email, pero lo único que recibió por respuesta fue un mensaje del sistema diciéndole que ya no existía. Llamó a Brigitte, la tía de Liam, pero esta le dice que él no le ha llamado.

Angustiado y a la vez molesto, Clyde decide hacer algo extremo y estúpido. Sacó los ahorros que estaba haciendo desde que tenía 10 años, las llaves del auto de su hermana y sacó 100 dólares de la billetera de Bill. Mientras Clyde accesaba al viejo Monza de Bill, este despierta con un grito:

-¡¿Quién demonios anda ahí?!

Preso del miedo y la ira, Bill salta de su cama y baja a toda velocidad al primer piso. Toma su escopeta recortada que guardaba bajo las escaleras, refundida entre las cajas que guardaban allí. Salió descalzo hacia su porche y ve la cochera abierta. Clyde, percatándose de la presencia de Bill, enciende el auto y sale en reversa con toda prisa, sin percatarse de que había destruido el marco derecho de la puerta de la cochera, que había golpeado la cerca, y que había aplastado a un mapache con la llanta trasera derecha. Puso el auto en marcha, avanzó violentamente contra Bill mientras este disparaba en varias ocasiones y con una pésima puntería hacia su auto. Para suerte de Clyde, Bill no le pudo ver… pero, evidentemente, eso no impediría que éste se diera cuenta de que había sido Clyde quien se llevó su auto.

Mientras tanto, el viejo Monza avanzaba a 60 kilómetros por hora mientras salía del vecindario. Contó con la suerte de que el policía quien patrullaba esa noche era corrupto y holgazán. Condujo hasta llegar a la interestatal 55  para así poder emprender su viaje hasta Chicago.

15 horas más tarde, se estacionó frente a un restaurante chino en la avenida Wentworth. Eran poco más de las 5 de la tarde. Revisaba las cartas que Liam le escribía y que este almacenaba en una pequeña caja de seguridad, de las que se usan para almacenar el efectivo en las tiendas. Liam había decido no vivir en el campus de la universidad de Illinois, por lo que se estaría quedando en una habitación rentada. Una de las cartas decía que podría estar viviendo en Little Italy temporalmente, porque debía esperar a que el amigo de su padre desocupara la habitación de huéspedes de su casa, pues su hija se recuperaba de un accidente.

Con desespero, encendió su auto, pisó el acelerador y las llantas de este patinaron y chillaron como si se estuviese preparando para una carrera. Partió camino a Little Italy. En su corazón rogaba por ver a Liam pronto, sentía muchos nervios producto de la incertidumbre provocada por el desconocimiento de su estado. Procuraba mantener el optimismo, mismo que tiene un oficial de policía cuando le propinan un disparo en su estómago y se ve obligado a permanecer quieto hasta que aparezca una ambulancia. 20 minutos más tarde, se estaciona frente a la casa número 3040. Desciende de su auto, se acerca para tocar la puerta no sin antes percatarse lo pegajoso que estaba el piso.

-¿Quién es? –Preguntó una molesta y aguardentosa voz.
-Hola, busco a Liam Kosch. ¿Se encuentra allí? –Preguntó temeroso.
-El maldito se fue de aquí hace tres meses. No pude tolerar sus mariconerías por una semana. Busque a su chulo, creo que se llama Frederick.

Clyde, molesto por la descripción del sujeto, quiso propinar un fuerte golpe a esa puerta y a quien estuviese tras ella, pero por preservar su vida y porque no tenía algún arma con qué defenderse, prefirió dar las gracias de muy mala gana. Caminó cuatro metros, se percató de lo estúpido que había sido por no preguntar lo más evidente, retrocedió, golpeó la puerta, y de nuevo la aguardentosa voz se volvió a escuchar:

-¡Mierda!, ¿qué quieres ahora?
-Lo siento, ¿podría decirme donde vive Frederick?
-En Belmont Gardens, pregunta por él, todos saben que es un viejo metrosexual que le gusta andar con maricas.

Clyde, pese a lo enervado que se encontraba, decidió nuevamente dar las gracias de mala gana.

Se regresó a su auto, sacó un mapa de la guantera, buscó Belmont Gardens en el mapa, y emprendió camino hacia allá.

Llegó a un Subway de Belmont Gardens, se detuvo a comprar un sándwich solo para poder preguntar por Frederick. El dependiente de 17 años con aires de prepotencia por ser el encargado momentáneo de esa sucursal, le dijo que vivía a pocas calles de allí, en la 2917. Clyde pagó con 20 dólares y no reclamó su cambio, dejando al muchacho sorprendido por tal regalo.

Clyde decidió correr hacia la casa de Frederick, llegó a puerta de la casa número 2917. Parado allí, meditó por 5 minutos si debía o no tocar el timbre. De pronto, una luz se enciende en esa casa, una sombra grande se aproxima hacia la puerta y esta es abierta del otro lado.

La sombra se asustó y exclamó:

-¡¿Y tú quien eres?!
-¿Es usted Frederick?
-Si, ¿y tú quien eres?
-Mi nombre es Clyde Barnes, y busco…
-Oh, si. Ya se quién eres.

Frederick, un viejo de cerca de 60 años, calvo y al parecer muy descuidado con su apariencia, caminó hacia dentro de su casa mientras Clyde esperaba fuera. 10 minutos más tarde, el cansado viejo aparece nuevamente frente a Clyde.

-Toma esto, te lo dejó Liam.
-¡Un momento!, ¿dónde está Liam?

…