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- Recuerdo cuando era joven, como vivíamos en una estrecha calle, donde apenas podían pasar los coches y que era el territorio
- de aquella pandilla formada por Miguel, Luis, Fernando y yo mismo.
- Por un lado se levantaban los muros de unas viviendas deslustradas, con los balcones llenos de ropa tendida al sol, y aquellos
- maceteros plagados de flores marchitas que nadie cuidaba sino la propia naturaleza.
- Junto a la encrucijada que formaban los bloques de casa, existía un viejo caserón de dos pisos recorrido por ventanales a los
- cuatro lados y flanqueado por otras tantas almenas, acabadas en una especie de cúpula escurialense en sus respectivos vértices, que
- encuadraban al recinto.
- Presentaba dos entradas: una dispuesta hacia la calle mayor y otra que confluía con un parquecillo trasero, donde resguardado por una
- especie de marquesina, tomaban el sol los antiguos habitantes de semejante morada.
- Nadie de la pandilla conoció dueño alguno de tan lúgubre mansión. Corría entre nosotros una especie de leyenda a causa de un
- asesinato pasional que había ocurrido muchos años antes en el interior de aquellas sombrías paredes.
- Contaban también los ancianos que algunos osados e intrépidos ladrones habían entrado con el ánimo de llevarse los enseres que todavía
- conservaba la mansión, pero todos ellos habían huido presos del pánico.
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